Lo bautizaron con el nombre del padre: Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno. Entre los ires y venires del infortunado matrimonio, a la madre tocaba parir un hijo por aquí y a otro por allá, dicen que por tanta violencia causada por los rebotes de la revolución. Juanito contaba que a él le tocó nacer un 16 de mayo de 1917 en la casa familiar de Aculpo, una suerte de no-lugar de Jalisco, el estado mexicano más pródigo en talentos, especialmente escritores. Registrado en Sayula, vivió sus primeros años en el poblado de San Gabriel, donde en 1923 el machote y pendenciero Guadalupe Nava, hijo del presidente municipal de Tolimán, “por aquello de quítame de ahí estas pulgas” asesinó a su padre de un tiro que le entró por la nuca y salió por la punta de la nariz. Tres años después, en 1926, la joven viuda, María Vizcaíno Arias, seguiría a su marido cuando durante el sueño o de repente, sintió un dolor en el pecho y se murió.
Entre la orfandad, tíos asesinados y no pocos parientes tocados por el signo trágico, Juan Rulfo vivió cercado por la muerte. Gracias a su genio, la convirtió en cifra de su escasa, aunque monumental literatura. Introvertido, pausado, susurrante, a veces hablaba y a veces no. Lo que se dice amigos, no fuimos amigos, pues conocerlo primero en el Centro Mexicano de Escritores donde solo hablaban Salvador Elizondo y Francisco Monterde -Salvador para denostar y “don Panchito” para matizar-, y después compartir con frecuencia la mesa del café indistintamente en la librería de la Avenida Insurgentes, casi esquina conBarranca del Muerto, o en la de la Glorieta de la colonia Guadalupe Inn, en realidad nos convirtió en un par de amantes de las letras que con cierta regularidad intercambiaban algunas voces entra la pausa y el silencio.
Quizá desde que fue una criatura al cuidado de su abuela y su tía Lola, vivió fuera de lugar. Sospecho que a campo abierto, de preferencia entre cerros y alturas que le gustaba caminar, él se sentía más él, en armonía con sus fantasmas. Solo de los otros, aun estando con gente, se le notaba en otra parte, aunque al decir de su gran cultura vivía con el ojo en alerta y el oído dispuesto a captar lo que le interesaba; lo demás, no. Sobre el ojo avezado, dejó una genial constancia como fotógrafo; y del oído, pues sin su agudeza auditiva le hubiera sido imposible inventar un habla que siendo el habla que habla el terruño más puro no es, en rigor, la lengua del campesino ni la del decir más indígena. Leerla es sin embargo oírla y reconocerla: será el tono, la pausa, el giro o el modo tan único de situarse en el mundo, pero lo cierto es que, como nadie, Juan recreó la esencia del mestizaje que vaga en los siglos sin rostro propio y viviente, tan viviente como pueden y deben serlo los que pueden decir, como el Quijote en su delirio, “Yo se quién soy”, y por consiguiente, tienen un lugar en el mundo, aunque sea el imaginario.
En eso consistió el genio de Rulfo, en darle habla, espacio y rostro al mexicano aquejado de falta de identidad. Tuvo la gracia de captar el espíritu, un carácter casi intangible, la esencia del pueblo que no ha dejado de ser lo que ha sido y que, sin embargo, el tiempo y nuevas vilezas ya han transformado sin haberse reconocido.
En la vena de El llano en llamas se toca la superstición ancestral, la más sombría influencia del clero que atizaba los ánimos de la feligresía para más y peor ensangrentar la Cristiada y los pasajes extraños entre la locura, la religiosidad, el peso violento del padre y la muerte que los mexicanos tenemos por señas de identidad y que son la sustancia y el escenario de Pedro Páramo.
De la Cristiada no entendí nada de nada –me dijo una vez, al referirse a su infancia y al universo que lo dotó (o lo despojó) de sentido-. Que fue una rebelión estúpida, llena de atrocidades que dividió a México en dos bandos de odio y dejó muchas víctimas -agregó. En entrevista para la televisión española, no lo pudo decir mejor, a pesar de su natural cortedad: “Entonces viví en una zona de devastación. No solo de devastación humana, sino devastación geográfica. Nunca encontré ni he encontrado hasta la fecha, la lógica de todo eso. No se puede atribuir a la Revolución. Fue más bien una cosa atávica, y una cosa del destino, una cosa ilógica.”
En realidad y en abono de su observación, la violencia distintiva del mexicano siempre ha sido ilógica, aunque no menos feroz. Un día estalla sin más, sola o en masa, como la emprendida a partir de 1910, y la Bola de Azuela, Rafael F. Muñoz y Martín Luis Guzmán crece, cambia de bando, se ensancha y se modifica hasta degradarse y destruirse sin dejar nada atrás. Hasta parece que hay una atracción fatal por ese estallido de sangre que, de tanto en tanto, aglutina a los de abajo y los vuelve feroces agentes de la autodestrucción, de la imposibilidad de ascender a niveles superiores de cultura. Así el ámbito genialmente rulfueano, pues la misma masa intemporal atrapa, como en la Cristiada, a peones y aparceros a los marginados que indistintamente abultan las peregrinaciones que los mitotes, “la santa causa”, los motines o la toma de carreteras. Ese es el hombre detrás del personaje que Rulfo extrajo del revés de lo aparente y le puso rostro y nombre para que los demás lo reconociéramos.
