Con los ojos desorbitados de espanto y el hacha escurriendo la sangre de Agamenón, Clitemnestra se quedó frente a la bañera mirando los estertores de su marido. Temblorosa, esperó a que la Muerte recogiera su último aliento. Antes de que las Furias provocaran arrepentimiento en su alma, se miró en el bronce bruñido y, con las señales del crimen surcándole el rostro, advirtió que su cuerpo no ocultaba la huella del tiempo. "¡Vieja... Una vieja repudiada...! ¡Oh, tú, protector de la patria! ¿Cuántas veces te abrazaste a mis piernas llorando y yo te cobijé como si fueras un niño? ¡Ay de ti, infortunado! Ignoraste que nuestras vidas estaban selladas con sangre inocente. Desafiaste a los dioses, humillaste al sacerdote de Apolo y no hiciste caso de los presagios… ¡Mírate ahora, convertido en piltrafa! De las hogueras que encendiste en mi alma, ninguna se iguala a la del dolor que causaste.”
A media luz, donde mejor se movía el sobrino y amante de Clitemnestra, se ocultaba Egisto. El muchacho tenía razones para vengarse de Agamenón, héroe y señor de Micenas. Hijo del incestuoso Tiestes y de Pelopia, se decía que su madre/hermana lo abandonó al nacer en un monte, donde sobrevivió amamantado por una cabra. Al volver a su patria y enterarse de que su tío y padre de Agamenón asesinó a sus hermanos por rivalidades dinásticas, Egisto masculló su revancha. Esperó la ocasión de cobrarse los crímenes. Instigado por Tiestes, asesinó al primogénito Atreo para apropiarse del cetro. Agamenón y su hermano Menelao tuvieron entonces que refugiarse en Esparta donde formaron su ejército para expulsar a los parientes y usurpadores del reino. Desde que fuera entronizado en Argos, la fatalidad sin embargo, lo acompañaría no sólo por el conflicto con Troya, sino por la sangre que derramó para casarse con Clitemnestra y, para colmo, por la envidiosa rivalidad del joven y codicioso primo que al final desencadenaría la tragedia.
A la sombra, Egisto vigilaba sus pasos. Celaba sus triunfos mientras Agamenón guerreaba contra los valerosos troyanos. Incapaz de igualarse en hombría, se deslizó durante su ausencia hasta el lecho de Clitemnestra. La sedujo no por amor, sino para que el adulterio activara su respectiva insatisfacción. Sabía sin embargo que nada ni nadie se antepone a la Necesidad y que en su hora él mismo también sería víctima de la interminable tragedia de los Pelópidas. Y aún así persistió porque nunca hubo mortal que no se creyera capaz de burlar al Destino. Enterado de que los combatientes venían de regreso a casa, Egisto tramó con su amante la muerte de Agamenón creyendo que al abatirlo, él compartiría con la adúltera el cetro vacío de Micenas. Y allí estaban los dos en los baños fatídicos. Él, con el odio mordido entre dientes; ella, con los celos ardiendo en su entraña y el recuerdo de su hija Ifigenia, sacrificada diez años atrás. Y aunque en esta ocasión su brazo dudara al descargar el hacha en manos de la mujer, el joven endurecería su voluntad criminal con su deseo de reinar.
A Clitemnestra no le importaba la cobarde impericia del pretendiente; tampoco su apocamiento, porque seguramente lo despreciaba. Lo había detestado siempre. Pero la soledad era horrible y peor padecía la añoranza del héroe, amado a pesar de todo. Su ausencia le enseñó el dulce sabor del poder. Aceptó los abrazos de Egisto para distraer la pasión. Compensaba su cobardía con dosis de vanidad: era la tía mayor, mujer a cargo del trono, dueña de los establos y los corrales, señora de las despensas, guardiana de mujeres y niños que aguardaban el regreso triunfal de sus protectores. Así que en tanto y el cobarde dudaba, Clitemnestra se aplicó a cortarle los pies al difunto para que su sombra no pudiera escapar de la tumba. No fuera a ser que desde el Hades su alma atizara a las Furias para infligirle un castigo atroz y ella quedara vagando presa de la locura.
