La noche del 9 al 10 de noviembre de 1989, el mundo se contagió de una extraña inquietud: desde Alemania Oriental, minuto a minuto, se expandía a todo el planeta el anuncio de una nueva era. Hacía unas horas que Günter Schabowski, miembro del Politburó del Partido Socialista Unificado, había anunciado al término de una tediosa mesa redonda televisada que las restricciones para viajar a Occidente se habían retirado. La noticia era confusa y mal difundida. Acostumbrados a resguardar la opresión del “telón de acero” que dividió una ciudad y dos mundos durante 28 años, los militares se mantuvieron en posición y con el ojo en alerta sobre la gente que se dejaba venir como marabunta a la muralla maldita. La oficialía no sabía cómo actuar. Con la ansiedad que pone a temblar cuando algo largamente anhelado está cerca, decenas de miles de personas se fueron congregando a lo largo y en ambos lados del muro. Elementos del ejército, ignorantes de la situación, se preparaban “para lo peor”. La confusión era tan obvia como la agonía de la autoridad. Se complicaba la agitación en la calle y nadie comunicaba a los mandos las decisiones. Era tal el desconcierto ante las protestas en varias ciudades, que ningún representante de la fuerza pública se atrevió a reprimir a la muchedumbre. En medio de un caos que contrastaba la disciplina de piquetes uniformados, unos se disponían a matar o contener a las masas rebeldes; otros anunciaban que era el fin de la República Democrática Alemana y del bloque soviético; los demás abandonaban sus puestos gritando, ondeando banderas y abrazando a los que se encontraran al paso. Al tiempo se sabría que Egon Krentz, a cargo desde la reciente renuncia de Eric Honneker, consideró la masacre como una opción, pero los manifestantes sobrepasaban los cálculos y por segundos se multiplicaba la mancha humana en torno del muro.
El comunismo soviético tenía sus horas contadas; las izquierdas también. Al menos las que animaron el siglo XX, uno de las más violentos y agitados de la historia moderna. Cuando la CNN informó que se habían abierto las puertas hacia Occidente, se expandió una cadena de malentendidos. El ayer y el mañana se juntaron cuando, hacia las 21.10 horas locales, un policía abrió el paso del puente de Bornholmer y les dijo a los allí congregados: “pueden pasar”. Los germano-occidentales los esperaban con champán y, aunque persistía el temor, estallaron el júbilo, los abrazos, las lágrimas…
Para la débil memoria colectiva, parecían lejanos los días de 1956 en que Hungría fuera aplastada después de celebrar elecciones libres para emprender una senda socialdemócrata. Ni siquiera los más adelantados de mi generación, orgullosos de sus fantasías revolucionarias, previeron que el mundo daría un giro radical que nos dejaría atónitos pasado el entusiasmo. Era imposible prever lo que vendría con el poscomunismo. Más difícil era imaginar reacciones que provocarían una libertad súbita entre quienes, para sobrevivir, tuvieron que plegarse y aun colaborar forzosamente con el régimen con el que no estaban de acuerdo e incluso detestaban. Siempre seguirían en la memoria Checoslovaquia y su primavera pisoteada en 1968. Y estarían también Polonia y su Solidaridad, alejada del comunismo; y aquellos ciudadanos de la República Democrática Alemana que, a excusa de “veranear”, en realidad iban tras algunas vías expeditas para escapar por Austria cargando equipajes voluminosos. En 2009, 20 años después de la “caída” emblemática continuaba la ola de venganzas y persecuciones a intelectuales que no colaboraron con aquel régimen. Nombres como el de Milan Kundera serían utilizados para desacreditar moralmente a escritores y artistas. Václav Havel diría que en aquel ámbito policíaco la gente se sentía humillada por tener que decir lo contrario de lo que creía: “En la democracia, toda la ira y el odio acumulados despertaron y la gente se ha lanzado a buscar chivos expiatorios… A todos les cuesta aceptar que hubo quien no se plegó al régimen porque ese ejemplo les pone ante un espejo que refleja una imagen insufrible de sí mismos.”
