Cuando me planteaba quedarme en definitiva en el extranjero, quiso el destino probarme y me trajo a México. Sin tardanza me lanzó en esta tierra a los dominios de la Gorgona para templar mi carácter. A diferencia de Perseo, sin embargo, no tuve guía ni ayuda para sortear sus embates. Tampoco un saco para esconder la cabeza del monstruo, ni espada y mucho menos algo que me acercara a los atributos del héroe, pero me armé de ánimo, me concentré en lo mío y sobreviví como pude en un ámbito que no me pertenecía.
Mi relación con la política y las letras comenzaba y concluía en las lecturas. Ni siquiera en la Facultad, donde había priístas y aspirantes a serlo a puños, me interesaron los intríngulis del poder, a pesar de que fueran visibles sus alforjas rellenas de mañas. Tampoco conocía a ningún escritor, pero tenía muy claras mis simpatías, diferencias y antipatías por estas o aquellas obras. Al caer en este universo supe de qué se trataba la verdadera complejidad, lo sombrío y contradictorio del ser. También, desde mi trinchera, observé de qué son capaces los chapuceros, los codiciosos, las máscaras del miedo y el desesperado afán de trascender que empuja a algunos a hacer lo que sea para asomar la cabeza.
Situada frente lo desconocido, no tuve para dónde arrimarme: no se si elegí porque la mente es complicada, pero el destino tenía sus planes. Curiosidad me sobraba, igual que el afán de conocer cómo era el mundo más allá de mi pequeña esfera; en este caso, el de los que, a duro que dale, se apiñaban bajo el rubro de intelectuales, cuando serlo o creerse era una categoría tan superior y codiciada que hasta había una “República de las letras”. Así que tras descubrir que dondequiera hay jerarquías, exclusiones, intrigas y clases, y más aún donde se presumen de izquierda, decidí mantenerme con el ojo en alerta, abrir mi diario, escribir y ser testigo participante.
Como en los viajes sin ruta, todo fue nuevo: las cofradías, los rebaños, envidias, plagios y malas leches, las frustraciones, los enredos y las patadas en los tobillos, una incesante y angustiosa maledicencia y, desde luego, el oscuro manejo de la prensa. Comprobé cuán peligrosa y hasta letal puede ser la palabra, peor cuando se dispara con imaginación. La mayoría crecemos en cotos cerrados, y aunque las lecturas y el cine pongan a nuestro alcance historias ajenas a la experiencia, al enfrentar lo real adquirimos los verdaderos aprendizajes. Transitar por un medio donde la mayoría de menos me doblaba la edad y algo más me permitía no solo ver de otro modo lo mismo, sino ser vista con recelo o deseo. Mi situación, por ser “distinta”, me permitía estar sin pertenecer allí donde cada uno se creía superior al otro, a saber a cuenta qué.
A diferencia del club de notables que hablaban, presidían y caminaban como Sócrates redivivos, nunca antes supe de nadie que anduviera a los empujones para ser notado o, al menos, para sentirse o demostrar a sabe Dios quién que su lugar, su verdadero lugar, era el Panteón de los Inmortales. Aquí se respiraba un sentimiento de pertenencia al Olimpo. “Será porque todavía no se dan cuenta de que por fuerte que sea o se crea un hombre o un dios, siempre llegará otro más poderoso que él -me decía para mis adentros-”.
Salvo escasas y muy efímeras excepciones que apenas dejaron huella, “el duro deseo de durar”, que dijera Paul Eluard, no era extensivo a las tentaciones femeninas. Accesorias en su totalidad, a ellas se las veía como “medida” del cónyuge, si acaso útiles para la infraestructura social y doméstica. Entre la inmensidad de la supremacía masculina en posesión del pensamiento, el poder, la prensa, las editoriales y las artes y el esfuerzo de abrir fisuras selladas a piedra y fuego, las mujeres del último tercio del siglo XX, sin distingo de edad, formación u oficio, estábamos lejos de sentir el inocultable apetito de eternidad de hombres de estatura y cabeza desigual. Solo la “China” Mendoza tenía la osadía de ir de aquí para allá tratando de medirse a su manera con Virginia Woolf. Abrumadora, hablaba en demasía y, entre burlas y veras, brincaba a terrenos pantanosos al grado de autoproclamarse acreedora del Nobel, con todo el garigoleo verbal de que era capaz.
