Hay un momento en los pueblos y las personas en que la vacilación rompe una suerte de continuidad en el transcurso del tiempo. Es el instante de oscuridad entre lo conocido que concluye o pierde sentido y el anticipo de lo aún ignorado y de preferencia temido. Confusión, duda, advertencia o destello, la encrucijada emblemática pone en juego el propio destino al plantear opciones sin solución intermedia, como ocurriera a Edipo. Acertar con la decisión favorable allana el camino y todo parece fluir con el poder de la certidumbre. Lo contrario, en cambio, desencadena una sucesión de yerros que, entre los griegos remotos, supeditaba la voluntad a la determinación de los dioses. En ambos casos mediaba un mensaje cifrado en boca de adivinos y sacerdotes, entre quienes se encumbró el memorable Tiresias. Ellos trasmitían la Ananké o Necesidad mediante diversos procedimientos: sueños, señales, visiones, anuncios del cielo, palabras ambiguas, la imprecisa comunicación con los muertos o algo al azar que, sujeto a la fe, se vinculaba al Dictado de acuerdo a la situación o al movimiento trágico.
Tan antiguos como el sentimiento de orfandad, los oráculos han sido el instrumento intermedio entre el mandato supremo y el humano deseo de conocer lo que viene, fasto o nefasto. Sin desmerecer los poderes de Zeus, a Apolo se atribuyó la capacidad de administrar el don de la profecía. Fundado en parte en los mitos, en parte en el tremendo Miedo, en la confianza depositada en las fuerzas oscuras o en la urgencia de reconocer facultades secretas en seres o peculiaridades de la naturaleza, el de Delfos se constituyó en el santuario por excelencia para interrogar a los dioses, rogar inspiración a las musas, honrar a las Moiras, y/o peregrinar con diversos propósitos, invariablemente relacionados con la esperanza de obtener algún beneficio a cambio de ofrendas o sacrificios.
El prestigio de Delfos estaba asociado a su peculiar condición geográfica. Rocoso y accidentado, del terreno rodeado de manantiales y un bosquecillo de laureles consagrado a Apolo desde tiempos inmemoriales, brotaba la legendaria fuente de Castalia donde se reunían las deidades con las ninfas, las náyades y las musas, por lo que es explicable que los Juegos Pitios se realizaran allí mismo, donde las entidades gustaban cantar y bailar. Indistintamente nombrado Delfos o Pyto, en atención a la legendaria serpiente a la que Apolo dio muerte para adquirir su sabiduría y presidir el oráculo, el asentamiento micénico conocido como ónfalos u “ombligo del mundo” alojó un cofre con sus cenizas que habría de servir de fundamento y custodio sagrado del legendario templo, llamado también Pition o Apolo Pitio.
Como todos los mitos, sobre éste, vinculado al Oráculo, recaen diversas y maravillosas versiones, incluida la que refiere que Apolo se convirtió en delfín para atraer a sus moradores. La reputación de Delfos duraría varios siglos hasta ser clausurado, en definitiva, por el emperador cristiano Teodosio en el año 385 de nuestra era. Lo importante, sin embargo, es destacar lo ocurrido en torno de la fuente Castalia, la gruta Coricia –guarida de la temible pitón- y el gran santuario apolíneo en cuyos linderos había que realizar complicados trámites, ritos, procesiones y largas esperas en tanto y tocaba el turno para consultar a la misteriosa Pitia. La anciana se ocultaba en el interior del adyton, donde se hallaban la tumba de Dionisio, el trípode, hojas del laurel sagrado y el mítico omphalos u ombligo, que era quizá el fragmento de un meteoro, al que se le atribuían poderes sobrenaturales y era venerado desde tiempos inmemoriales.
Lo cierto es que, rico en tributos y complejos rituales, el monumental asentamiento de Delfos se especializó en explorar lo oculto. Considerado centro del universo, en su pórtico rezaba la advertencia “Conócete a ti mismo”, para recordar a los peregrinos que de cada uno y de su destino dependía decidir. Seleccionada entre numerosas mujeres de edad por su vida piadosa y pura, la Pitia estaba rodeada por sacerdotes de diversas categorías y con atribuciones dudosas. Los prophetai eran los intérpretes del barullo emitido por la pitonisa. Según Diódoro y Plutarco, su inspiración o su hipnosis provenía de una grieta al ras del suelo que estaba tapada con el trípode de la cual emanaba un vaho, un vapor o espíritu que causaba su estado de sugestión extrema. Agregó Pausanias que el agua de algún manantial se filtraba bajo la tierra mediante conductos internos y que, por ellos, el adyton del dios causaba su trance. Es de creer, además, que la inspiración se exacerbaba con el consumo de sustancias psicoactivas durante la ablución ritual o a la hora de subirse al trípode, pues la Pitia bebía agua e incluso sangre mientras impartía el servicio. Investigaciones arqueológicas recientes han descubierto aquellos conductos subterráneos que demuestran que la fuente Casotis o Castálida llegaba por el subsuelo al corazón del oráculo. Se sabe también que masticaban hojas del laurel consagrado a Apolo para liberar sustancias alucinógenas que provocaban estados alterados de conciencia, aunque aún en nuestros días la totalidad del proceso adivinatorio conserva su absoluto misterio.
