Octavio Paz fue, a plenitud, un hombre del siglo XX. Mejor aún: un avezado mexicano de su tiempo que supo absorber virtudes y defectos del sistema que lo formó. Desde las revoluciones rusa y mexicana, más dos guerras mundiales, el comunismo chino y la guerra civil española; luego, el cúmulo de dictaduras latinoamericanas, el estalinismo, la revolución cubana y el subsiguiente castrismo en el eje de la Guerra Fría hasta la agonía de la Cortina de Hierro, no hubo acontecimiento trascendental que no analizara ni ideología, nacionalismo o política que tuviera por ajeno a su interés, hecho aislado o accidente de la historia.
Sus detractores solían decir, para denigrarlo, que como historiador y analista político Paz era un gran poeta. El tiempo pondría a cada uno en su lugar: mientras que de los otros poco o nada sabemos, los aciertos interpretativos de Paz aún superan con creces sus errores. Inclusive en las décadas en que ser de izquierda significaba supeditación ideológica, él se atrevió a denunciar la ferocidad estalinista y el fracaso del castrismo. Fue célebre su animadversión al sandinismo y la agresiva reacción de exaltados -como Carlos Monsiváis- que llegaron al extremo de quemarlo públicamente en bulto, a la manera de los Judas de cartón, como se usaba en aquel México cerrado, intolerante y tremendamente agresivo con lo distinto y ajeno.
Distinguido entre coetáneos y colegas, su curiosidad intelectual fue total. El conocimiento fue acicate de su carácter; sin embargo, nada enturbió su habilidad para administrar y desplazarse en la cúspide del poder. En ese sentido llevó a su más alta expresión la que fuera, desde las luchas decimonónicas por la República, el porfiriato y hasta los “gobiernos de la Revolución”, una estructurada, contradictoria y fundamental relación entre intelectuales y poder, al grado de llevarlo a discurrir la “República de las letras”.
Nacionalista como los de su generación, a pesar de diferencias ideológicas entre ellos, Octavio –como en su hora Justo Sierra, Alfonso Reyes o José Vasconcelos- estuvo convencido de que sin la acción crítica de los intelectuales hubiera sido imposible sentar las bases institucionales del México moderno, incluidas las del servicio exterior. De hecho, no hay modo de entender el pasado del país si no examinamos a fondo ese matrimonio con frecuencia mal avenido pero interdependiente entre los representantes del poder de actuar y decidir y los que, por su dominio de la palabra y su forma de pensamiento, eran respetados por su aptitud para persuadir: capacidad de acción versus fuerza del pensamiento.
No obstante las contradicciones de tan peculiar vínculo de amor odio, y repulsa y fascinación, de la mutua dependencia o más bien del jaleo en cubierta entre intelectuales y políticos, roto hasta la raíz en nuestros días, se nutrió una peculiar y ya inexistente manera de presionar, advertir, orientar, reconvenir y contener los alcances absolutos del presidencialismo. Desde consejeros al oído del gobernante hasta críticos o “asesores” a distancia, a condición de no romper de manera ostensible las reglas no escritas del Sistema, los escritores que gozaban de mayor presencia social asumían la función de vasos comunicantes entre el presidente y los altos mandos, la jerarquía eclesiástica, los dirigentes empresariales y el pensamiento educado. Eran periodistas destacados y de preferencia hombres de letras quienes antes que otros percibían los rumbos cambiantes de los movimientos sociales, los desafíos internacionales y ni qué decir del eterno conflicto con los Estados Unidos.
En este aspecto, nuestra historia moderna y contemporánea sigue estando incompleta porque no se ha logrado un examen en profundidad del diálogo entre la cultura y el poder político. Al respecto, Octavio se anticipó en su ensayística con esta modalidad interpretativa y propia de la sociología de la cultura, que por desgracia apenas si se conoce y se valora entre nosotros. De haberla enseñado adecuadamente en las universidades, esta disciplina ya tendría representantes capaces de entender, estudiar y explicar nuestra compleja realidad, siempre atrás del progreso intelectual contemporáneo.
