La existencia ni es llana ni clara. Es un enigma. Hay una vida-viva en apariencia, otra imaginaria y la que se manifiesta y cobra sentido en la escritura íntima. En la primera nos movemos con soltura, la nombramos y es visible, aunque azarosa. En ella fluye lo que decimos: el habla que habla y de preferencia no dice nada o dice poco. La segunda corresponde a los sueños, es idílica; nada controla, con todo está de acuerdo y roza la perfección, lo insondable. La tercera es la región inexplorada; espejo del genuino escritor de diarios. Está reservada a la tinta en libertad. Su espacio es tan de repente y caprichoso que acepta lo que sea, desde poesía e ideas brillantes hasta banalidades como ésta: “Remolona, accedí a visitar a X. Su biblioteca es un muladar: tazas sucias, periódicos, papeles amontonados, libros tirados, basura, botellas, fetidez… No lo soporté. Salí huyendo. Jamás lo volveré a leer.” Otro día, cosas así: “En Valle de Bravo, el expresidente llegó pavoneándose a la piscina con un calzoncillo mínimo. Su cuerpo era horrible, pero se creía atleta y don Juan. La impostura es lo suyo. Observé lo que había que mirar. En realidad, lo exhibía. Pura simulación. Entendí por qué fracasó al gobernar. La política tiene sus puntos de vista.”
Creo que mi padre fue el primer muerto que vi tan de cerca, tan a detalle. De rosada su piel cambió a verdosa en segundos, cuando abrí la ventana. “¡Quién lo hubiera creído! Tan guapo él, tan eterno y pagado de sí mismo”. De persona pasó a estuche vacío. Esa madrugada escribí que la mortalidad es una sombra que nos persigue desde la cuna. Todo Freud estaba tendido ahí. Lo entendí de golpe. No pude más que pensar que, en un suspiro, todo pierde su gravedad; pero al releerlo, el pasado cobró sentido.
El diario íntimo es como el soliloquio o la revelación de un secreto: atrae mensajes recónditos, sin orden ni congruencia. Insomne, su lenguaje interior pide ser registrado. Su murmullo absorbe una imagen, una sensación o la taquicardia que retumba hasta hacer saltar los ojos. Cuando la mano se suelta sobre la hoja, las palabras nos burlan, se mandan solas. Voz perturbadora y la más pujante, llevó a Freud a fundar el psicoanálisis. Esta vida del revés es la que se expresa en los diarios, en la escritura automática y en tropiezos confesionales, donde todo es real e irreal. Únicamente allí, entre la letra/libre y la letra/abierta, resuena a su aire T. S. Eliot: And all is always now, mientras escribo all is just fleetingness y comprendo todo, aunque no me lo explique. Fugacidad es su signo. Voz profunda, disipa lo que creemos saber a cambio de decir lo que ni siquiera creemos ni pretendemos mostrar. Es necia esa vida-en-papel. Invariablemente agita a las Furias. Nos despierta en el mejor de los casos; en el peor, por espontánea, abunda en párrafos que nos meterían en problemas.
Al inmiscuirme en diarios ajenos, a pesar de estar publicados, he llegado a creer que montones de descripciones y pasajes a vuelapluma actúan como moiras de nuestro tiempo: provocan remordimientos y hacen pagar las faltas de sus autores con culpas y tormentos. Abundan dudas, lamentos, contradicciones, filias y fobias: los peores jueces de si mismo. Así la dura afuera y quebradiza adentro Susan Sontag. Con facilidad se llora no por lo padecido, sino por lo no hecho ni decidido o permitido: una íntima vergüenza se pone a prueba en cada línea, igual que la difícil generosidad de perdonarnos. En fin, que la parte sombría que nos habita fluye en la escritura de los diarios. Por eso nos atraen y nos espantan, porque son la puerta que nos lleva al otro lado, el que se calla, el que sólo los avezados traspasan. Me refiero al mundo oculto, al reservado a los diarios/diarios, no a registros amañados ni a cuadernos de notas, como tantos hay que esconden más de lo que muestran y sirven de excusa para quienes fantasean su “pequeña eternidad personal”.
Único reducto en el que todo es posible, allí la verdad es ficticia y la ficción verdadera. En este recoveco cabe un Kafka empeñado en la claridad, el que se niega a trasmutar en cucaracha. Lo frecuenta también un F. R. Burton tan lúcido y sobrio que se convierte en otro. El diario es un ir y venir, avanzar y retroceder; abatir, construir y destruir. Deja de ser vaivén cuando la voz interior se transforma en signo. Confesionario, lamento, mirador y santuario; irracionalidad, emoción y sabiduría. Inclusive las partes más negras del ser nos remiten, compasivas, al sentimiento de humanidad. No es extraño que Virginia Woolf fuera a cabalidad Virginia en sus cahiers, a pesar de que ni en ellos se atreviera con su “secreto”, la cifra de su tormento. Se llevó a las marismas ese algo suyo que desearíamos saber, lo que ninguno de sus libros subsanó, pero avivó su misterio. Y también es revelador el Thomas Mann del journal, donde no temía abundar en indicios de homosexualidad ni en su pasión por los púberes. Visconti no habría logrado tanta ni tan intensa belleza en su adaptación de La muerte en Venecia de no haber escudriñado las páginas íntimas: el lado contrario de la novela. Es explicable que se publiquen estos reductos privados tras la muerte de sus creadores. Tal la materia y el valor de los diarios: dejar que todo se nombre, ceder al absurdo o a lo ignoto y aun atreverse con el vacío sin vaciarlo, sin decirlo como algunos esperarían al leerlo.
Todo cabe en su vecindad arbitraria: lo razonable y lo absurdo; lo necio y lo luminoso; la confesión, las fantasías, lo voluptuoso, el miedo, el lamento o las represiones. Allí gusta darse a notar un desfile personajes que algo remueven, aunque sean irreales. Me asombra la muchedumbre que circula en mis páginas. Unos cuantos se instalan como si nada y se adueñan de mi estancia en el mundo. Así el frecuentado W. G. Sebald, el puntilloso Proust, el amado Pessoa o la adelantada Alexandra David-Néel, experta en deshacerse de estorbos para reinar en su autonomía. Tenía razón: los prejuicios que hacen infernales las relaciones deben desaparecer. Le bastó un ratito de matrimonio para salir huyendo hasta las cumbres de los Himalaya. Ella, como María Zambrano, supo que un día se impone la levedad y comienza el alborear. No que, como el alba, de pronto estalle la aurora y la belleza nos ilumine o nos posea. No, es que los tránsitos de luz se parecen a las palabras cuando en lo más apretado de la oscuridad un rasgo anticipa la claridad; entonces, sin sospecharlo, experimentamos lo sagrado. Es un instante, el decisivo, el que nos llena de felicidad y sentido.
Estaba esta mañana por cierto dispuesta a escribir no se qué bobera en mi diario, cuando a mi lado vi el libro abierto de Wislawa Szymborska en “El sueño de la vieja tortuga”. Sonreí: “Difícil saber quién es quién por fragmentos…” Difícil saber quiénes y para qué somos lo que somos. Así la fugacidad, el sinsentido o el sentido de la vida, según se la quiera mirar. Observo por la ventana el nerviosismo del colibrí y confirmo que sí: la fugacidad es hermosa, más bella aún cuando atrapada en un instante de luz.