Fuera mediante raptos, ritos mistéricos, procedimientos artificiales, voces extrañas o uso de sustancias psicoactivas, lo cierto es que era difícil rivalizar con la reputación oracular de Delfos. Admirada por propios y extraños, solo la Pitia recibía el recado del dios. Una vez “reelaborado” por el profeta, a cada consultante correspondía acomodar, según su conveniencia o entendederas, el rumbo que daría a las palabras allí recibidas. De que por miles salían satisfechos lo prueba el hecho de que los oráculos eran una fuente insustituible de riqueza. La cantidad de tesoros que allí se ofrendaban eran equivalentes a las reservas en oro, bienes y plata de las naciones modernas.
Para los griegos, referirse a la mantiké o manteia significaba pedir respuestas inspiradas por el dios a mantis, el adivino. Los portadores de la Voz, revelaban el augurio o el auspicio que orientaba a reyes, señores, guerreros, jueces o principales a tomar una decisión política, bélica, respecto de emprender o no cierto viaje o cerrar negocios y acuerdos. Como en toda institución religiosa, existían categorías y conductas diferenciadas por la importancia del consultante, aunque no se desdeñaban los requerimentos inclusive de los esclavos. A partir de un riguroso sistema de privilegios que no deja de aleccionar sobre el dominio social y económico de credos y jerarquías desde la antigüedad remota, variaban el trato, las consultas y las cuotas, pues mejor que nadie sabían los prelados cuán decisivos son el temor y la incertidumbre en los juegos del poder.
Siempre curiosos por conocer insignificancias, su fortuna y la de sus allegados, los hijos del pueblo abultaban recintos accesorios para pedir el oráculo. Su peticiones eran las mismas de los asiduos actuales de la esoteria: la conveniencia o no de desposarse, la elección de consorte o de cierto sirviente, si realizar o no un negocio o asunto relacionado con el dinero, dudas sobre los hijos, enfermedades, plagas, sequías… Nunca faltaban dudas relacionadas con la riqueza o la pobreza no solo de un individuo sino de las ciudades, cuyos dirigentes acudían al santuario con cualquier excusa: al emprender una tarea o al construir monumentos, templos o cualquier obra privada o pública.
Si en la remota Mesopotamia fueran indispensables las artes adivinatorias, el mundo heleno no se quedaba atrás en el culto profético: Arcadia, Delfos, Dídima o Claros fueron los santuarios más importantes, entre los numerosísimos consagrados a Zeus y Apolo. Los había también dedicados a una muchedumbre de héroes y divinidades exiguas. Con más o menos exactitud y exigencias rituales, todos respondían a cientos o miles de consultantes que peregrinaban periódicamente gastando fortunas en pos de oráculos en la rica geografía de la antigua Grecia. Lo que no faltaba eran adivinos, profetas ni charlatanes, igual que ahora. Además, es de creer que así como los devotos actuales ruegan a santos menores o secundarios su intervención, los más fervorosos acudían al auxilio de entidades y héroes menos importantes o frecuentados, pues tenían por seguro que no estaban tan ocupados como los dioses regentes. Situados en puntos estratégicos, los centros oraculares eran verdaderos complejos urbanos dotados con plazas, templos, estatuas, fuentes, comercios, grandes instalaciones ceremoniales, espacios para juegos y festivales. Nada faltaba para acoger a las masas en espacios que competían en belleza y profusión de recintos especializados para almacenar, y a veces también exhibir, los incontables tesoros ofrendados por los creyentes. Únicamente Delfos, sin embargo, era el ombligo de la tierra y uno de los más afamados por la precisión de sus profecías, según aseguran fuentes originales.
Pervive la infatigable tentación de conocer lo que nos depara el futuro, aunque el oráculo ya está profanado por la estadística. Ningún anuncio científico, sin embargo, sustituye la socorrida mediación de adivinos, quirománticos, brujos, agoreros, chamanes, astrólogos, iluminados y cada vez más complicados mensajeros del destino y sus vaticinios. Lectores e intérpretes de lo inescrutable hay por millones, pero nada ensombrece la memoria délfica ni hay, todavía, ceremonial ni voz más confiable que la de la misteriosa Pitia. Se dice de todo sobre procedimientos adivinatorios, pero nadie ha podido descifrar con exactitud en qué consistía el método y la hondura adivinatoria de la multitud de clarividentes que hicieron de los oráculos uno de los ejes más significativos y fecundos de la excepcional cultura griega. Ya se sabe que, sin ellos, la historia de la humanidad se hubiera escrito de otra manera.