Lo feo comienza con un golpe de vista. Se mete a los sentidos y produce una sensación entre el desagrado, la hilaridad, el miedo, el estremecimiento, el morbo y la curiosidad. Esta reacción múltiple hace que la fealdad, por variable según los puntos de vista, sea uno de los móviles menos resueltos de la interpretación. No ha nacido el listo que defina la fealdad en sí, pero varios autores la describen con ejemplos, detalles y asociaciones supeditados a las maneras de apreciar o repudiar lo distinto y ajeno, propias, apropiadas o inducidas por poderes e intereses vigentes.
Del demonio, la perversión y las aberraciones para arriba, se espanta a la gente con adefesios y versiones grotescas que relacionan lo oscuro con la maldad y lo innoble con lo chocante. Empezando por Medusa y las Grayas, en la Antigüedad lo horripilante cumplía una función moral. Lo exquisito, el refinamiento, el equilibrio y lo armonioso, en cambio, daban cuenta de los avances culturales y del bienestar que redundaba en la población orgullosa de sus logros. En contrapunto con los referentes históricos y religiosos, el comunismo elaboró su estética política para imponerla en todas las expresiones del arte y del pensamiento. No hay más que dar una vuelta por los espantajos arquitectónicos que aún se mantienen en pie para corroborar cómo se materializaba el desprecio “al arte de vivir”. No se diga del culto a los monumentos, la pintura, la literatura, el teatro, la música, la danza o la poesía: nada escapaba al dictado de lo siniestro cual reacción al prejuicio de que la belleza es repudiable. La gran demagogia consistía y consiste aún en hacer creer a la muchedumbre de incautos que lo sombrío, gris, carente de gracia, burdo y lleno de mensajes propagandísticos es el summun de la justicia social y del triunfo de las izquierdas.
No es casualidad que ninguna sociedad relacionada con el marxismo-leninismo haya aportado obras significadas al arte moderno y contemporáneo. Los enredos entre el conflicto de clase, el repudio al “gusto aburguesado”, la depuración cultural que de suyo impone, excluye, discurre y añade concepciones de lo feo tienen el propósito de ideologizar el gusto y la sensibilidad. El culto a la fealdad se ha convertido en indicador del carácter de nuestro tiempo. De hecho, entre la presión de economías y estilos de gobernar, los gobernados estamos cada vez más marginados de los beneficios de la belleza y del pensamiento adelantado. Para entender esta complicación no hay más que reparar en el gusto amañado y dirigido al hombre-masa por la publicidad; sin embargo, no podemos negar que la sensibilidad existe y que basta que caigan dictadores, demagogos, autócratas, populistas y regímenes dominantes para que, más pronto que tarde, tras ellos caigan estatuas, monumentos espantables y la cantidad ingente de ejemplos de su impostura.
A Karl Rosenkrans se le considera el padre de esta preocupación desde que publicó, en 1853, su Estética de lo feo; sin embargo, ni él pudo descifrarla, a pesar de reconocerle cierta comicidad que, a querer o no, espanta o hace reír al que se para ante lo grotesco, desajustado, bizarro, desproporcionado, monstruoso, siniestro y cuanto se aleja de la armonía elevada a condición primera de lo bello que atrae y complace a los más. No poder definir lo feo, aunque pegue sólo de verlo, se volvió motivo de reflexión al toparme con la fotografía de una falsa cabeza olmeca que, a criterio de sabe Dios quién, habrá de plantarse como un pegote en el cruce del Paseo de la Reforma y la Avenida de los Insurgentes, donde estuvo Cristóbal Colón en un hermoso conjunto.
No es cosa de darle vueltas a la filosofía cuando la evidencia se impone: la tal Tlali de Pedro Reyes es fea, diría horrorosa y carente de sentido y de contexto. Su autor debió “romperse la cabeza” (valga la redundancia), para discurrir “algo” evocador, simbólico o relacionado con la población prehispánica. Como representante del indigenismo actual es un despropósito. Vaya, ni siquiera Quetzalcóatl, héroe mítico de varios pueblos mesoamericanos, podría convertirse en figura reivindicadora de los vencidos. La cabeza no guarda ningún parentesco que pudiera enaltecer a las comunidades monolingües que, no obstante mestizadas en grados diversos, tienen su propia manera de mirar, de mirar al otro y de mirarse. Así que habría que preguntarles a los supuestamente aludidos qué tanto los honra y representa el monolito (¿es monolito?) que las malas lenguas y los peores memes asocian al retrato de “la maestra Elba Esther.” A saber.
El extrañísimo monumento fue encargado a un escultor desconocido no sólo por la población indígena aludida, sino por más de cien millones de mexicanos hispanohablantes que andamos como perdidos respecto del enredo étnico cultural de nuestros verdaderos orígenes, a los que también debemos añadir la sangre negra y el montón de mezclas raciales de maravillosos nombres. “Horrible”, pues, dicta el consenso. En suma: la figura no agrada, no produce alegría, no enriquece el carácter de la ciudad, no encarece la memoria de los olmecas que caricaturescamente pretende imitar. Recuérdese que la olmeca es una cultura extinta desde antes de la Colonia y de la cual sólo conocemos algunos rasgos, como sucede con tantas desaparecidas. Tlali no nos identifica, no nos reconocemos; tampoco engalana el cruce de caminos donde se pretende plantar contra la voluntad de la mayoría. En suma y a todas luces está fuera de lugar, de su circunstancia y de significación.
Tlali o Tlalli en náhuatl, Tierra en español, de pretensiones olmecas no obstante semiasiática y de intención moderna, no es otra Cabeza Colosal, como las extraídas de la Sierra de los Tluxtlas, en Veracruz, que fueran labradas en basalto en los orígenes del período preclásico (1500-1000 a.C). Sacada de la manga, Tlali es un batiburrillo condenado a convertirse en hazmerreír. Lo será, sin duda, hasta que en el futuro incierto de la sin duda efímera 4t, “otras autoridades” no mejores ni peores a las que estamos acostumbrados, confirmen su fidelidad al síndrome de la pirámide y determinen sobreponer, cubrir o quitar esta herencia bizarra. Para nosotros continuará mancillado el pedestal que ocupara Cristóbal Colón desde antes de que naciéramos. Un conjunto escultórico que aprendimos a asociar con los monumentos del Paseo de la Reforma, mismos que, por su orden, también han sido menospreciados, robados y/o agredidos en gobiernos anteriores.
Decían los abuelos que el tiempo pone todo en su lugar. Tenían razón, aunque también quita todo del lugar y nos deja sin referentes, con las manos vacías.