Detesté a Emma desde las primeras líneas, pero no dejé de seguirla hasta el final. Su deseo de ser otra y no tener con qué ni poder serlo, me mostró que la libertad tiene límites, y mejor todavía: que la libertad ilusoria esclaviza. La miraba tal cual, como si la conociera. En su ambiente abigarrado, nada era inexplicable. Imaginó el paraíso en los brazos de dos amantes sobrevalorados, pero la desilusión la sumió en tal insatisfacción que el deseo malogrado empeoró su infierno. Perturbada por las novelas que leía con avidez, nunca supo quién era. La precisa descripción lograda por su creador remató el romanticismo que la cegaba con el golpe financiero que determinó su suicidio. Con su publicación en 1859, este drama inauguró el realismo literario que, con ciertos añadidos, aún persiguen los novelistas.
Solo una gran obra se infiltra en nuestro modo de ver el mundo. El día a día de Emma Rouault y luego Mme. Bovary, retrata el afán de idealizar, poseer y sentir sin estar dispuesto a pagar el precio. Más viva que nunca, el consumismo le pone otro nombre y distintos rostros a la imposibilidad de aceptar que lo que es es como es y no como la neurosis lo inventa. Flaubert tuvo el genio de demostrar que ni el tedio ni los modos de fantasear envejecen. Y desde la frustración que nos habita, Mme. Bovary renace con más ilusiones que en vez de llenarnos van haciendo más insoportables nuestras vidas. Cada roce de sus vestidos me recordaba a la tía, a la mamá de, a la Fulanita de tal, a la esposa de o a la compañera que desde la secundaria iba al salón de belleza cada semana porque no toleraba verse tal cual en el espejo: mujeres que, como ella, ignoraban quiénes eran, pero sabían todo sobre la moda, las telas, las joyas… En suma, gente que en su deseo de ser otra atesora conductas e imita a quienes figuran por encima de los demás.
Sobre el disgusto que me causaba este retrato del vacío encaminado a la fatalidad, no dejé de releerla ni de pensarla. Odiaba la ceguera de Emma, sus tropezones, su ingenua creencia en que Charles, el esposo fiel, sería capaz de lograr algo en la medicina. Lo detestaba a él y a su medianía, aunque la exhibiera como trofeo; sufría porque ese hombre pequeño no se igualaba al tipo inventado por ella; es decir, Charles era un modesto médico de provincia y le bastaba con eso. Me parecía abominable Rodolphe, el infeliz amante que sabía bailar vals, porque encarnaba a los pobres diablos que, a la caza de ingenuas, son tan incapaces de amar y comprometerse como de hacer algo digno de sí mismos. Ninguno mejor al otro, los habitantes de tal galería de personas comunes me indicaba que la vida es así y que por creerla distinta yo también fantaseaba. Cerrado el libro, aparecían en mi mente el espejo y otra manera, acaso más cruel y transparente, de reconocer a alguien que escapaba de los párrafos y asomaba la cabeza.
Solos o en boca del coro de chismosas, a los protagonistas de la novela les dio por caminar a mi alrededor. Modernizados, veía por doquier a las criaturas de “el idiota de la familia”, como apodaron al pequeño Flaubert. Mi enojo fue desapareciendo al valorar el logro literario de Emma y sus ficciones, del cura acomodaticio, del esposo sin atributos, del boticario calculador, del amante indiferente, del prestamista abusivo, de la hija abandonada, de la criada típica.
La provinciana burguesita francesa que a mediados del siglo XIX se casó con un viudo y soñó una existencia de glamour e intensidad, gastó sus días creyendo que podría ser, ella misma, una de las heroínas del romanticismo. Lejos de conseguirlo, acabó entre sus mayores víctimas. A diferencia de Alonso Quijano, asiduo lector de novelas de caballería, que se convertiría en el inmemorial Quijote, Emma no trasmutó en nada ni fue capaz de darle un sentido al espantoso aburrimiento que la perturbaba. Contrapunto del caballero reinventado Quijote, ella fue tan infecunda que solo al consumir el veneno halló salida a la nada que la habitaba. A diferencia de la del caballero andante, su ilusión carecía de sentido o peor aún: al través de otros perseguía una razón de ser. En eso consiste la genialidad de Flaubert: en exhibir al detalle a las emmas multiplicadas. Tal era su fervor por la existencia idílica que la realidad se le fue metiendo a sus días como río vertiginoso. Al darse cuenta de que el agua ya le llegaba al cuello, la infortunada se dio cuenta de que no solo no sabía nadar, sino que tampoco tenía habilidad para pedir auxilio.
Los culebrones lacrimosos que en el siglo XIX perturbaron a Emma cambiaron de atavíos y algunas fantasías, pero la incapacidad de enfrentar y asumir la realidad es la misma. Encumbrados y lucrativos hasta el ridículo, los excesos logrados con maestría por Flaubert cambian de escenario y protagonistas, pero se fortalecen cada vez que alguien, con voz temblorosa, se lamenta porque “no ha vivido su vida”, que ha desperdiciado sus mejores años al lado de un fulanito o fulanita de tal que se achicó en vez de crecer. Emma está viva en la fantasía de que “el otro” debe sacarnos del aburrimiento, rellenar con un modelo del vida idílico el propio vacío y elevarnos a la altura de lo imaginario. “El otro” nos debe dotar de sentido. “El otro” debe apegarse al relato apasionado de la verdad ficticia.
En suma, el espejo de Flaubert, quien en una de sus cartas llegó a confesar: “Mme. Bovary soy yo”, me ha llevado a entender hasta dónde la gran literatura se va transformando en una suerte de guía existencial que más y mejor aclara lo obtuso de las vidas, aunque no nos agrade reconocerlo… O precisamente por eso.