El horror selló su existencia. Ni otros soldados como él, destinados a combatir en Vietnam, asimilaron con tal eficacia el odio que dominó el ánimo de su juventud. Desde niño admiró el uniforme. Jugaba a entrenar compañeros, los hacía desfilar y ensayaban bajo su mando pequeñas y grandes guerras entre pandillas, todos armados de palos y piedras. De su madre aprendió a alimentarse correctamente y de su padre adquirió la costumbre de encauzar la violencia por la vía de la disciplina y del patriotismo. Estadounidense ejemplar, cultivó la devoción por la patria, coleccionó banderas y emblemas nacionalistas. Consciente de la alta misión que entrañaba el símbolo de las barras y las estrellas, se asignó la tarea de despreciar lo distinto y aniquilar comunistas, para bien de la democracia idílica, así se tratara de países de los que todo ignoraba.
El ascenso de su generación coincidió con una época de contrastes: al lado de comunas, meditadores, pacifistas y exploradores de una visión psicodélica de la vida, donde no faltaban LSD ni otras drogas experimentales, se multiplicaban defensores del orden y de las buenas costumbres. A la popularidad en ascenso de un líder negro se respondía con el fortalecimiento del Ku Kux Klan; si los gobernantes conquistaban la Luna, allí estaban los discrepantes y las universitarias para protestar en las calles por la cerrada actitud de una sociedad satisfecha de su sistema de hipotecas y consumo en abonos mensuales. Si se inconformaban las minorías por la injusticia que marginaba a mujeres, inmigrantes tercermundistas o a la población de color, se les respondía con proyectos inmobiliarios para transformar el paisaje de la pobreza con edificaciones monumentales en los suburbios. Con el auxilio de escuelas en cada barrio y apoyada en el creciente negocio del cine y la televisión, la publicidad exaltaba los valores del pueblo elegido que, dentro o fuera de sus fronteras, se juraba legítimo portador de los atributos divinos.
Robert Tsuovas, hijo de empleado común y ama de casa, era bebedor de cerveza. Hablaba poco y se distraía con la lectura de la página roja, cuando agotaba las noticias de los deportes. Completaba su formación ante la pantalla televisiva y llevaba un registro puntual de los crímenes que cierto satánico cometía con sus seguidoras en la ciudad de Los Ángeles. No le era difícil incorporarse a la inquina común contra el enemigo ficticio ni despreciar el mensaje de “paz y amor”, divulgado por hippies que preferían el hacinamiento antes que enrolarse en las filas del imperialismo armado. Su escasa originalidad lo condujo a la tropa, donde encontraría ocupación y un eco perfecto a su colección de desprecios, comandado por el sello invasor de la Guerra Fría.
Durante el reparto del rancho y en horas de asueto, la soldadesca aflojaba los rigores del uniforme, vigilaba de reojo las armas y azuzaba mosquitos en los infernales campos vietnamitas. Descansaban dando rienda suelta a sus furores verbales bebiendo mucha cerveza. Las drogas enviadas por Washington se repartían como caramelos para hacer soportables las atrocidades que cometían y que luego engrosaban sus pesadillas. La soldadesca intercambiaba humillaciones a risas y actitudes soeces. Se burlaban de las costumbres locales y las deficiencias ajenas. Sin pudor trataban a las mujeres con una vulgaridad similar a la que se fomentaba para insultar a los hippies; y ellos, portadores del pacifismo e indiferentes al mesianismo de las fuerzas armadas, acentuaban su apartamiento de la sociedad con el retorno al ser primitivo, consumado en su hora por Diógenes. Así, mientras unos se dedicaban a perseguir lo distinto y a codiciar territorios ajenos, otros se retiraban de las exigencias mundanas en un medio propicio a los desahogos, aunque poco dispuesto a soportar los efectos cambiantes de las protestas. Tsuovas, al enrolarse, estaba más inclinado a creer en la pulcritud pregonada por su familia que a aceptar, siquiera en atención a una esperada rebeldía juvenil, la suciedad que se iba expandiendo desde el semillero de las comunas donde, entre el consumo de drogas y ensayos de libertad sexual que hasta entonces sólo encontraban cauce en las letras, se fomentaba un movimiento imparable de rechazo a la guerra.
Cuando las estadísticas quisieron atribuir el destino de Robert Tsuovas a cierto desasosiego infantil, se encontraron con el registro de una familia estable de la clase media y con la insignia de la tenacidad en su nombre. Estudiante sin gloria, jamás alteró la tranquilidad del hogar ni se interpuso en la obra de sus maestros. Patriota, prefirió el deporte a los libros. Desempeñó trabajos por horas para concluir su enseñanza media. Era obediente. Nunca se opuso a sus superiores ni participó en atentados contra la autoridad. Por más que buscaron razones para justificar su conducta, las investigaciones no arrojaron miserias visibles ni aspiraciones incómodas; más bien se confirmó el perfil de un estadounidense ejemplar, digno de destacar entre la oficialía del ejército.
