Observo fotografías de Haití y pienso, aterrorizada, hasta dónde es capaz de caer un país empeñado en aniquilarse desde dentro. Condenado a las tentativas malogradas, triunfó el síndrome del vencido del que nosotros no somos ajenos. Por allí pasó Alejo Carpentier en 1943 y, de golpe, vio los dos lados de esa isla antillana dominada por la superstición, los prejuicios, el vudú, los demonios y los uniformes ridículos de su corte de fantoches… Al reinventar un episodio de su historia, por demás insólita, eligió la versión “de una inesperada alteración de la realidad (el milagro), de una revelación privilegiada (…), de una iluminación inhabitual o singularmente favorecida de las riquezas inadvertidas de la realidad…”
Portadores de la magia africana, los “libres e independizados” al tiempo agregaron a los suyos remedos de dioses y demonios estremecedores, locales y meneados a ritmos convulsos. En vez de signos reparadores, lo único que prospera son los rituales integrados a la intensidad colorida que pocos artistas, en el pasado, convirtieron en pinturas magníficas. La que fuera población de creyentes en trasmutaciones y sucesos supranaturales, devino en pobre tribu de mayoría de descendientes negros importados para sustituir a los nativos extintos. Sometidos a crueldades sin nombre, los esclavos cultivaban café, cacao, índigo, tabaco y caña de azúcar en plantaciones “paradisíacas”. De padres a hijos han cambiado de amos, pero no de servidumbre. Inacabada, su historia antecedió a la ignominia de Leopoldo II en el Congo Belga: ejemplos, ambos, de cuán monstruoso puede ser el ser humano, cuando ciego de codicia.
Carpentier miró aquella realidad desde su expresión “maravillosa”. Caracterizado por un barroco inseparable de su historial francés acunado en el Caribe, se fascinó con esos lares antillanos olvidados del dios de los cristianos y hasta del interés de los países que no le dejaron ni agua limpia. Sin duda conoció las páginas de Pompèe Valentín sobre las infamias cometidas en las plantaciones. Baste citar que de casi medio millón de esclavos, mal sobrevivieron unos 170 mil. Después de la revuelta, Francia, para colmo, exigió 30 millones de francos más 6 de intereses para “compensar” a los dueños de la tierra… Más de 120 años arrastraron la deuda con el complementario préstamo leonino de los Estados Unidos. En resumen: desde su “independencia”, Haití quedó condenado a la derrota.
Fogueado con aires caribeños, Carpentier halló otro rostro a la miseria. Interpretó la trascendencia de la fe en la realización de lo insólito que definió real maravilloso: “Pisaba yo una tierra donde millares de hombres ansiosos de libertad creyeron en los poderes de Mackandal, a punto de que esa fe colectiva produjera un milagro el día de su ejecución.” Entonces prevalecía la indefensión del colonizado que le permitía creer que lo imposible era posible; tan posible, como la profusión de figuras sagradas o profanas fusionadas a sus ritos. Sustento “espiritual” del estado proclive a “las maravillas”, aún prosperan las trasmutaciones, el culto a la adivinación y las iluminaciones. Los días con sus noches se gastan en participar en estados de trance y de cualquier manifestación de simbiosis y/o metamorfosis. Más respetados que las figuras políticas, sus sacerdotes, chamanes, brujos o profetas ejercen poderes capaces de modificar el orden, las vidas y las cosas. Los muertos “hablan” y dicen lo que dicen en boca de elegidos. Así, en el enredo de zombies, espíritus y vivos como muertos, transcurren las horas teñidas de sucesos sangrientos. Así nacen, crecen, se reproducen y mueren en el país más pobre, abandonado y atrasado del mundo. La intensidad de lo “real maravilloso” percibido por Carpentier, sin embargo, absorbió más energía negativa y popular que la positiva en pos de una realidad/real que pudiera sacarlos de su ancestral abatimiento.
Encauzar un proceso civilizador y la estructura del Estado no se concibe. En ese paisaje de violencia, desolación, tabúes, magia negra y posesos endemoniados se aloja el infierno. Y magia negra o de cualquier tonalidad persiste en el Haití más intimidante y sumido en el cascajo y la basura; de ahí que la supremacía de potencias oscuras se imponga a la par del crimen, las confrontaciones, la rapiña, la saña y el sufrimiento de la mayoría abandonada a su (mala) suerte y a su peor talante.
Fue isla de taínos nativos “conquistada” por Colón en su primer viaje, en 1492. Renombrada, sirvió de asiento a piratas ingleses, holandeses, franceses y cuanto bribón pasó buscando bajezas. La verdad de “la perla de las Antillas” cayó en los registros de las más altas tasas de mortalidad, sadismo y explotación. Se explica por qué, reducidos por los blancos, las víctimas solo confiaran en espíritus, en magia negra y en los poderes que inspiraron al escritor a escribir la única novela que puso la isla en la gran literatura.
Se ostentaba con orgullo que fue la nación inaugural de las independencias en América Latina y, después de los Estados Unidos, la república más antigua de Occidente. Hazaña gracias a la única revuelta de esclavos negros que ha sido exitosa en la historia universal. Al paso de vilezas, el otrora paisaje idílico codiciado por reyes y tiranos devino en entraña de una violencia añeja, feroz y dividida en bandos decididos a no parar hasta aniquilarse los unos a los otros. Paraíso en sus orígenes, la isla ha quedado reducida a vertedero sanguinolento, maloliente y tan ruinoso como el palacio de cantería habitado alguna vez por Paulina Bonaparte.
Más allá de fotografías de hombres y mujeres enfurecidos, niños hambrientos, cuerpos famélicos y escenas infrahumanas en las que no faltan animales y harapos colgados al sol, la prensa ya no se detiene a describir despojos, casuchas que no merecen su nombre ni muestras sin fin de la cólera masiva. Lo dantesco ilustra el síndrome del vencido como autodestrucción irremisible: verdad terrible, despojada de la magia de las ficciones. En miseria más extrema que la extrema, con su entorno devastado, ajenos al movimiento reparador de la cultura, inmersos en la violencia, los haitianos pasarán a la historia como la primera población de las américas que, tras dejar árboles encenizados con el polvo de los muertos, arrastró hasta sus últimas consecuencias las secuelas autodestructivas del colonialismo.
Nada parece quedar de tentación de grandeza, de lucha contra el destino, de ánimo reparador ni urgencia de dejar de ser el vencido que, en nuestras tierras, insiste en dar paso a la crueldad, al delito, a las máscaras y a la superstición. Allá, la bestia negra rugiendo tras el eco del tam tam de los tambores del Petro y del Rada; acá, el dominio de los narcos, gobiernos espurios, crímenes feroces y desaparecidos por miles, injusticia, agresividad, desprecio a la vida y lo bello, apego a la mentira: lo propio del complejo de inferioridad que encumbra, para mal, al vencido empoderado, al revanchista prepotente, al rencoroso ejemplar que encarna la menor valía del agachado, el aplastado, el “poquito”. Hay que afinar los sentidos para entender que lo real maravilloso celebrado por Carpentier es recreación mejorada de los círculos infernales, siempre en crecimiento. He releído varias veces El reino de este mundo. En cada ocasión encuentro claves para interpretar recursos de la fuga y de la máscara con los que se refugian los vencidos. Pobre Haití, tan olvidado de dioses y de hombres; pero pobres también los países que en vez de levantarse ceden al impulso de retroceder y autodevorarse.