Vivir no es cosa fácil. Si lo fuera no habría filósofos, religiones ni adivinos; tampoco psicoanalistas, psiquiatras, médicos ni terapeutas. Aunque nadie se libra de la sanción divina, las dificultades no son las mismas para todos. El factor social es tan importante que ya no es un secreto afirmar que la desdicha es más recurrente en regímenes opresivos. La realidad es dura, demasiado dura y con frecuencia difícil para ser soportada. Hay que reeducar el pensamiento y la conciencia de nuestra situación en el mundo para no doblegarnos al miedo, a la violencia y la agresión que constantemente recuerdan que la muerte está al acecho, en manos de enemigos furtivos.
Aunque varían la intensidad y los modos de administrar ramalazos de la mente, de las emociones, los sentimientos y el cuerpo, la presión externa existe realmente y en varios aspectos supera nuestra destreza para vencer obstáculos. Cada época discurre sus estilos de prodigar y experimentar desdichas. La nuestra añade la publicidad y la manipulación del deseo para incrementar la frustración y el sentimiento de fracaso. La infelicidad, sin embargo, es inseparable del destino. A partir del estigma del pecado original el sufrimiento cifró ésta, una tantas amenazas cumplidas del Padre del cielo cuando castigó a las criaturas por querer igualarse a Él. Existe la duda, no obstante, de si el mal que se aloja en el alma humana fue incluido por Lucifer para que, al tener que valerse el Hombre por sí mismo, fuera por siempre imperfecta la obra de Dios. ¡A saber!
Íntimas y externas, entre las causas del sufrimiento destacan el Mal, las pasiones y sus derivados: violencia, terror, explotación, injusticia, codicia, celos, envidia, enfermedad, frustraciones carencias, duelos, desamor, abandono y fatalidad. Su poder devastador es incuestionable: desesperanza, confusión, tristeza, miedo, inseguridad, falta de autoestima, impulso de muerte… Sufrir, y sufrir varias veces por las causas que sean, es una de las condenas de nuestra condición, lo cual contradice “estar hechos a Su imagen y semejanza”. Hasta donde el conocimiento y la razón permiten inferir, el Creador, el Padre, el Único Uno o la divinidad no padece los males que a nosotros nos aquejan precisamente por no ser como Él. Así que, puesta a comparar nuestra desventaja vital, no hallo imagen ni parentesco o semejanza posibles entre Dios y la humanidad.
Era parvulita cuando una monja, en riguroso hábito blanco y negro y con la autoridad de la inconmovible Iglesia preconciliar, narró al grupito de niñas el episodio de la Caída. Horrorizada con el ángel rebelde, el dedo de Dios, la serpiente y con la realidad que aguardaba a la primera pareja y su descendencia, supe de qué estaban hechas las pesadillas. Desde entonces, la expulsión del Edén encabezó el listado de sucesos que, esencialmente humanos por sus numerosas bajezas, no solamente fueron consagrados por el Antiguo Testamento, sino repetidos y superados, generación tras generación, para demostrar que ser arrojados de la patria, entre otras crueldades, es costumbre arraigada y fundamento de la historia. Sufrir y causar infelicidad es tan inherente a nuestra naturaleza que inclusive los pequeños se desafían entre sí, se lastiman, se humillan y se provocan aflicción deliberadamente al incluir el conflicto como parte de sus juegos. Para mi, lo más difícil de entender ha sido el ensañamiento de los humanos con sus semejantes y con cuanto esté vivo en general.
Mucho antes de interesarme por la mitología, La Biblia me hizo pensar el sin sentido del sufrimiento, no obstante existir como parte de la Necesidad: primer peldaño del absurdo, nutriente de la fe religiosa y cuestión indivisa del filosofar. La infamia de Caín, la frustrada aspiración de Menrod y la subsecuente destrucción de la Torre de Babel, el sacrificio de Abraham, el éxodo, la ferocidad de David y no se diga del sinfín de infidelidades, traiciones, engaños, deslealtades, abusos, mentiras, invasiones y despojos son apenas antecedentes lo que se volvería rutina y motivo de guerras y enfrentamientos en Oriente y Occidente. Con la vara divina glorificando el mando, la vida ha transcurrido en el mundo dividida entre víctimas y victimarios.
Decisiva en mi manera de entender el enredo de luchas perversas y consternaciones de preferencia evitables, la literatura apareció como regalo profano para contrastar la suprema idea del castigo. Sin embargo, en vez de equiparar la mitología y la ficción a las obligadas lecciones de Historia sagrada, éstas me enseñaron el significado de la retorcida omnipotencia del padre como causante de la desdicha y del dolor humano. De golpe tuve que aceptar que lo tremendo y supremo era ineludible, como el sufrir. Tal aprendizaje, inseparable de la obcecación religiosa que dominaba ésta y la otra vida, facilitó mi comprensión del Poder –un poder cerrado y masculino- y la inevitabilidad del feminismo como vía de acción liberadora, a pesar de los obstáculos reales y casi infranqueables que limitan la voluntad de las mujeres.