Juanito Rulfo, a quien el silencio se le daba tan bien como el ensimismamiento, era de los pocos –por no decir el que más- que quizá por andar entre fantasmas no padecía la enfermedad de “sí mismo”, que afectaba a los “cráneos privilegiados” de Valle-Inclán. En cambio, y a diferencia de los infaltables “hombres del sistema”, los escritores y periodistas de la talla de un Julio Scherer no dudaban en declararse “dueños de la información estratégica”. Al calor de las copas gustaban desacreditar a discreción a éste o aquél que “sufría vértigo de altura cuando trepado en la banqueta”. Mutuamente se atraían, se procuraban y disfrutaban las mieles del poder desde sus respectivas tribunas, dando y tomando ventajas que cada uno atesoraba. El espectáculo era invaluable: se veía con claridad quién tenía la destreza de preparar la victoria y asegurar el poder, cuáles eran las condiciones de las lides y quiénes y cómo estaban dotados no para controlar por la fuerza, sino por ingenio o astucia. Y el intercambio de favores era inequívoco. Todos dominaban las reglas no escritas: se cobraban y se pagaban bien, como saben hacerlo de ida y vuelta los conjurados.
Si los funcionarios tenían la opción de “caerse hacia arriba” para salvarse por los pelos de la desgracia o de situaciones críticas, a los escritores se les aplicaba el ninguneo o la burla más cruel cuando caían de la gracia de los administradores de famas e infamias. Eran años de mucha actividad social; pero, sobre todo, de mucho poder: poder tangible, esquinado o sutil, inclusive extensivo a terrenos movedizos. Poder de poder, de hacer o de no hacer y de tener. Durante cenas y comidas interminables escritores, artistas, periodistas y políticos que pululaban entre la política y las letras se aplicaban a encantarse mutuamente, inclusive con diplomáticos y jerarcas del clero, que nunca faltaban. Si Paz –el supremo Zeus- estaba presente, la cosa se complicaba, pues era difícil que los demás rivalizaran con él, a pesar de tremendos esfuerzos para atraer su atención.
Era un deleite observar cómo se hinchaban los muros por la presión del montón de egos que cerraba filas para que ninguna mujer se infiltrara en sus conversaciones. Interesada, observaba a distancia a éste o aquél aguardando si no una revelación, siquiera que los demás lo tomaran en cuenta. Dos o tres se alejaban para intercambiar confidencias que a poco podían infiltrarse a las noticias o adquirir importancia porque no se publicaban, aunque se susurraban durante el muy frecuentado correo de secretos: ya se sabe que la discreción no es virtud mexicana. Ésta y la muy singular costumbre de hablar “en corto” fue la vía más directa para sostener una estructura piramidal tan ceñida y eficiente que, como “sistema”, se sostuvo durante décadas. Hay que aclarar que en aquel torneo de agudezas, conversaciones brillantes no faltaban. Diverso, múltiple y sorpresivo, a pesar de las repeticiones, existía este recurso que desvelaba el nervio del poder. Algunas cabezas singulares entendían la importancia de acceder al misterio y lo aprovechaban de maneras distintas. Casi nadie, sin embargo y como el avezado Paz, conoció al detalle la guarida y las tretas del Ogro filantrópico: allí está su obra monumental para probarlo y testimoniar, para todos los tiempos, que no hay saber desdeñable.
No pasaba demasiado para que se diera a notar el quién es quién y, si con algún presidente en turno, el rito del poder tambaleaba entre la seducción de la palabra y la absoluta capacidad de mandar: dos orillas mutuamente atractivas que competían entre sí por el pedestal en sus campos. Algunas figuras emblemáticas destacaban en ambos bandos. Era el tiempo en que la inteligencia y la cultura se apreciaban casi tanto como el poder. Había hombres notables de pensamiento y acción como don Jesús Silva Herzog, Jesús Reyes Heroles, José E. Iturriaga, Arturo Gonzáles Cosío o algún otro de talla similar que ahora no nos cansamos de extrañar.
El medio, sin embargo, era feroz. Había que refinar una forma particular de inteligencia o prudencia astuta para no ser aniquilados por aquella aplanadora. Aunque la mayoría estaba enfermo de sí mismo y de donjuanismo, era prácticamente imposible que una mujer, cualquier mujer, obtuviera algo más que las impostadas, abominables y cursis cortesías caballerescas. De equidad, ni la sombra. Esposas, “compañeras” o convidadas, nosotras éramos prescindibles.
Con la explicable autodestrucción del “sistema” y de su peculiar estilo de seducir, la alternancia entró a saco para abolir no sus defectos –que eran muchos y monumentales-, sino lo que de valioso había procurado el PRI en la vida cultural del país. Desaparecidos aquellos intelectuales, más y peor ha venido a triunfar el signo de lo anodino, lo burdo, lo infecundo, común y carente de imaginación. ¡Cuánto echamos en falta a Octavio Paz y aquellas voces que se alzaban y eran atendidas! Siempre es mejor un soberbio con talento que el batallón de egos mediocres, sin gracia ni ideas.