Con el eterno cigarrillo entre los labios, al observarlo yo imaginaba el enfisema ennegreciendo sus pulmones. Despreocupado de eso y de todo lo demás, Juanito dejaba caer la ceniza en el saco o en el pantalón de casimir. Sin dificultad miraba largamente al vacío como si allá lejos, en sabe Dios cuál hondura del ser, estuviera la voz, el sentido o la luz capaz de disipar la penumbra de su alma. Como pocos conocía la cultura brasileña y no menos sorpresivos eran sus autores alemanes. Al verlo eternamente triste, con su carga de sombras y murmullos, apenas audible y tan cabizbajo que me hacía pensar en la melancolía medievalista, inevitablemente recordaba el pueblo/pueblo de mi Jalisco natal. Si bien eran infaltables esas imágenes del polvo, del rebozo, del sombrero y pies descalzos, tales figuras de soledad y silencios prolongados eran como piedras del paisaje y tan duros y rejegos como tantos muertos vivos que se movían a mi alrededor.
Para nada me costó entender a Rulfo: era el referente literario de mi infancia. Sus fotografías cobraban vida, sentido e identidad en la memoria en blanco y negro que ha sido fundamento de mi voz, del escenario de mi historia, del aire y de la luz de ese Jalisco nuestro que nos marca para siempre, aunque huyamos de la tierra y no estemos allí, aunque nos creamos por encima de los llanos o de los Juan Preciado y Pedro Páramos. Jalisco está vigente, aunque supongamos que, por fin, rompimos con la Ley del Padre. Ese era el delgado hilo que se tendía en medio de los dos. Por eso disfrutaba verlo, y quizá a él también le gustaba sentarse frente a mi, a pesar de que ninguno de los dos fuera pródigo en palabras. Él mismo me animaba a contarle por segunda o cuarta vez la anécdota del burro, el ídolo y mi abuelo en su Chapala amada que tanto disfruté. Y yo sonreía y se la contaba, como si ninguno de los dos la conociera…
“Pues mira, Juanito, te lo digo tal como me lo contó Luis Barragán quien, desde muy joven, le construyó cuando menos tres casas a mi abuelo. Coreado por mi padre, Luis adornaba el relato con más y más anécdotas que papá mejoraba a su antojo, con tal de construir una historia. Lo cierto es que para nadie era un misterio que, de su costumbrede visitar los pueblos, mi abuelo Emiliano vino a formar una gran colección de piezas prehispánicas. En una de esas, en un caserío con seguridad parecido a los paisajes de El llano en llamas, se topó con una piedra labrada que lo puso a temblar de gusto.
-“Le compro el ídolo –le dijo al ranchero, en cuyo solar estaba medio sembrado el monolito, quizá sin que nadie lo hubiera movido en siglos-. Se lo pago bien, a condición de que me lo lleve a mi casa en Chapala”. El campesino se quitó el ruinoso sombrero de paja, se rascó sus ralos cabellos y discutió el arreglo con la muchedumbre de parientes y vecinos que, boquiabiertos y bobalicones, los rodeaban sin perder detalle. Mientras deliberaban si esto o aquello, papá Emil aguardaba mirándolo de fijo, para presionarlo con su presencia inconmovible. Pasaron días o acaso semanas sin respuesta, hasta que cierto domingo en la mañana apareció en la casona de Chapala el indígena calzado con huaraches de correa, vestido con calzón de manta y tocado con su sombrero lleno de agujeros. Tras él venían varios muchachos polvorientos arreando al asno doblegado por la carga. Que olían a sudor de días, a carbón y nixtamal, contaba don Luis entre carcajadas, mientras papá intervenía para enriquecer el cuento con detalles. ¡Arre! ¡Arre!, azuzaban los de atrás varita en mano atizándole el cuadril. Sus rebuznos apenas eran eco apagado de rebuznos. Sobre el lomo se mecía, al ritmo de sus patas fatigadas, un lío de sogas y petates amarrados al gigantesco monolito. Entre cinco fortachones consiguieron con gran dificultad dejar la pieza a un lado de la reja donde seguramente sigue imperturbable el dios remoto, muchas, muchísimas décadas después.
Al sentirse liberado, el burro emitió un último rebuzno a modo de estertor y allí cayó, completamente muerto, frente a su propietario estupefacto. El abuelo –a quien no me canso de extrañar- no solo tuvo que pagar el monolito, su transporte a cargo del grupo de arreadores y la propina para los que se quedaron “allá atrás, donde ahora a nadie le gusta el agujero, aunque ya le echamos tierra”, también le reclamaron el asno muerto y “la llevada” del cadáver que ya se hinchaba como globo dilatado a la vista de curiosos.
Por un instante Juanito bajaba el cigarrillo humeante y se reía. Sería cosa del terruño, pero los dos entendíamos que detrás de la historia había otra historia, otra historia que eternamente nos sostiene y nos define.
(continuará)