A propósito de lecturas y de la curiosidad de rebote o en cadena, como suele ocurrir entre asiduos a las letras, el comentario de Enrique Vila-Matas sobre el abultado volumen publicado por las ediciones Joseph K, en el que Mireille Ribière reúne textos de Georges Perec, trae a cuento el dato de cuando Perec, en 1970, leyó I Remember, de Joe Brainard, lo cual, como Je me souviens, daría pie a la escritura de un libro y de una forma novedosa de aproximarse al pasado.
Mientras leía el texto de Vila-Matas, se me apareció ¡Habla, memoria! con la insistencia de Nabokov sobre jamás olvidar los detalles. Por asociación recordé que la sola frase me acuerdo, me acuerdo también ha actuado en mí más de una vez como llave para abrir gavetas recónditas y, desde cualquier punta, estirar la escritura hasta donde quiera llevarme una sola palabra. Me refiero a la dualidad olvido/reminiscencia que, a capricho, permanece oculta durante meses o décadas quizá a la espera de ser rescatada. Je me souviens es una fórmula casi mágica para desvelar enredos en los que lo percibido, lo sucedido, lo recibido o atestiguado se entremezcla a los muy hábiles y tramposos juegos de la memoria para crear una historia a su manera.
Más allá de completar algún puzzle y de dar visibilidad a lo invisible al evocar sucesos o impresiones, hay que decir que la voz recordar es una de las más bellas y sugestivas de nuestra lengua. Lo confirmé el día en que conocí su significado: Re es un prefijo latino que quiere decir otra vez. Cordar desciende de cordio y cardio, corazón. Etimológicamente, por tanto, recordar es volver a pasar por el corazón o volver al corazón. Y nadie mejor que María Zambrano para emplear el término como puntal de su “razón poética”, pues el saber cordial es la guía para acceder y desentrañar al ser que permanece en penumbra, a donde no “llegamos” mediante la razón discursiva. Esta capacidad dual del conocer –la cordial y la discursiva- llevó a filosofar a la muy singular y fascinante discípula de Ortega y Gasset hacia un saber del alma. Del fondo oculto del saber del corazón, donde subyace la poesía pura, queda su más alta constancia en obras maestras de la literatura, muchas de las cuales, por cierto, suelen burlar el cerco limitante de los géneros.
Se acordó Proust de su mundo entero a partir del olor de las magdalenas que -hilo conductor en los inicios de su obra-, le permitió “buscar” el tiempo “perdido” y después repasar el “recobrado”: dos figuras tan insondables como poéticas y cargadas de un saber propio y/o apropiado que aún nos atrapa y permite vislumbrar partes ocultas bajo apariencias banales. El surtidos de imágenes y voces se desencadenó –según relata él mismo en Por el camino de Swann-, cuando abrumado por la tristeza probó una magdalena mojada en té y súbitamente “regresó” a su infancia durante los veranos en Combray, un pueblito situado al noroeste de Francia. Un solo destello causó una de las mayores obras literarias del siglo XX.
Siempre advertiremos con asombro y como arrancada del re-cuerdo, la galería de atribulados de Djuna Barnes, en El bosque de la noche. Pessoa recordó como quien abre no una sino muchas y muy hermosas cajas chinas. Lo hizo desde sus varias cabezas, recuerdos y nombres que lo habitaban y nos legó una obra múltiple y diversa, que a la fecha no podemos soltar. Malraux inventó el envidiable género de las antimemorias al falsear remembranzas con tal habilidad que, gracias a su mitomanía formidable, borró fronteras entre la historia, la ficción por la ficción pura, la geografía, el arte, la política y la autobiografía, solo para situarse en el ónfalo griego u ombligo del mundo, a excusa de contar sucesos extraordinarios.