En ese momento era imposible dar marcha atrás. Los protagonistas en cubierto del derrumbe –Mijail Gorbachov, Helmut Kohl y George Bush padre-, mantenían abiertas sus líneas telefónicas. Contra la oposición de Margaret Tatcher y François Mitterrand a la unificación alemana, Felipe González, desde España, sostuvo su apoyo irrestricto a los planes encabezados por Kohl. Aun los estallidos triunfales tienen algo de absurdo: la noche de la Guerra Fría, uniformes grises moviéndose en la niebla, el desbordamiento de berlineses exaltados y hasta ayer disciplinados, corrillos que bullían bajo una libertad de hablar y moverse que querían sentir por todos los poros… Y más allá, tres jefes de Estado moviendo por debajo las piezas de un ajedrez político que ya trazaba el paisaje de un planeta aún imprevisible.
Tantos años de susurrar con miedo, leer lo proscrito bajo la cama, padecer la rigidez de una vida anquilosada, de sentir el peso de ideas congeladas y lenguajes estereotipados; pero especialmente de sufrir una inmovilidad forzada, habían marcado los rostros de miles de manifestantes que pululaban frente a cimientos podridos del símbolo del pánico. Los dirigentes locales, defensores de la “línea dura”, se dieron cuenta de su derrota cuando, al pedir ayuda al Kremlin, Gorbachov dio la callada por respuesta: “El ejército soviético no actuará contra la población”. Entonces Egon Krentz entendió lo que entendió y al saber que la continuidad de la RDA no valía lo que una hoja de papel, quizá sintió que el hielo lo recorría de punta a punta.
Todos querían celebrar y nadie sabía qué hacer ni decir: ¡Muera éste! ¡Viva aquél! ¡Arriba tal! ¡Abajo el otro! Alguien recordaba la efímera revolución espartaquista de 1919. Un anciano entusiasta anunciaba que volvería el esplendor científico, cultural e industrial del Berlín de los años veinte. Otros observaban a su alrededor con escepticismo. Que no más extremismo rampante, clamaban los que vivieron enfrentamientos entre nazis e izquierdistas. Nunca más ejecuciones ni persecuciones ni torturas. Pronto se sabría que Alemania Oriental, supuesta joya económica del mundo mitificado detrás de la “cortina de hierro”, no era más que una urbe oprimida y atrasada: desdichada ilusión sembrada de máquinas, industrias y objetos ruinosos y apenas sostenidos con alambres. Demodée, pobre como sólo se podía ser pobre en las economías soviéticas. Allí la ropa, los coches, las tiendas, las costumbres, los alimentos y las calles mantenían intactos los sobrantes de décadas atrás, las modas ya olvidadas en el mundo del consumo y aun las expresiones y los gustos de los padres ahora envejecidos. Lo que se buscaba se tenía. La victoria popular estaba ahí; pero de tanto llevarlo adentro, el miedo tardaba en conjurarse.
¿Qué sigue? Se preguntaba un infeliz desconcertado; nada más que por viejo ya no le gustaban los cambios. Desde que nació sólo los vio para peores. Y repetía, en señal de advertencia, que es parte del alma europea una antigua tendencia a aceptar el Mal, cerrar los ojos y cooperar a ciegas con países autocráticos e incluso dictatoriales. La tensión se fusionaba a la incertidumbre y ésta al júbilo popular. De pronto, por una de esas acciones providenciales que determinan el rumbo de la historia, el panorama cambió. Sin saber cómo ni por qué los guardas fronterizos abrieron los puntos de acceso al Occidente proscrito, sin darse cuenta de que, por dar la vuelta a un picaporte, pasaban la página a la historia, al siglo y al milenio por venir.
Se hizo la luz en la oscuridad: tanto rigor, tanta persecución, tantos obstáculos, intimidaciones y sufrimientos desaparecían ante el simple hecho de abrir un cerrojo, una puerta, una reja. Cámaras, micrófonos, corresponsales y enviados de cuanta agencia informativa u organización política se interesara en conocer el minuto a minuto del alboroto, mantenían el ojo en alerta para trasmitir, en montones de lenguas, los pormenores de éste, uno de los más significados sucesos del siglo. El momento era estremecedor: primero se veía revoltura de gente, desplazamientos militares, los puestos de vigilancia aún resguardados y el amenazante fulgor de los reflectores; luego, sin explicaciones ni voces indicativas del mando, los berlineses acometieron con todo: picos, palos, martillos, gritos, uñas...
