La historia de la UNAM es un semillero de contrastes, igual que el país. Por su complicación, hay que parcelarla para medio entenderla y deslindar su fortaleza y debilidad. Es obvio, sin embargo, que en la permisiva franja de nobody’s land, donde pillaje y presunta politización se fusionan exitosamente, la propia comunidad participa de su vulnerabilidad al hacer caso omiso de las transgresiones. En vez de atreverse con lo único que por encima de todo debe afianzar la calidad moral de lo que enseña, investiga, divulga y enseñorea, en los hechos y conflictos internos aplica, perfeccionada, la mexicana costumbre de voltear para otro lado y dejar que los problemas se agoten, se enquisten, se pudran, se reproduzcan, estallen o se transformen a su aire.
Al margen de la calidad académica, de la enjundia o la probidad de egresados y miembros de la comunidad, es obvio que desde que fuera derogada su Ley Orgánica, en octubre de 1933, no ha habido rector, jurista, abogado o “cráneo privilegiado” capaz de discurrir y/o ajustar procedimientos legales pertinentes -sin fórmulas de excepción- para que la Universidad no sólo pueda y deba defenderse de las incesantes agresiones de grupos e individuos, sino inclusive hacer sancionar delitos y reparar los daños cometidos en sus instalaciones.
Entre el pánico a desencadenar protestas y reacciones masivas y dizque “politizadas” -que son o así se enmascaran en la mayor parte de los casos-, se dejan crecer los problemas al negarse a actuar conforme a derecho desde sus orígenes; entre que es innegable la intromisión de partidos, facciones, camarillas, bribones, oportunistas e intereses de todos colores, fondos y propósitos; entre que invasores, activistas, detractores, peticionarios o como quieran llamárseles saben de antemano que no importa qué y cómo lo hagan porque la impunidad está garantizada; y entre que se ha torcido el mito y hasta el verdadero fundamento de la autonomía, la Universidad quedó como nudo gordiano en territorio proscrito al Poder Judicial de la República y, por consiguiente, todo está permitido.
De nada han servido denuncias, inconformidad ni análisis públicos o privados porque nada se hace por impedir, reprimir o subsanar las arbitrariedades y daños cometidos en sus recintos. Invariablemente se repite el fenómeno de complicidad o indiferencia ante reiteradas y cada vez más osadas muestras de ilegalidad. Y eso, se acepte o no, es lo que verdaderamente degrada a la Universidad. Me refiero a lista de vergüenzas que década a década se acumula como si las leyes no existieran. Sin embargo, lo de hoy se concentra en el muladar que mancilló hasta la ignominia el tristemente célebre auditorio Justo Sierra, de la Facultad de Filosofía y Letras. Durante casi 17 injustificables años ha estado en posesión de okupas de oscura biografía y peor suspicacia respecto de su actividad y modus vivendi. Impenetrable como búnker, ningún rector ni director de la facultad se ha atrevido a desalojarlo. Chiquero de intocables, si los hay, allí no entra un solo cabello ajeno a la tribu de condóminos que cohabita y se reproduce en ostensible inmundicia. Y eso ni es virtud de la autonomía ni tiene nada que ver con la libertad de expresión, de enseñanza, de investigación y divulgación de la cultura, consagrada en la Ley Orgánica.
Los derechos y atributos, la propiedad, los principios éticos y la autoridad de la institución deben estar por encima de cualquier ideología, grilla o puñado de delincuentes que pretende intimidar a una comunidad de cientos de miles de universitarios que, de menos, esperan que su casa de estudios los honre por lo que representa; es decir, los más altos valores y la fuerza moral del conocimiento porque esa y no otra es la cifra de su espíritu, la misión que le otorga sentido.
Pero así como sus agresores son intocables, también la UNAM es una suerte de tótem intocable, sagrado: nadie se atreve a criticar ni a señalar sus inmensas deficiencias; nadie a decir alguna de las muchas verdades que pongan de manifiesto sus errores, sus defectos, sus limitaciones, inclusive académicas, de investigación y de divulgación de la cultura. Ya es hora de arrancarle la máscara a nuestra "Alma Mater" (vaya mote) y atrevernos a criticarla para mejorarla, empezando por la gerontocracia que se ha adueñado de la docencia.
Estudiosa de la vida y obra de José Vasconcelos, puedo asegurar que dado su carácter y en atención a sus convicciones, habría sido imposible que un individuo o un puñado de mequetrefes, por amenazante que se ostentara, se hiciera como estos bárbaros de un auditorio consagrado a la memoria nada menos que de Justo Sierra… ¡Santo cielo! Y es que, para colmo, en este drama se enreda la mayor parte de la de por sí difícil y accidentada historia de la educación en México. Pero estos son otros años, otros mundos, otros lenguajes, otras concepciones del deber, del poder y de lo prohibido y lo permitido… Por eso es posible tal grado de impunidad, apenas equivalente a la corrupción que impera en el país.
Y en eso estamos: rodeados de “cráneos privilegiados”, como gustaba decir en su obra mi maestro insuperable don Ramón María de Valle Inclán, pero por más que brillen poco iluminan y menos componen esos talentos que pueden palparse. Y mientras al que se le antoje puede hacer de su coto un congal, la generosa no obstante laxa y necesitada de reformas “Casa de Estudios”, “Alma mater”, UNAM o como guste decirle, sigue creciendo en complejidad, funciones y población sin poder discurrir una propuesta razonable para subsanar irregularidades que no por primitivas son menos peligrosas.
Hay que decirlo, aunque duela: todo puede hacerse, venderse o intercambiarse en corredores, espacios abiertos o cerrados y paredes de la Universidad. Desde cocinar y vender fritangas inmundas a las que no alcanza ningún control sanitario hasta trapos, “joyería”, libros robados o usados y cuanto tiliche o mugre pueda imaginarse. No hay cosa, prohibida o no, que no puede conseguirse en esta “Ciudad” universitaria: única urbe en el país donde no es posible (¿ni deseable?) aplicar la Ley, a pesar de que, desde aquel sangriento 1929 y tras la histórica discusión Caso-Lombardo de 1933, quedó en claro el significado inequívoco e intransferible de la libertad de expresión y de capacidad de la UNAM para gobernarse y administrarse: valores enarbolados como su mayor conquista, pero desgraciadamente expuestos a interpretaciones aberrantes y a estúpidos alegados que encubren la impunidad.