La vida era (es) un rebumbio. El siglo XX se hundía en ciclos tormentosos, pero el machismo se encumbraba: único trofeo del orgullo cultural, maravillosamente encarnado por Mauricio Garcés. Todo temblaba en México, salvo Fidel Velázquez: impávido, de habla torpe, amenazante, voluntarioso y arraigado a la CTM como sostén del gobierno y de “la patria”. El nacionalismo era una enfermedad que se presumía con el atraso, infaltable en “nuestras tradiciones”. El ’68, era (y es) herida abierta, cifra de la realidad enmascarada y de refinar la humillación y el desprecio ante la imposibilidad de justicia. Las infamias eran (son) lugar común gracias a la indiferencia popular. Nadie, nunca, se interesaba en la mala salud del medio ambiente. Hablar de ecosistemas era extravagancia de la que nos librábamos gracias a nuestros avezados gobernantes. Resultaban inútiles las amenazas de la Iglesia porque -harta de arengas, hipocresía y pecados- la feligresía se les iba a puños. De preferencia profesores de ciencias sociales creyéndose misioneros, se presumían revolucionarios. Su lucha se reducía a empujar por el poder y primeros puestos en las nóminas. Los chavales convencidos de corazón se unían a los veteranos para botear en calles y transportes. Interrumpían clases a la voz de “¡compañeros…!”; aupados entre sindicalistas, agraristas, anarquistas o lo que surgiera, grillaban cual loros mientras afianzaban su condición de “fósiles” y futuros funcionarios que “transformarían” al país.
Las peregrinaciones mesiánicas y/o células y “grupos de lucha” hacían escala en la Secretaría de Gobernación. Con ojos y oído en estado de alerta, nada se movía (mueve) sin el índice en ristre y la orden del Ejecutivo. Huelguistas y porros pululaban y no había (hay) manera de conocer sus propósitos “desestabilizadores”. A la vuelta de los días y de los meses, de esos caldos también surgieron los okupas del auditorio Justo Sierra de la Facultad de Filosofía y Letras. Por décadas y acaso generaciones los “habitantes” tolerados allí mismo nacen, crecen, hacen negocios, se reproducen y mueren a la vista de la “comunidad universitaria”, tan impotente como tolerante con lo peor.
“Los compañeros” adoradores de Castro, de las guerrillas y/o de la occisa URSS, gustaban intimidar y doblegaban a las autoridades. Por lo bajo, los alumnos que si acudían a clases los llamaban “parásitos” y “güevones”, pero todo se movía o no se movía para seguir igual. Los muros amanecían con pintas y no eran infrecuentes las bombas “molotov”, preferidas por los trostkistas. Los ahora “fifís” eran tildados de burgueses, aunque fueran unos mocosos que trabajaban con sueldos ínfimos y usaran transportes inmundos para “salir adelante”. Abundaba una cáfila que arbitrariamente irrumpía en las aulas y oficinas universitarias “para presionar”, “tomar las intalaciones” y destruir cuanto tuvieran a mano con tal de avalar “la causa”. ¡Nadie, entonces, habría imaginado cómo cambiarían los papeles al convertirse en “dirigentes nacionales”! Así son las bromas de la política. Tanto gritar, organizar huelgas en la UNAM, vivir del cuento y dar lata les sería recompensado con creces a los fósiles que milagrosamente hasta títulos y ovaciones ganaron: el destino es generoso en estas tierras.
Generación tras generación, un libro imprimía carácter entre universitarias. Las mayores lo ponderaban como si descifraran arcanos. Pasaban las décadas y seguían invocando con reverencia El Segundo sexo. Era la Biblia. De un día para otro sus acólitas se hacían especialistas en liberación femenina y/o feminismo. Se referían a Simona para enfatizar su familiaridad con “La Beauvoir”. Invariables donjuanes, algunos maestros se apuraban a convertir de oídas a los estudiantes al marxismo-leninismo, al trostkismo o a cualquier rama de las izquierdas que salvarían al mundo de los miserables explotadores del prolerariado. Se repartía gratis el libro rojo de Mao (¡un horror!) y a discreción, se daban becas a la URSS. Las que todo entendían del amor libre hablaban de los beneficios de la píldora para no volver a abortar en rechimales inmundos. Si acaso, los diarios de Virginia Woolf y Anais Nin se entremezclaban a la emancipación sexual de Erica Jong y su Fear of Flying. Más atractivo y promisorio que el confesionario, el diván del psicoanalista superaba en popularidad a las ideologías. Hay que aclarar que solo por correo que era y es pésimo se conseguían otras lecturas, de preferencia revistas o suplementos como el New York Review of Books, Harpers, Lire, The Paris Review…
En tanto y la literatura latinoamericana capturaba a la joven población de lectores, la gran minoría que salió del país para estudiar niveles de grado daba el salto a ensayos, poesías y novelas de autores que expulsados, perseguidos y maltratados, huyeron de los totalitarismos hacia Francia, Inglaterra, Israel o lo Estados Unidos, donde publicaban en varias lenguas. Nunca se diría mejor ni más alto que el totalitarismo era el infierno, aunque para sus defensores era y es el sueño del paraíso: un mundo de felicidad, donde los de abajo se trepan, prometen la armonía utópica y fundan una religión bajo el imperio de un dios único, bueno y verdadero. Grandes nombres e inmensas obras fueron enriqueciendo, a cuenta gotas, la curiosidad intelectual de la minoría. En vez de enredarse en las sábanas voladoras de Remedios la Bella los menos buscaban la claridad gracias a Primo Levy, Sandor Marai, Hannah Arendt, Anna Akhmátova, Issaiah Berlin, Milan Kundera, Susan Sontag y decenas más que por innegables razones, contribuyeron al despertar que provocó la caída del muro de Berín en el significativo 1989: año en que, a la vez, se dio al traste con la Guerra Fría.
Si aquí se estudiara historia, otra sería la realidad. La ignorancia, sin embargo, es lo más apreciado por los autócratas. El día a día me recuerda lo que Kundera dijo en conversación con Joseph Roth: “la existencia humana transcurre entre dos abismos: a un lado, el fanatismo; al otro, el escepticismo absoluto. Y cambiar para peor es consigna de quienes juran que el Shangri-la está a la vuelta de la esquina. Pues si, el deseo es más poderoso que la fe, pero ya se sabe que la ilusión es la fuente del sufrimiento, como enseñan los budistas.