Nacida para sufrir, recordaba a la doncella que fue cuando sus padres la entregaron en matrimonio. Hacha en mano, volvió a mirar su reflejo: buscaba algo que iluminara sus ojos, pero el espejo sólo mostraba rencor. Sintió la emoción del amor y la piedad con que solía tributar a los dioses. Cuando joven era obediente y dulce. Aceptaba el Dictado porque no imaginaba que tras tanto penar, dioses, hijos y hombres se volverían contra ella. Jamás reclamó a Agamenón que hubiera asesinado a su primer esposo y a sus dos hijos pequeños para hacerse del trono. Se plegó al mandato de los Dioscuros, y por segunda vez ignorante de su destino, se paró en el tálamo nupcial para engendrar a Ifigenia, Orestes, Electra y Crisótemis. Héroe y señor de Micenas, sabía que para Agamenón era indigno caer abatido en el interior de su casa. Infame fin, asesinado por la mujer mientras lo bañaba, para quien batalló contra verdaderos guerreros.
Tras el conflicto causado por Paris y Helena y estando la flota griega detenida en Áulide, el adivino Calcas advirtió a Agamenón que no aplacaría las iras de Artemis ni los Inmortales enviarían vientos propicios para que las naves emprendieran su rumbo a Troya si no sacrificaba a su hija Ifigenia. El hombre gimió bajo el yugo de la temible Necesidad: como jefe debía animar a la flota atracada en el puerto, pero como padre no podía inmolar a su hija por el honor de la patria. Miró las lágrimas en los ojos de los atridas que hundían su escudo y la espada en el suelo exigiéndole el sacrifico y suplicó fortaleza a los dioses para cumplir su misión. Engañada, Clitemnestra hizo viajar a la hermosa Ifigenia creyendo que la desposarían con Aquiles, como le habían anunciado. Al enterarse de que la muchacha sería inmolada, anidó la carcoma en su alma. De nada sirvieron sus ruegos de madre herida porque Agamenón finalmente accedió a honrar a la diosa a cambio del viento. Maldijo al esposo y maldijo la guerra. Lloró a su pequeña y lloró por las infelices mujeres. Arañando su rostro con impotencia pidió a Hera paciencia y valor para vengarse de tan brutal despojo.
Con el vientre tres veces rasgado por el dolor, esperó a su marido cuidando las tierras, los bienes, los hijos pequeños y el honor familiar. Diez largos años en que dejó de contar las greñas que iban blanqueando su cabellera. Años en que la ausencia de las caricias la apartaba del sueño y alimentaban su ira. Años de hilar, tejer y vigilar el ganado mascullando su antigua desgracia. Años de padecer el rencor de la abandonada y mitigar la pasión con ascuas de placeres perdidos. Enamorada a pesar de todo, había días en que aguardando el regreso espiaba el camino en busca de buenas nuevas. Dispuso que los vigías se apostaran en el techo de su palacio para esperar la señal del fuego que, de monte a monte, anunciaría a los habitantes de Argos la caída de Troya y la proximidad de los buques con los guerreros sobrevivientes.
Las ausencias, no obstante, son arriesgadas. Poco a poco iba ocupando el lugar del hombre y probando el sabor del mando. Le entristecía la belleza perdida al advertir la gracia de las sirvientas que aún sonreían. Se daba cuenta de que su amante ya alcanzaba la edad en que debía reunirse a combatir con los veteranos. Así como ella recibía noticias de su lujuria, anhelaba que Agamenón conociera sus distracciones furtivas, aunque su adulterio le costara la vida. Al menos la cólera enredada a los celos lo llevaría a otorgarle algún lugar en su pensamiento. Se acostumbró a afinar el oído, a vivir con el ojo en alerta y a recorrer el puerto de Nauplia para ver si divisaba las naves con los héroes saludando desde la proa. Pero así como la nostalgia muerde el espíritu, también el olvido aparece a enmendar las lágrimas. Las de Clitemnestra estarían condenadas a continuar teñidas con sangre cuando el guerrero reapareciera en Micenas enamorado de una esclava troyana que, entre sus múltiples bienes, ostentaría como botín de guerra.