Hacía horas que el virtuoso de violonchelo, Mstislav Rostropovitch, no perdía detalle desde París. Proscrito en su patria desde 1970, conocía el dolor del exilio y la fuerza moral de un acto de valentía. No sólo defendió al escritor disidente Alexander Solshenizin, perseguido por el régimen soviético desde fines de los 60 y al fin expulsado del país en 1973, también se atrevió a cobijarlo durante cuatro años, con su esposa, en su dacha de las afueras de Moscú, cuando hasta respirar era motivo de persecución y recelo. Así que Rostropovitch, atento a los signos de los últimos meses, entendía el mensaje profético y por nada quiso perder su cita con la historia. Ese mismo día, 9 de noviembre, voló a Berlín. Sin dilación fue a apostarse en la orilla Oeste del muro para animar a la gente a subir, unirse y seguir golpeando el concreto. Les pedía continuar liberándose y no parar hasta demoler el estigma que, durante 28 espantosos años, se constituyó en frontera de rebeldía, de opresión y de muerte.
Primer artista en llegar a la que fuera capital prusiana, y de la Alemania unida durante el primer imperio; capital democrática de la República de Weimar; urbe imperial de Hitler y finalmente ciudad dividida, su entusiasmo se contagiaba inclusive entre los televidentes en casi todo el planeta. ¡Slava!, ¡Slava!, aclamaban niños, jóvenes y viejos a su alrededor. Y Slava –como llamaban al músico-, sentado en una silla sacada de quién sabe dónde y puesta entre los escombros, interpretó las suites de Bach para cello solo, en el punto de control llamado Checkpoint Charlie. Gloria y perfección quedarían para siempre en la memoria del preludio de la suite #1.
Todo se movía y nada se movía: ¿cómo representar mejor el estallido anhelado de la libertad? Parecía que levitaba al ritmo de las notas, que la magia reinaba y que estaba ocurriendo uno de esos milagros de justicia poética que se piden como plegaria. Cada instante era más luminoso que el anterior, más esperanzador y más bello. En un segundo se respiró unidad en el mundo. Nunca tuve sensación más extraña. Nunca, como frente a las imágenes de la muchedumbre golpeando el concreto, sentí que el Hombre tiene remedio, a pesar de todo.
El tiempo o la justicia poética consagraría un símbolo de pureza estética y espiritual alargando las notas del violonchelo hasta el más remoto rincón de la Tierra. Sus manos, su gesto, las cuerdas, los acordes, la música... Un artista al pie del muro y en medio del ajetreo... La escena era insólita; y a la vez, señal de renacimiento. El mundo se había empequeñecido. Los camarógrafos se movían en busca de sabe dios qué, porque cada rostro, cada grito, una corneta aislada y aun las colas agitadas de los perros que acompañaban a sus amos, se fusionaban en una sola versión de victoria. Todos los gestos eran el gesto que perduraría en la memoria. Nada ensombrecía la grandiosidad del instante, ni los comentarios sosos de los atareados en transmitir en directo. Que pronto habría una radical transformación de poderes y modos de vida que se deseaban pacíficos, dijo alguien como si leyera un informe. Tampoco tenían importancia las interpretaciones porque, al fin y al cabo, se carecía de perspectiva para entender lo que, desde el Este, engendraría la era poscomunista a partir de una sucesión de independencias, guerras civiles y nuevos enfrentamientos entre pueblos, credos, razas y naciones.
Ningún testigo podría negar que ese acto único, quizá el más apasionante del siglo, haría sentir en las horas, días y semanas subsiguientes el peso, la intensidad y el significado de la historia. Era de alegría la experiencia, pero también de asombro, de desconfianza y de miedo, porque en cualquier minuto podrían aparecer la contraorden y la balacera que desencadenaran otro episodio trágico. Los más aguerridos emprenderían la demolición de estatuas para que la efímera memoria en bronce se redujera al papel confinado en las bibliotecas. Ayer enaltecidos, los hombres hechos monumento, como Stalin, irían abultando poco a poco la insignificancia de los escombros. No más devoción forzada por los falsos héroes ni espías agazapados, delatores al acecho en el trabajo, entre familias, en las aulas o al interior del Partido Comunista. No más torturadores ni dictaduras con nombres y apellidos; tampoco ideologías, castigos ejemplares, yugos ni mordazas. Cada voz era un oráculo, cada cabeza un anhelo y Berlín, la esperanza tangible en la bonanza unificada por venir. El doble colapso de la Guerra Fría y de un sistema totalitario era inevitable: “qué importa lo que siga; nada puede ser peor al infierno que se acaba...”
