Una ola que se formó en los cuarenta, llegó a su clímax en los sesenta y reventó tristemente en los albores del neoconservadurismo de los ochenta: a grosso modo, tal fue el fenómeno de masas que marcó un antes y un después en las formas de ser, entender el mundo y relacionarse con los demás. Entre el hallazgo de los antibióticos, la proliferación de vacunas, el posterior uso de anticonceptivos y las mejoras en los sistemas asistenciales, la población mundial se incrementó como nunca antes. Ningún gobernante supo qué hacer ante los efectos del baby boom, protagonistas de los sixties: uno de los mayores desafíos de la posguerra mundial; y, a la voz de “amor y paz” y de la “revolución de la flor”, grandes ciudades se vieron sorprendidas por la novedad de que lo que habían construido y anhelado “con tanto sacrificio” era rechazado con virulencia por los jóvenes.
Demasiados nacimientos, menores índices de mortalidad, incremento de los promedios de vida, déficit de aulas, viviendas, alimentos, comunicaciones, hospitales… Para la influyente, imperialista y ultranacionalista mentalidad norteamericana, una fue la respuesta: hacia fuera invadir, saquear y entrometerse; en lo interno, activación de capitales y producción en serie mediante una imparable industrialización, hipotecas, préstamos, universidades, viviendas y consumo a plazos vitalicios de la sagrada propiedad privada. Toda acción, inclusive para cientos de miles que emigraban anualmente hacia los promisorios Estados Unidos, se realizaba bajo el mismo lema/guía del sueño colectivo: There is no way of life like the american way of life.
La muchedumbre de niños que creció a la sombra de sociedades cerradas probó, a partir de su adolescencia, el efecto diversificado y nefasto de la Guerra Fría. Si a cada opresor tocó una respuesta popular a su medida –como el peculiar ejemplo estadunidense, cuyos jóvenes sumaron a la inconformidad general la negativa de continuar batallando en territorio asiático-, para los oprimidos y víctimas del autoritarismo, como los mexicanos, se aplicaron medidas más radicales y perversas para contener la insatisfacción que confrontó pero no eliminó el poder absoluto del Presidente.
El ejemplo de Francia, que por su parte arrojó en 1968 signos de insurrección contra Charles de Gaulle, tuvo la singularidad de integrar tres fuerzas poderosas contra el gobierno y la sociedad de consumo: el estudiantado, el Partido Comunista y las causas laborales. En cuestión de semanas, París se convirtió en campo de batalla. Se encaramaron a las demandas juveniles las presiones sindicales y obreras y, en horas, las trincheras modificaron el paisaje urbano. El movimiento de Mayo derivaría en la mayor huelga general de la historia occidental, con nueve millones de trabajadores comprometidos, y la subsecuente derrota del gaullismo, obligado a convocar a elecciones.
Los sixties pues, tuvieron expresiones diversas. Empero, 1968 fue el clímax que durante medio siglo ha perdurado en el imaginario colectivo no solo por el hippismo, sino por hechos de sangre, persecuciones y políticas brutales. Hay que insistir en que este formidable movimiento de masas provocó notables cambios religiosos, ideológicos, artísticos, sociales, alimenticios, espirituales, académicos, políticos e inclusive sanitarios que determinaron el rumbo de la modernidad. Son muchas, variadas y no necesariamente fieles a su curiosidad y espíritu liberador las formas de entenderlo y de referirse a aquella experiencia internacional cifrada por la provocación, el desafío, el vanguardismo, la inconformidad, la experimentación, la rebeldía y el cuestionamiento a lo establecido.
Si Contracultura es la voz que identifica su búsqueda de libertades, expresiones estéticas, denuncias e improvisaciones gestuales, Generation Gap es la versión del revés que más y peor incomodó a los conservadores.
Lo innegable es que fue un fenómeno único en la historia. Involucró a millones de jóvenes en varios países y, aunque con móviles y antecedentes distintos, en todos los casos estremeció estructuras que se creyeron sólidas. De su riqueza implícita se desprende, además, un amplio vocabulario plástico, musical, sociológico y literario que refleja el carácter totalizador, consciente y simbólico del síndrome Baby Boom.