Al decir Je me souviens, Marguerite Yourcenar discurrió un incomparable y corpulento Laberinto del mundo que no solo invita a viajar de Grecia a Roma, de Flandes a Maine o de la Villa de Adriano al oriente profundo, sino que re-cuerda la historia, la fábula y el tiempo en sí de manera tan original que todo cobra sentido desde la perspectiva que se lea: al través de su Opus nigrum o por referencias que merodean el relato sin desdoro de la historia en Archivos del Norte o desde Qué, ¿La eternidad? hasta Una vuelta por mi cárcel. Inclusive en sus ficciones casi puras y siempre verosímiles el saber del alma se fusiona a la razón lógica, retórica o estructurada. Tiene la gracia de atraer al lector al través de sus vericuetos memoriosos para continuar una travesía medieval que no cesa hasta anudar su origen belga, su pasión oriental, la convivencia con Grace en la Isla de los Montes Desiertos, su encuentro con un Adriano tan vivo que pudo ser ella misma o el rescate de papeles abandonados en baúles. Supo lo que supo no por su conocimiento discursivo sino desde el corazón y sus chispazos –como las magdalenas/cifra de Proust-, como le ocurriría mientras caminaba en pos del emperador romano por la playa helada y siempre en penumbra de Maine…
I remember evoca, por otra parte y de maneras distintas, los tránsitos de aventureros, biógrafos, exploradores, poetas y escritores de diarios que, en lengua inglesa, han cimentado una de las literaturas más ricas, sólidas y diversas de nuestra civilización. Imposible desdoblar el importante listado de memorias, poesías y relatos que consagran ese verbo prodigioso en el que cabe el tiempo y la idea del tiempo, la geografía, la fábula y hasta un catálogo de todas las emociones. De los angloparlantes es justo decir que además de que han hecho un extraordinario oficio de sus relaciones con la memoria, desde siglos atrás se han dedicado a atesorarla hasta en pormenores. Qué otra cosa podría ser sino pasión por el pasado, su culto a las bibliotecas y su no poco delicuencial afán de hacerse de cuanta piedra, pliego, libro, testimonio, pintura, tablilla u objeto que sirva de recuerdo y/o testimonio, sin importar origen ni procedencia. En ese sentido, no hay más que ir a unos cuantos recintos emblemáticos de Londres para encontrarse con lo que es y ha sido el Hombre de punta a punta, desde lo inmemorial hasta su imaginación futurista. Y qué decir de la Biblioteca del Congreso o del Museo Instituto Smithsoniano en Washington, verdaderos sagrarios de la memoria en sí y de la memoria y la curiosidad por todo y de todos.
Me acuerdo, me acuerdo, en nuestra lengua, adquiere connotaciones muy distintas a las de hablantes en inglés, italiano o francés. De la multitud marginada de árabes, orientales, africanos, etc., nada o poco sabemos, a pesar de que los antepasados dejaron constancias todavía insuperables, como Las noches árabes o Las mil y una noches, sin cuya presencia en nuestras vidas no nos habríamos apropiado del símbolo de Sherezade ni la propia y encarnada Isak Dinesen, desde su cuna en Dinamarca, se habría adueñado de su gracia.
Decir, pues, me acuerdo, me acuerdo equivale al abracadabra de la mítica cueva de Alí Babá, donde los insaciables ladrones ocultaban tesoros inimaginables y en tal cantidad que a mi no solo me costaba imaginar las dimensiones de la gruta, sino abundar en el sinsentido de acumular tanto y tan de continuo, nada más que para mantener la riqueza encerrada de manera intemporal. Aquel recuerdo se ligó al absurdo de K. y demás parientes literarios. A partir de entonces me dio por reflexionar sobre la función de despojos condenados a permanecer en la oscuridad, sin destinatarios ni uso definido: precisamente la imagen divulgada por Disney durante mi infancia, cuando nos tatuaron en la mente la figura infecunda y más que idiota de un Tío Mac Pato tan millonario como tacaño. Su único placer y su única actividad consistían en “bañarse” a solas sentado en el centro de su foso atiborrado de monedas y billetes: un anticipo del monetarismo inseparable del individualismo y del impulso autodestructivo de nuestro tiempo.
Me acuerdo, me acuerdo me ha inclinado, otra vez, sobre la tentación de la página vacía que siempre resulta emocionante. Así que ya me apresuro a levantar el velo para re-cordar y tratar de entender, desde la oscuridad del pasado, el hoy sangriento y envuelto en imbecilidad moral.