Lo que seguiría entre los otrora satélites soviéticos, sin embargo, sería la transición hacia el capitalismo teñido de agresividad y desmoralización. No se sabe hasta que se sabe que la democracia es lenta, frágil y sensible a absorber vicios antiguos, ocurrencias y poderes limitantes. En los ajustes de cuentas lo distinto se acentúa, la corrupción inventa nuevos cauces, el conservadurismo renace con mayores bríos y la propaganda encuentra motivos para ajustar arremetidas ideológicas. Y ahí estaba el monetarismo al acecho: aguardado su dominio único, como panacea de la que pocos descreían.
Dividido el mundo, como siempre, algo ocurrió casi de manera imperceptible: el eje del planeta se inclinó por inercia a la derecha al reducir la carga del concreto, de hierros, armas, amenazas, de castigos y de piedras. Los más sensibles juraron haber percibido el cambio que anticipaba otra edad, otra manera de ser y un estilo distinto de someter y dominar. Hubo quienes aseguraron haber escuchado algo parecido a un chirriar de huesos mientras se rompía la tensión de la izquierda. En vez de Este/Oeste, surgía con prisa una zona limítrofe Norte/Sur que no tardaría en demarcar hemisferios de riqueza y pobreza, del dominio del dinero, del imperio del mercado y de la súbita movilización de millones de migrantes sin destino y sin empleo. Se sintió el tirón y hasta un leve mareo mientras el cuerpo era sacudido de manera misteriosa. Premonición o fantasía, el planeta se movió de cómo estaba. Desde entonces, casi de manera natural, se ve, actúa y subsiste como agachado o yéndose de lado, lamentándose y tendiendo a la derecha, aunque siempre bajo el falso pregón de un progreso dirigido por la economía globalizada.
Sentí en la entraña que nada sería igual en adelante. También se caían con el muro las fábulas de las izquierdas latinoamericanas. El bla bla bla de los grillos pro soviéticos que tanto fastidiaron en la UNAM quedaba por fin en su sitio de nada, en su demagogia sin destino. Gracias al suceso radical, otros velos caían para dejar al desnudo y sin tardanza años y décadas de enredos, corrupción, delitos impunes, persecusiones, intolerancia y muchas, muchísimas mentiras, inclusive toleradas en nombre “de la justicia social” en otros continentes. Quedó al descubierto la vergonzosa defensa de los “puros” que se dedicaron a encubrir, en nombre de la ideología, los crímenes de Stalin, de Castro y sus secuaces. El capítulo del fanatismo pro soviético, en lo sucesivo olvidado o silenciado, fue uno de los hitos del fanatismo ideológico de “las izquierdas”.
Ninguna conciencia ni ser pensante eran insensibles a los estertores de muerte de un siglo trágico. Que nada podría ser peor a lo padecido, repetían como obsesos los optimistas de siempre, sin reparar en que la imaginación del poder supera las fantasías de las masas y la ingenuidad de los inocentes. Que el porvenir auguraba una era de luz, democracia y libertades y que ese mundo convulso, herido hasta el hueso y cubierto de harapos vería sus mejores logros con el milenio que, en sólo una década, comenzaría a prodigar sus dones. Eso y cosas más decían los comentaristas convocados por los medios, especialmente gringos. Como siempre al fin de una catástrofe, no se vislumbraba el destino, pero tampoco era importante. La euforia duraría hasta ver y padecer los restos del naufragio. De todo se diría, hasta sentir en carne propia y aun a nivel domiciliario el efecto de los cambios. Luego vendría lo demás, con la realidad que impone intereses para suscitar sufrimientos distintos y nuevos acomodos que vuelven al reajustarse al carácter de los pueblos y a la naturaleza contrastante del dominio.