Pese a quienes no cesan de desacreditar la versión de Paz sobre política e historia, su lectura continúa esclareciendo con asombrosa lucidez los problemas nacionales, de preferencia desde la perspectiva de la filosofía social. Gracia a su curiosidad sociológica se aventuró con El laberinto en el momento en que la sociedad daba un salto mortal entre los saldos agrestes del levantamiento armado y el ascenso capitalista e institucionalizado del alemanismo. Sin tal antecedente sería imposible comprender la soledad infecunda del México actual, marcado como está por la cultura de la degradación y la violencia.
Inmersos en la psicología del delito, caímos en vez de ascender y cedimos a la bajeza lo perdido en logros del arte, la ciencia y la razón educada. La crítica y otra vuelta de tuerca pueden salvarnos, pero el desaliento se expresa con furia y la ofuscación ocupa el lugar de la justicia para dejar en libertad la proliferación del crimen. Aquí, donde los gobernantes timan y la impunidad prevalece, la sociedad no encuentra cómo encauzar su urgencia de democracia. La desconfianza nos lleva a descreer de cualquier acción emprendida a costa del presupuesto. En este proceso de descomposición un hecho es tan obvio como dramático: la desaparición de la figura del intelectual como voz, presencia respetada, autoridad moral, pensamiento discrepante, crítico u orientador de situaciones que han cedido al caos y perdido la capacidad de indignarse ante la proliferación descontrolada de actos de inmoralidad es un gran síntoma del cáncer social que padecemos.
A la pregunta de por qué, en tan poco tiempo, se multiplicaron delitos y criminales desde la cúspide del poder hasta los bajos fondos de la estructura social, contestamos que por el imperio de la impunidad. No nos equivocamos, aunque esto ocurre porque de antemano lo propicia esta anticultura que repudia, evita, deforma o simplemente menosprecia el desarrollo intelectual, artístico y moral que ennoblece a los pueblos que se respetan.
En términos culturales, México descendió hasta la ignominia en las últimas décadas. Lo que se venía logrando mediante la intervención directa de intelectuales en la obra social y política de la posrevolución ha tenido un derrumbe tan radical que las noticias cotidianas, sin excepción, se concentran en lo que en el pasado se llamaba Página Roja. Que saquea el funcionario, extorsiona y delinque el gendarme, los comerciantes timan, los narcotraficantes secuestran y matan y el que puede viola, agrede, lastima y acumula a costa del despojado, queda fuera de duda. Así también la indefensión de las víctimas y la certeza popular de que lo que menos interesa al Estado es impartir justicia y proteger a los ciudadanos. En este enredo se reproducen los vicios de una sociedad envilecida que reniega de lo mismo que engendra; es decir: inmoralidad en estado puro.
Subsanar tal descomposición no es tarea fácil aquí, donde la cultura del delito es el espejo de una realidad de la que nadie, ni siquiera los privilegiados, pueden librarse. No faltan organizaciones civiles dedicadas a denunciar los horrores que nos aquejan o a proponer soluciones que, en general, se relacionan con la triple raíz del problema: justicia, educación, descenso de la cultura y una economía de profunda desigualdad que multiplica la miseria. El esfuerzo civilizador de los pocos, sin embargo, se disipa en el fondo cenagoso que nos ahoga, por una causa innegable: para los males mayores deben aplicarse remedios monumentales y estos, para ser efectivos, exigen la aplicación de una enorme energía capaz de contrarrestar el caos.
Por lo pronto, hay que volver a la ensayística de Octavio Paz, siquiera para pensar y entender. Hay que leerlo con ojos de hoy y retomar la función de la crítica, porque de otro modo llegaremos como ciegos y sordos a un infierno peor al que padecemos.