Pasó por la vida en un asombro asustado. Pensó con las emociones y sintió con el pensamiento. Fuera de lugar, en términos convencionales, en la palabra halló el continente, el sentido de ser y la polifonía acorde a su oscilante ritmo vital. Iba de su modesto habitáculo a la oficina y de ahí a la cafetería por las mismas calles, entre subidas y bajadas de una Lisboa inseparable de la melancolía que no solo aguzó su pluma, sino que asimiló de tal modo que, sin él, Lisboa estaría incompleta y al revés. Contraria a la diversidad de sus páginas, la habitual trayectoria del poeta fue casi la misma todos los días, incluida la parada en la tabaquería de rigor. Genial al trasmutar lluvia y niebla en reflexiones deslumbrantes, encontró más metáforas en el talante de su ciudad, inclusive al divagar frente al mar, que en la gente compactada en una sombra única. Pesimista, desasosegado y constructor de quehaceres e identidades, quizá para aligerar el equipaje que le pesaba en el alma, fue un espíritu concentrado en buscar –y no hallar- un significado a la soledad que lo acompañó hasta la tumba.
Empeñado en descifrar lo que subyace detrás de la palabra, su oído permaneció abierto a todo, inclusive a trozos de conversaciones íntimas que recogía “como limosnas de ironía”. Con sus gafas redondas y su “pajarita” al cuello, trajeado siempre y con los indispensables sombrero, gabardina y paraguas que se volverían emblemáticos, decía oír el caer del tiempo mientras dormía y “desdormía”. No todos sus yoes ni sus invenciones verbales ni todos sus vocabularios, sin embargo, compartían su talante generatriz, a pesar de que los unió la certeza de Bernardo Soarez, en El libro del desasosiego, de que vivir es ser otro: “cadáver vivo de lo que ayer fue la vida perdida”. Esta obra cumbre de las letras que el autor dejó en fragmentos mecanografiados sin forma ni orden ni cronología, revuelta en un baúl entre unos 30 mil manuscritos en custodia del cuñado, ha hecho decir a los especialistas, con buenas y fundadas razones, que Fernando Pessoa, siempre moderno y siempre actual, es el escritor muerto más publicado, editado y estudiado que los vivos.
A partir de que en 1984 apareció en Barcelona la versión en español de Ángel Crespo de textos recopilados en Portugal a partir de los años sesenta, por un equipo encabezado por Jacinto do Prado Coelho y secundado por Maria Aliete Galhoz y Teresa Sobral Cunha, la historia y las varias ediciones del Livro do Desassossego adquirieron el carácter de una novela de intriga, de aventura biográfico-filológica y de revelaciones literarias sobre este hombre, esencialmente perplejo, que no solo despistó a editores y lectores, sino a los pocos que pudieron conocerlo. Por los valiosos hallazgos que van agregando datos y páginas a su rico ficcionario-verdadero sabemos que ya a los once años de edad mantenía correspondencia, en inglés, con un tal Alexander Search, que no era otro que él mismo, por supuesto. Y si de cortejar –de manera platónica- a Ofelia Queiroz se trataba, acudía a papelitos firmados por éste o aquél pretendiente que siendo él mismo alimentaba una amorosa, inútil y furtiva fidelidad con los otros que, al parecer, acabó por colmar la paciencia de la joven.
Si bien tras su muerte tuvieron que pasar 47 años para que se publicara, en Portugal, la primera edición de este singular Libro del desasosiego, a partir de entonces y hasta días recientes en que la Editorial Pre-Textos diera a conocer la selección más limpia, fechada y cuidada de Antonio Sáez Delgado[1], aparecieron casi veinte versiones que confirman hasta cuáles honduras el fecundo y singular Pessoa continúa capturando la curiosidad de las generaciones.
Hay algo misterioso en este escritor portugués y su multipolaridad porque una vez que iniciamos el diálogo con sus obras, se vuelve necesidad y urgencia de saber más, de explorar intratextos, de adivinar y compartir. En mi caso, el romance literario comenzó en Portugal al encontrar Uma Fotobiografia firmada por María José de Lancastre, que rematé con la visita a la tumba del poeta en el cementerio dos Prazeres, en Lisboa. Indispensables, sus cartas fueron el mapa de sus identidades múltiples. La escrita a Adolfo Casais Monteiro casi al final de su vida, en 13 de enero de 1935, es una joya autobiográfica sin la cual no podría entenderse su naturaleza. Dice allí que Bernardo Soarez, “que además en muchas cosas se parece a Álvaro de Campos, aparece siempre que estoy cansado o somnoliento, cuando tengo algo suspensas las cualidades del pensamiento y de inhibición; aquella prosa es un constante devaneo. Es un semi-heterónimo porque, no siendo mi personalidad, no es diferente a la mía, sino una simple mutilación suya. Soy yo menos el pensamiento y la afectividad. La prosa, salvo lo que el pensamiento da de tenue a la mía, es igual a ésta, y el portugués perfectamente igual; mientras que Caiero escribía mal el portugués, Campos razonablemente, pero con lapsos como decir <<yo propio>> en vez de yo mismo, etc., Reis, mejor que yo, pero con un purismo que considero exagerado. Lo difícil para mi es escribir la prosa de Reis –aún inédita- o de Campos. La simulación es más fácil, incluso porque es más espontánea, en verso.”
Agregó que el silencio y “mundos sin forma” pasaban por él y sufría hasta por la nube que cruzaba delante del sol. Como nadie tocó el error confuso y lúcido de la existencia, el enigma de la trivialidad y lo que se aprende al leer lo que llamó “libro de la calle”; es decir, por ejemplo, el que se abre durante una caminata y enseña a quien sepa mirar y escuchar lo que se oculta tras una puerta entreabierta... “un sonreír dudando… Una ansia que no acierta/ con lo que está pensando”.