Ajenos a los juegos del azar, indiferentes al mañana y sólo jubilosos por haber sellado ese capítulo de horror, las noches de aquel noviembre de 1989 sería para muchos como haber visto a Dios. ¡Cuánta felicidad! ¡Cuántas promesas! La memoria y el olvido se fusionaban en una embriaguez liberadora. Yo misma pensaba que si eso estaba ocurriendo, todo era posible. Un régimen de hostilidad dejaba el campo abierto a otro, todavía desconocido. Los allí congregados probaban un sentimiento de levedad. Al amanecer, la luz temprana dejaba de ocultar siluetas al acecho. Nuevas voces, otros uniformes y los mismos hombres se aprestaban a clamar que el siglo del espanto reclamaba su hora de justicia. No más escritores ni libros ni vocabularios perseguidos y proscritos. Aunque los exiliados podrían recobrar su patria y su lengua, permanecerían en sus países de acogida como signos de un tiempo que en un instante se incorporaba a la fugacidad de lo eterno. Si el destierro les otorgaba un halo de heroísmo, la libertad disiparía la magia que los situaba por encima de los otros. Del Berlín reunificado en adelante los discrepantes que había hecho de la izquierda un modo de vivir tendrían que acudir a otros temas, nuevos fantasmas y distintas invenciones. La realidad se encargaría de activar a los demonios. Que las mascaradas son parte de lo humano, pensarían los pesimistas, y pronto se hablaría del hambre, pandemias, desempleo, injusticia, luchas religiosas, corrupción y migraciones imparables. Reducido al lento escarbar en los archivos, el comunismo transitaría a los recuentos en papel impreso y el poder de la electrónica eliminaría el otrora eficaz imperio del secreto. Cargada con los riesgos del olvido, las letras tendrían que buscarse otro Belcebú con distintos atavíos. Sin el encanto de lo proscrito, el mundo quedaría al desnudo, expuesto a la competitividad desventajosa del mercado. Detrás del regocijo ascendía el carácter teatral de la caída. El drama se volvía comedia en una dualidad aún poblada de brujas y demonios que bailaban con sus víctimas. Voluptuosidad y nerviosismo… Todo se teñía con los colores de lo humano, hasta el concreto gris saturado de grafitis. De lejos y de cerca, el ombligo de Berlín se transformó en un festín carnavalesco. Otra posibilidad se inauguraba: la del “justo medio” que ofrecía la apertura democrática, escondida también tras una máscara sin rasgos definidos.
Para quienes vivíamos aguardando este momento, los signos del declive comunista resurgían en la memoria: huelgas, luchas internas y presiones laborales en Polonia; la disolución del Partido Socialista Obrero Húngaro y la creación reciente del multipartidismo; la agitación estudiantil durante la “primavera de Praga” o el ´68 simbólico del grito generacional en Occidente. Era obvio el ascenso de un pensamiento que estaba dando al traste con el régimen soviético. Que más prolongados habían sido el imperio romano, la dominación árabe en España, la colonización española en América, el yugo británico en la India, evocábamos algunos para acentuar la breve duración de un régimen que se anunció mesiánico, como tantos en la historia. En el pasado no proliferaron reformistas, por efectivos que fueran los que eran, ni las palabras tenían el doble filo con que la comunicación masiva repartía denuncias a lo largo y ancho de continentes y países. Y eso era lo que hacía tan singular el suceso: verlo en vivo desde el otro lado del planeta con la certeza de que lo que también nos afectaba. Con ser tan obvio, me deslumbró el hallazgo: ser parte de un todo del que nadie se sustrae, ni siquiera del efecto de la música.
Los huérfanos de Marx, de Lenin o de Stalin multiplicaron sus lamentos ideológicos con la duda de qué sería de nuestra América Latina después de “la hecatombe”. Que se impondría un nuevo imperialismo y conoceríamos el poder incontrolable de una potencia dominante. Que la bipolaridad era necesaria, agregaban los dolientes inquiriendo fórmulas restauradoras de una izquierda despojada de argumentos para redimir “a los pueblos subyugados”. No pude evitar pensar en Grecia, en el Helenismo, en los dominios del Imperio. Ascensos y descensos, tentativas y fracasos, lenguas perdidas, dioses derrotados y de nuevo reinventados, culturas desaparecidas para dar lugar a otras que, mejores o peores, nos enseñan que el hombre en esencia es movimiento.
No faltaron analogías entre ésta y aquélla revoluciones o entre ideologías, rebeliones y dictaduras sin darse cuenta de que, en realidad, el suceso rebasaba a los que encontraron en la quimera soviética un asidero para dar sentido a su existencia. Para la mayoría, adaptarse a los cambios no sería sencillo. El suceso adquirió la gravedad de un credo perdido. Era como si se hubiera demostrado que Dios no existe, que la Virgen no lo era y el Espíritu Santo no ilumina a nadie con sus lenguas de fuego. Hasta entonces la izquierda, como la Iglesia de Roma, era para los creyentes “una e intransferible”: ¿Qué hacer ahora? ¿En qué creer? Aún quedaban Cuba y China, a pesar de sus respectivos indicios de descomposición, porque la memoria del junio fatídico en la plaza de Tian’anmen estaba fresca, pero aun los más fervososos sabían que, en adelante, nada sería igual. Ni la utopía de una democracia socialista podría instaurarse aún para coronar el sueño de los visionarios del pasado.
