“No soy yo”, “yo no fui”: apareció en letras grandes al pie de una fotografía archiconocida. Era Ovidio, el tristemente Ovidio y multicitado “Chapito”, suelto una vez por la gracia divina y cogido de nuevo por la mano que no perdona. En su carita tan de bobalicón, taimado, simulador o sinvergüenza “que desde niño quiso ser narco”, se adivina la pasión por las máscaras del mexicano. Con un par de relicarios de trapo colgando del cuello, al ser retratado parecía dejar en manos de Dios o de sus santos representantes el montón de horrores que le atribuyen: liderar a “los Chapitos” del cártel de Sinaloa, controlar con su hermano la Organización Criminal Transnacional Guzmán López, poseer lucrativos laboratorios de metanfetamina de amplia distribución nacional e internacional, ordenar la aniquilación de informantes, de algún enemigo o rival y hasta de un cantante que se negó a actuar en su boda. En suma, una peligrosa sabandija a imagen y semejanza de su padre, encarcelado a perpetuidad en Estados Unidos, donde quizás permanezca imposibilitado de repetir el escapismo que lo afamó por huir aparatosamente de prisiones de alta seguridad.
Por fin detenido al inicio de 2023, durante el violentísimo culiacanazo que según la prensa dejó 10 soldados y 19 “presuntos” delincuentes muertos, con celeridad inusual siguió al “operativo” el anuncio de extradición: lo más temido por el narcopoder “de acá, de este lado”. Así que el “Chapito”, al que por su destreza también apodan “Ratón”, acudió al recurso de lo que mejor se hace en su tierra, desde generaciones atrás: simular, pretender ser otro o al menos parecerlo mediante las tretas de no-identidad atribuidas al repudiado mestizaje. Imposible no asociar el fenómeno con el de los pachucos, inventores de una identidad efímera que trasmutó en la narcomoda, con todos sus atavíos y gustos por el espectáculo: desde las camionetas y cadenas de oro, hasta las camisas coloridas, las “novias” operadas y ataviadas a tono, consumidoras de prendas de firma y jaladoras a dónde y para lo que se requiera, sean narcofiestas con músicos en vivo, viajes o resguardos en tiempos de riesgo.
Para desgracia de Ovidio y de los protagonistas del “no-soy-quien-soy”, el drama de auto negarse y desear ser otro o al menos parecerlo fue una de las dianas de Octavio Paz. Hoy no es lo mismo, aunque persista lo igual: ya sabemos que de eso se trata nuestro surrealismo. Se podría creer que el pachuquismo no tuvo descendencia, pero es indudable que todo evoluciona a tono con los tiempos. La caracterología delicuencial no es excepción, especialmente si reparamos en la manera como se dan a notar los estilos y sus lenguajes que, al través de la violencia y la intimidación, imponen en nuestro entorno las organizaciones criminales. Provenientes ambos de bajos fondos y de preferencia analfabetos o casi, así como los narcos son de su tierra los pachucos se hacían tras haberse asentado como inmigrantes en las zonas fonterizas de Estados Unidos. Ambos se forman su propia “identidad a medida”, ajena absolutamente a la aceptación del yo.
Para empezar a descifrar este enigma que el propio Chapito ha retomado con la intención de zafarse del entuerto que lo identifica a su pesar, recordé las observaciones de Paz. Comenzaban los deslumbrantes años cincuenta, cuando el pachuco ni era de aquí ni se confundiría con los norteamericanos de allá. Párrafos como éste, en El laberinto de la soledad, son actuales: su dandismo grotesco en vano disfrazaba al clown impasible y siniestro, que no intenta hacer reír y que procura aterrorizar. Esta actitud sádica se alía a un deseo de autohumillación, que me parece constituir el fondo mismo de su carácter: sabe que sobresalir es peligroso y que su conducta irrita a la sociedad: no importa, busca, atrae la persecución y el escándalo. Sólo así podrá establecer una relación más viva con la sociedad que provoca: víctima, podrá ocupar un puesto en este mundo que hasta hace poco lo ignoraba: delincuente, será uno de sus héroes malditos.
No es ningún misterio que el pachuco está extinto y superado por diversas tribus urbanas y chicanas. Ante la evolución de la canalla su peligrosidad amañada nos parece ridícula. Por rica y extravagante que fuera su “identidad” adquirida ya no interesa a nadie, ni siquiera a los escritores. Los parentescos respecto del fondo son sin embargo innegables. Lo de hoy es otra forma, más radical y peligrosa. Es la hechura fuertemente armada de los narcos, la narcocultura, la inteligencia artificial, la ingeniería, la química, el sobrevalorado metaverso, los acuerdos políticos, las negociaciones, las complicidades y las componendas, el lavado de dinero y las inversiones de miles de millones de dólares. Los padrotitos pachucones eran de navaja, disfraz y bronca pronta; los dueños y comerciantes de la droga, aunque igualmente forjados en el peor y más desalmado machismo, suplen su falta de identidad con el pragmatismo del dinero, los vehículos, las armas y el uso de alta tecnología. Agréguese la exigencia de discurrir tretas para ocultarse a discreción y, de manera simultánea, hacer sentir su inmenso poder a gran escala. Su gusto por gastar, ostentar, azuzar y lucirse en corto no difiere en lo esencial de estos dos productos del ancestral y todavía sin resolver problema de identidad de un tipo peculiar y obligadamente acomplejado de mexicano.
Así que, al menos en apariencia, el destino del “Chapito” que según él es pero no es quien parece ser está en el aire. Esta faramalla me ha llevado a la conclusión que la era digital ha dado al traste con las máscaras. Cada individuo puede dudar de quién es en realidad, pero siempre e invariablemente la mirada del otro lo descubre y lo identifica. Así que a su pesar, Ovidio el de Culiacán -que no el poeta de Las metamorfosis y El arte de amar-, es el que reconocemos en la única fotografía que no disfraza su lado oscuro, por más relicarios que se cuelgue y por más que se diga que, en su infancia, pasó por las aulas del CEYCA, de los Legionarios de Cristo.