Fanatismo religioso, verdades inamovibles, totalitarismos, padres autoritarios, dictadores, tiranos, amantes, esposos y regímenes opresores, comunidades y sistemas cerrados, el poder de pillos y criminales y la vasta gama de portadores de desdichas ancestrales se han reproducido, multiplicado y sofisticado desde las organizaciones tribales. Nunca ha desaparecido el impulso de lastimar, vejar, degradar ni aniquilar al otro. Sin embargo, milenios de historia no sirven de escarmiento porque nuestra especie tiene el vicio de repetir sus errores y repetirse en sus bajezas. No hay pasado mejor, sólo más información del Mal en la actualidad. Varía el estilo de verdugos y torturadores, no el dolor de las víctimas. Veo a miles de migrantes que avanzan por territorios inciertos y pienso en las destrucciones causadas por los persas, los egipcios, los romanos, los cruzados, los colonialistas e invasores de todos los tiempos. Leo cuán dramáticos son los informes del hambre en regiones del África, de Asia, en Haití o nuestra América y vuelvo a sentir la misma y profunda tristeza causada por el repaso de genocidios, violaciones y agresiones tan despiadados como los cometidos por Aníbal o Gengis Khan y, más acá, por los regímenes de Hitler, Stalin y el inacabado desfile de dictadores y tiranos.
No hay ni ha habido poderes inofensivos, de ahí las batallas por los derechos y libertades. Tanto en lo público como en lo privado, la historia del sufrimiento es inabarcable. Quizá tenemos un íntimo registro sutil y finísimo que anticipa algo adverso aún innombrado, pero a poco estalla en ansiedad, dolor, angustia o tristeza profunda, aun en tratándose de cuestiones políticas. La mente y el cuerpo intuyen cuando eso está por venir; sin embargo, sólo los más avezados leen sus entrelíneas y saben cómo dirigir emocional y racionalmente la avanzada de la consternación.
Cuando la desventura se adueña de nuestra indefensión se acentúa la dificultad de hacer casi cualquier cosa. Me refiero a la depresión, pero cuando se trata de los pueblos, el conflicto exige pensamiento y acción para no caer en la violencia tantas veces repetida. En lo individual, los sentimientos se alteran con dolor, aflicción, tristeza, sufrimiento, ansiedad, desesperación, melancolía; es decir, la desdicha inmoviliza e incrementa la certeza del fracaso. Es un compendio de emociones negativas que, concentradas en el vientre, se disparan hacia arriba y a los lados para zumbar en el oído, alterar la respiración, bajar la temperatura corporal, soltar lágrimas enredadas a la congoja, incrementar el desaliento y “el nudo en la garganta” mientras crece la impresión de haber perdido el piso y el norte vital. En casos agudos aparece un cosquilleo intenso en la nuca acompañado de cefaleas, insomnio, pérdida de apetito y/o tendencia a la falta de autoestima. Ni insomne ni despierta el estado es apto para razonar porque el abatimiento nos disminuye. Si esto es en lo individual, la desdicha es el perfecto instrumento de dominio de los pueblos subyugados.
Hay que agradecer la invención de remedios terapéuticos y farmacológicos para mitigar el sufrimiento. Respecto de lo social, las curas exigen remedios mayores, como la educación. Lo que nos hace mejores personas o sociedades es la monumental concentración de energía, razón, inteligencia emocional y voluntad dirigida que se requiere, primero, para soportar la situación infernal; luego, para sobreponerse a las consecuencias inseparables de cualquier flagelo y retomar el rumbo y la acción positiva. Sufrir es tan horrible que sólo se explica como castigo divino y el Mal como obra de Belcebú. Penar por uno mismo no es más ni menos ventajoso que penar por otro u otros.
La edad, el conocimiento de ciertas cosas o la experiencia nos dotan de una extraña capacidad para darnos cuenta no solamente de cuán difícil es vivir, sino del montón de torpezas, ofuscaciones y estupideces que causan mucho sufrimiento. Una buena cantidad de causas de desdicha son evitables, pero el hombre es el hombre, es el hombre... Por ejemplo, siempre, siempre me ha conmovido la imposibilidad de nuestra América para levantarse de su postración, pero el dolor que me causan México y su historia de derrotas es a veces insoportable e inclusive enojosa. No puedo dejar de asociar un ancestral espíritu de sacrificio colectivo al complejo de derrota de los vencidos que, en su ofuscación, se ufana de su incapacidad para valorar y hacer suya la grandeza.