Leí que “esa inesperada cólera masiva” exacerbaba prejuicios que los fanáticos convirtieron en ortodoxia marxista. No faltaron anuncios sobre el triunfo de la burguesía y “la debacle de los nacionalismos”. Declinaba una edad devota de personajes idílicos tan poco recomendables para las jóvenes generaciones como Mao Tse Tung, Ho Chi Minh o Fidel Castro. Morían sueños abonados por Marx, Engels, Trotsky, Lenin, Sorokin… Y acaso para mitigar el sentimiento de orfandad, se invocaba a Duvcek, al “socialismo con rostro humano” y la renovación “lógica” del socialismo..., en medio de trapitos al sol como que “la izquierda organizada” de una parte y los intelectuales de otra encubrieron crímenes, campos de concentración, abusos e incontables evidencias mayúsculas de corrupción, no sólo del estalinismo, sino en organizaciones sindicales y comunistas de otras geografías, sin descartar a Cuba. Que todo proceso revolucionario tiene abyecciones, decían con repugnante seguridad para justificar brutalidades denunciadas que se negaban a aceptar como actos perversos ya que, según rezaba el fanatismo reinante, el sistema mismo, al consolidarse, aplicaría su régimen de autocrítica y corrección. En fin, que los discursos llovieron entre exequias en todas sus versiones como política de Estado. Mientras tanto, el recién fundado Parlamento Europeo, quizá auguraba “otra forma de socialismo teñido de democracias nacionales”, como podría desprenderse de los giros anticipados por la glásnost y la perestroika. Lo cierto es que al autoritarismo se le puso nombre y rostro mientras la marca de una larga sujeción quedaba reducida a polvo; con ella, se iban también la bipolaridad enmarcada por la Guerra Fría y el batallar incesante de los antiimperialistas y sus complementarios nacionalistas a ultranza.
Al publicarse secretos y pudrideros externos e internos acabaría la complicidad que mantenía unidos a los simpatizantes del comunismo. Ciertamente nada sería igual a partir de entonces. Ni siquiera los Estados Unidos, “cabeza y cuerpo del nuevo imperio”. Mediante reformas electorales y legalización de partidos antes proscritos, en México se determinó subsidiar a individuos y facciones con fondos del Estado para enmascarar supuestos avances democráticos. Antes progresistas e incluso venerados, los de la vieja guardia serían considerados reaccionarios. Lo que nos enseñaron en las aulas durante años quedaba de un plumazo confinado en el pasado. Con los “neoconservadores” se entronizarían los ricos mundiales, encarnarían la intransigencia, el autoritarismo, la descomposición de las aspiraciones del desarrollo y una perspectiva cada vez más sombría, en nuestro caso, de “la modernización del México independiente”.
Que presenciábamos los primeros pasos de un futuro democráticamente promisorio y que por el efecto dominó irían cayendo, una a una, las dictaduras que faltaban. No más represión ni persecuciones políticas ni Guerra Fría. ¡Por fin libres! El capitalismo triunfaba enarbolando un extraño lenguaje global. Los del bando perdedor serían borrados de la historia, de las aulas superiores y aun de la memoria intelectual. ¿Quiénes frenarían a los agentes perversos? ¿Quiénes creerían en las voces críticas, en la fuerza de la razón? ¿Qué sería de los herederos de la Revolución? Cuando menos tres generaciones de “revolucionarios” se quedaban con las manos vacías. Y yo observaba, escuchaba y recogía contrastes convencida de que, ocurriera lo que ocurriera, el símbolo del Muro marcaba el verdadero final del siglo XX. Supe, además, que mi vida también sería distinta en adelante. Lo que no confirmaba, todavía, es que el Hombre es el Hombe, es el Hombre…
Si, pero no ocurrió el milagro ni se cumplieron las maravillosas promesas de libertad, derechos humanos y justicia. Las izquierdas quedaron en ruinas. Se concentró el monetarismo neoliberal que, en vez de Guerra Fría, arrojaría la división de ricos mundiales, adueñados del dinero y mayoría de pobres, protagonistas de la escatología milenarista: migraciones masivas, sin solución, sin tierras de acogida, sin esperanzas vitales… El supremo poder del narco y de las mafias, una democracia espuria que apenas merece el nombre, corrupción y la cultura que declina como animal en extinción. Cayó el muro, si, y una vez más quedamos en la historia como fuera de lugar, sin asidero y sin sentido.