Sus detractores atribuyen los hechos de sangre a la inconformidad juvenil. Mientras más se pedía reprimir, perseguir, someter, silenciar e inmovilizar, mayores reacciones en contra del abrumador predominio de prejuicios, políticas autoritarias y cancelación de derechos y libertades. La lucha generacional, sin embargo, no conoció límites en su fecundidad: creó una revolución del arte, del orden social y del pensamiento aunado a actitudes visionarias con brotes de heroísmo individual. Todo, bajo el móvil del repudio a la pasividad de los conformistas. La contracultura, además, generó un debate activo sobre problemas como la segregación, el belicismo, la homofobia, la situación femenina, las dictaduras y la intolerancia general. Fue estallido generacional, aunque en lo fundamental transgresor, irreverente, liberador. Se distinguió por su espíritu pacifista, anti intervencionista, feminista y pro derechos civiles. Nutrió y se nutrió del impulso rockero, del consumo de drogas, del amor libre y de un rechazo sin precedentes a cualquier fanatismo, empezando por el nacionalismo, el racismo y cualquier discriminación sexual o social.
Como se sabe, el hippismo plantó el rostro más visible de los sesenta. Los Beatles unificaron su ritmo vital. Los Happenings espejeaban el repudio a lo establecido. El arte Pop, los Collages y legados interpretativos de la generación beat -Jasper Johns, Andy Warhol, Robert Frank, Jess, Robert Duncan, etc.- conjugaron ironía, experimentación y desafío al espectador con elementos banales y efectistas del cine, los comerciales, las tiras cómicas y cualquier material gráfico, sonoro o visual asociado al estilo de vida dominante. Psicotrópicos y anfetaminas como el LSD, los hongos alucinógenos, el peyote y la mariguana aportaron el ilusionismo eufórico que contrastaba el sentimiento de vaciedad que, no exactamente nihilista, se asociaba al desencanto reinante. Discusiones y reuniones públicas respondían a la sequedad del debate verbal que imperaba en todos los ámbitos, empezando por el académico y sin descontar los domésticos, los culturales ni los políticos.
Contrapuntos entre minimalismo de enorme contenido poético, como el del escultor Isamu Noguchi y el neo barroco; entre el arte geométrico al modo de Piet Mondrian y una contaminación visual poblada de excesos tan incisivos como las gigantescas melenas rizadas de los pregoneros del Black is beautiful, eran inseparables del caos implícito en una revuelta, nunca mejor dicha, a la que no faltaban complicadas decoraciones floridas y psicodélicas en coches y combies adaptadas como vivienda, faldones, medallones, muros, etc. Más allá, las minifaldas, cabellos cortos, grandes aportaciones de la moda, diseños a lo Ludwig Mies Van Der Rohe, poesía concreta y ascenso de una literatura que de menos, podría considerarse revolucionaria, como las obras de los emblemáticos Allen Ginsberg, Jack Kerouac o Neal Kassidy, entre otros. Amor libre, liberación femenina, ecologismo, guerrillas tercermundistas, conciencia ambiental, defensa de los derechos civiles, expansión de las doctrinas orientales, pacifismo, ansiedad rebelde en torno de la homosexualidad, convivencias comunitarias, exploración del vegetarianismo y del retorno a la vida campirana como reacción a los símbolos urbanos…
No hubo espacio vital, estético, social o intelectual sin tocar ni expresión o postura política, técnica, gráfica, sexual, orientalista, ambientalista o científica que no fuera sacudida hasta la raíz por el lenguaje transgresor que encumbraron los sixties. Y todo ese alegre desafío se tuvo por heroico e inclusive teñido de romanticismo hasta que el hachazo neoliberal dejó al descubierto sus lados oscuros. Entre indudables logros, comenzó a brotar un saldo de cenizas, porque nadie ni nada se libra de contradicciones. Rebeldes e inconformes ellos mismos, de hippies pasaron a ser yuppies. Abiertos defensores de las libertades, engendraron a los monetaristas que han consagrado el consumismo y el individualismo de manera más feroz que sus detractores.
En cierta forma, sus vástagos serían más semejantes a los abuelos que los modelos revolucionarios de su juventud. Los ideales de las izquierdas declinaron en burdo populismo, inseparable de una vergonzosa partidocracia subsidiada. Los independentistas que se atrevieron a combatir el mercantilismo formaron grupos de peticionarios o beneficiarios de las finanzas públicas y, de cualquier modo, de la tutela oficial de la cultura…. Y la lista sigue
No obstante su alto contenido cromático y fascinante, los sixties no se sustrajeron de la tentación de los extremos: mucho blanco, mucho negro… Oposiciones a sus peculiaridades nunca faltan; empero, nadie podrá negar que lo mejor de aquel estremecimiento fue su alegría, su desenfado y la certeza de que es posible un mundo mejor. La intensa gama de color, sonido, formas y lenguajes que legó hizo un poco más leve y llevadera la existencia. Tanta fue su riqueza que inclusive los niños pequeños, nietos de aquellos infatigables transgresores, continúan nutriendo su curiosidad, su lenguaje y su interés general con briznas de aquellos maravillosos sesentas que, en realidad, para millones de personas representaría otra manera de ser y de vivir .