Cierta mañana, cuando despuntaba la aurora, el fanal encendido y los gritos de centinelas la hicieron medir el peligro que la acechaba: finalmente Agamenón y sus hombres regresaban presumiendo sus glorias. Esposa otra vez, su infidelidad se mezcló a un extraño presentimiento. Escuchó que habían atracado las naves en medio del júbilo y corrió a vestirse con sus mejores galas. No imaginó que al pisar tierra firme y subirse al carro tirado por hermosos caballos, el victorioso marido marcaría su regreso exigiéndole extender cuidados reales a la troyana Casandra, la joven amante de la que su marido se había enamorado.
El recién llegado la saludó con frialdad, como si entre esposo y esposa no hubiera una historia de sacrificios; como si entre ellos no existiera el vínculo conyugal. Parada entre ambos, la esclava extranjera previó la tragedia. Sujeta no obstante al dominio del amo, vino a acurrucarse a su lado a la hora de los convites. Allí, cuando los coperos vertían el vino y los hombres narraban hazañas, desventuras y listas de los caídos, Clitemnestra y la preñada Casandra se miraron de fijo y, rehenes las dos por causas distintas, supieron que compartían una misma fatalidad. Hija de Príamo y Hécuba, nacida de buena cuna y destinada a ser despreciada por propios y extraños, Casandra tocó con desaliento su vientre al sentir que Apolo ponía una vez más en su lengua palabras proféticas que nadie atendía. Repitió en vano el designio fatídico, pero nadie escuchó. Mujer al fin, sólo Clitemnestra sabía lo que sabía su rival y, tendidos los celos entre las dos, por igual intuyeron que pronto se desencadenaría la tragedia.
Con la falsa intención de agradarlo, Clitemnestra condujo forzadamente al esposo ya ebrio a los baños. Lo metió como pudo a la funesta tina con agua caliente y cediendo a la tentación, le acarició con suavidad todo el cuerpo. El odio superaba su capacidad de perdón y no se dejó llevar por la debilidad reflejada en el temblor de sus labios. Pasados los escarceos, sacó del escondite el hacha y la camisa con mangas cosidas que le impedirían moverse cuando descargara sobre su cuello el primer golpe. Siguieron otro y otro para prolongar su agonía. Herido de muerte, Agamenón resollaba como toro vencido. Igual que a ella, el tiempo también lo había transformado. Vivo o muerto sería sin embargo un héroe y señor de la casa al que ninguna mujer podía levantar la mano. Los Inmortales, por tanto, se encargarían de preparar un castigo ejemplar.
Al enterarse de lo ocurrido, Orestes, el hijo mayor, huyó de Micenas y del acoso de Egisto. En medio de un gran sufrimiento, durante su exilio discurrió vengar a su padre. No bien acabaron los funerales cuando Clitemnestra y su vil amante se hicieron del cetro y engendraron a Erígene. Siete años reinaron en paz, aunque atenazados por el temor. Todo parecía marchar según lo planeado, hasta que Orestes, de manera furtiva y en complicidad con Electra, entró sin ser visto a las cámaras reales, descargó la espada y abatió a los traidores. Lo que siguió determinaría para siempre la Ley ateniense.
Al enjuiciar al vengador de su padre por asesinar a su madre, el primer tribunal de Atenas, fundado y presidido por la diosa Atenea, perdonó a Orestes por honrar la memoria del héroe y, aunque muerta, condenó doblemente a Clitemnestra por haber sido una mujer de baja condición que pretendió igualarse a sus superiores. Nunca entendió la desdichada asesina las leyes dictadas por Zeus, en cuyo nombre se debe guardar el orden y mantener la sagrada costumbre de acatar las disposiciones del mando y las jerarquías masculinas.