No miraba la expresión de los otros, sino –imbuido en el frecuente extrañamiento de sí mismo- la que tendrían si conocieran “la ridícula y tímida anormalidad de mi alma”. Considerado pseudo-heterónimo, porque era más él mismo que el supuesto Bernardo Soarez, al titular su obligadamente informe Livro do Desassossego Pessoa se reconoció en la esencia de su personalidad compartida. Como Soarez, él mismo observaba la chaqueta del transeúnte ocasional, la cartera bajo el brazo, el ritmo alegre del que iba a trabajar con la inocencia del vivir sin analizar. Y entonces sentía compasión, como un dios ante la inconsciencia “de toda la vida social durmiente”. Veía y se veía en la muchedumbre de hombres y mujeres con “la ternura que se siente por la común vulgaridad humana”.
Así fue Fernando António Nogueira Pessoa, el inabarcable escritor portugués, uno de los más brillantes y enigmáticos de la literatura mundial, quien no obstante haber muerto a los 47 años de edad, en 30 de noviembre de 1935, continúa siendo un autor in-progress por la cantidad de manuscritos, en prosa y verso, que mantienen ocupados a decenas de estudiosos de su obra, recompuesta siempre, en vano interpretada y traducida a varias lenguas.
Supo que moverse era inútil, porque aun desplazado a cinco mil kilómetros de distancia, regresaría al mismo hombre que sueña sueños comunes en la monotonía de lo cotidiano. Que salvo por el hecho de escribir, era igual al cargador, a la modista o a la vieja tía que hacía solitarios “durante lo infinito de la velada”. Maestro del fingimiento, de sí mismo escribió, como Soarez: “no soy nadie, nadie. No se sentir, no se pensar, no se querer.” Nunca mejor dicho, estuvo habitado por múltiples personajes diferenciados en su personalidad, su biografía, su estilo y su pensamiento: Alberto Caerio, Álvaro de Campos, Ricardo Reis y Bernardo Soares fueron sus heterónimos y semi-heterónimos más frecuentados.
Fernando Pessoa, creador del peculiar drama en gente que continúa fascinando a quienes (presumiblemente) lo conocemos, se mantuvo fiel a la condición del retraído doliente que inventó un difícil lenguaje secreto, especialmente identificable en este Libro del desasosiego en el que dejó las claves de una existencia convencida de que todo era una equivocación: su realidad y sus sueños, la sensación de fracaso, la felicidad aparente del camarero o la de sus compañeros, cuando contable, en la oscura oficina del cuarto piso en la lisboeta Calle de los Doradores.
Únicamente en los libros se abandonaba a la soledad pessoana: condición del espíritu que solo puede definirse en sí mismo. Su peculiar “estado de “no-ser”, carente de cualquier sentimiento social o político, lo llevó a afirmar que la lengua portuguesa era su única patria y su mayor consuelo, no obstante su conocido dominio del inglés, que le permitió desempeñarse como traductor y periodista: “yo, afortunada o desgraciadamente, no tengo ninguna personalidad. De lo que soy a una hora a la siguiente me separo; de lo que ha sido un día, al día siguiente me he olvidado (…) Quien, como yo, no es quien es, vive no solo en el mundo exterior, sino en un sucesivo y diverso mundo interior.”
Más allá de su pertenencia a la palabra, este contable y supuesto Bernardo Soarez que observó al detalle la figura vulgar del patrón Vasques -dueño de sus horas-, llegó a creer que tenía muchas, demasiadas afinidades con Rousseau: “En ciertos aspectos, nuestro carácter es idéntico. Ese tierno, intenso, inefable amor a la humanidad, y un cierto egoísmo que equilibra la balanza, es un rasgo fundamental de su carácter, y también lo es del mío.” Sin embargo, ni Horacio, Shelley, Chateaubriand ni el Padre Figueiredo, cuyo “estilo conventual y perfecto” lo atrajo en su juventud, lo apartarían de una suerte de sinfonía literaria alojada dentro de sí.
Hay quienes aseguran que, al modo de Borges, Pessoa es un escritor para escritores, que la poesía de sus heterónimos es más accesible que su prosa y que en caso alguno puede considerarse un autor sencillo, destinado a las masas. Como lectora agradecida, lo busco como otros se hacen de amigos, como los devotos del arte van en pos de una estética, de una voz, del mensaje cifrado, o como los creyentes de cualquier religión aseguran hablar con Dios, se represente éste bajo la figura de animales o árboles, humanizado o simplemente como una abstracción. Discuto con él, coincido con su fervor por la palabra, comparto saudades, el desaliento que suele agitar a quienes se dicen felices con sus vidas y también percibo el revés de la existencia como algo común y sin embargo cambiante; pero, sobre todo, nos une la pasión de leer y escribir.
Pessoa no fue popular ni amigo de entrevistas y mucho menos proclive al jaleo publicitario que ha convertido la vanidad del escritor en instrumento de idiotez. Sus problemas hepáticos se lo llevaron del mundo a una edad en que la madurez ensancha la voz propia, cuando el escritor comienza a sentirse en posesión de un estilo de ver, vivir, entender y comunicar el irresoluble misterio de la existencia; misterio que algunos, para sortear sus embates, fusionamos a la idea del destino.
Trasmutada la peculiar y añosa relación que mantengo con él en amistad amorosa, lo presiento en la soledad de mi escritura como uno de sus fantasmas, el más inseparable, vivo, afín y comunicativo de todos los que pueblan mi universo literario.
[1] Profesor de traducción y literatura comparada en la Universidad de Évora, desde 1995, y galardonado este mismo año con el prestigioso premio Eduardo Lourenço, según publicara el diario El País.