En Vietnam conoció el infierno. Amanecía con la señal del napalm en el horizonte y el anuncio de muerte con los primeros pasos. Dormía con demonios agitando sus noches. Lo perseguían el ruido de los helicópteros y el roce de cuerpos arrastrándose en terrenos inhóspitos. Matar, zaherir, protegerse de los mosquitos, destruir campos de arroz, perseguir guerrilleros furtivos y sobrevivir: todo era consigna allí, donde el tiempo, la vida y los sentimientos se sometían a sus propias leyes. Un olor ácido se le fue metiendo en el cuerpo sin que al principio se diera cuenta. A poco, su alma ya era parte de la pestilencia. No distinguía si lo que lo torturaba era dolor, pavor o fastidio, porque también de acechar enemigos se cansa el Hombre. De regreso a su América idílica lo habitó el sinsentido. Durante la segunda mitad de su vida se dedicó a vagar y beber. Pernoctaba en subterráneos, puentes o basureros. Robaba monedas en teléfonos públicos o vendía botellas para proveerse de alcohol. Escupía las vidrieras bancarias, maldecía a uniformados y hombres de traje y sin pudor se orinaba frente a la bandera de las barras y las estrellas. Ganaba en suciedad cuanto perdía en interés por conservar las costumbres. Le asaltaban apetitos extraños, como desnudarse, masturbarse para escandalizar a “la gente decente” o vomitar en escuelas y oficinas públicas. Sermoneaba en las esquinas parado sobre un arriate, pero pocos se detenían a escuchar. Lucía sus andrajos con el pecho forrado de condecoraciones, y pasaba del llanto a la carcajada al encontrarse con grupos de niños, especialmente en los parques.
Cuando no deambulaba en callejuelas de servicio sembradas de basureros, le daba por marchar al frente de dos o tres perros jadeantes que lo seguían con la lengua de lado. Como si tuviera a dónde ir, caminaba de prisa entre peatones y coches que lo evitaban con más desprecio que miedo. Gesticulaba señas de mando, saludaba como soldado y permanecía en firmes al golpetear entre sí los tacones de las que alguna vez fueron botas pulimentadas. Luego, cumplido el rondín, se echaba sobre cartones contra una pared iluminada con anuncios de Coca-Cola. Impávido, gastaba las horas de luz sumido en un lastimoso silencio. Allí se quedaba, bajo un tapadizo inmundo en los barrios bajos de su ciudad natal, sin moverse ni beber, sin pestañear ni sentir necesidad de alimento.
Al amanecer de cualquier semana de noviembre de 1987, un policía descubrió su cadáver bajo el puente de Pittsburgh. Harapiento, apestoso, con barba de meses o años y capas de mugre que le engrosaban la piel, estaba tan flaco que el oficial confundió sus clavículas con armas ocultas en los andrajos. Tirado de cualquier modo, el guardia tuvo que emplear la macana para identificarle la cara. Ostentaba en la frente un agujero de bala y, de tan abiertos y pavorosos, nadie se atrevió a cerrarle los ojos.
Entre apuestas y bolas negras, los del forense se rifaron el turno de auscultación porque nunca sintieron tal asco ante un pordiosero, “desconocido y varón” que llegaba a la morgue con atavíos militares. Al darse cuenta de la identidad del difunto intervino el Pentágono y a su pesar corrió la noticia como reguero de pólvora. El informe oficial no mereció más de tres líneas: Robert Tsuovas, destacado combatiente en Vietnam, murió en los pasados días bajo el puente de Pittsburgh. Condecorado en más de cinco ocasiones, nunca se desprendió de su Medalla al Valor.
Prófugo de la memoria, jamás encontró reposo. Sabía que donde estuviera irían con él la muerte y los recuerdos ensangrentados. Su nombre se fusionó al de otros que quizá también prefirieron alcoholizarse, drogarse o morir a sobrellevar la carga de sus acciones. Los antecedentes difieren porque, siquiera durante unos días, las noticias lo elevaron a personaje efímero, vinculado a una de las órdenes más criminales que una generación llevaría como estigma en la frente. No era Tsuovas, sino la atrocidad del napalm… Todo, al final, quedó al descubierto, cuando el mundo se estremeció con la fotografía de una niña que, empavorecida, corría desnuda por un sendero para huir de las balas y de algo horroroso que les quemaba. La masacre duró unos minutos. Destrozados, cien o más cuerpos fueron amontonados antes de ser arrojados violentamente a una fosa común. Quedaron intactos los cuencos de arroz, peroles sobre el fogón, ropa recién lavada y pequeños vestigios de un pueblo sorprendido por el invasor y la muerte.
Corría el mes de marzo de 1968. My Lai era una pequeña aldea habitada por ancianos, mujeres y niños. Nadie sabe por qué fue elegida por Tsuovas y sus hombres para realizar una tarea de “escarmiento”. La “hazaña” encabezaría las protestas contra los crímenes de guerra que, años después, contribuyeron a la derrota yankee en aquella región oriental. Cumplida su misión, no se supo más de aquellos soldados.
El forense comprobó que Robert Tsuovas tenía un barril de vodka en su organismo y que rellenaba con drogas el espacio sobrante en sus venas. Durante años de mal vivir y no dormir, de padecer el rebumbio de las balas y el obcecado recuerdo de los gritos de dolor, el patriota repasó la escena de My Lai hasta el instante de empuñar el arma y sellar el episodio con su muerte. Misteriosamente conservaba, oculta en su zapato, la placa que lo identificó como soldado durante sus jornadas de campaña. Tembloroso, el médico leyó. Miró el cadáver en la plancha y sólo susurró: U.S. ARMY. Robert Tsuovas. Veterano de Vietnam.
A partir de entonces, todo quedaría en los surcos borrosos de su gesto, bajo la red empiojada de sus greñas, entre las uñas sucias, largas como garras, que nunca más probaron la calidez de una caricia. My Lai, la niña que corría, un Vietnam asolado por los gases, la guerrilla, un arrozal destruido a machetazos, ríos envenenados, rostros deformados, una edad enloquecida... todo parecía absorbido por la sarna, el sembradío de llagas, la inmundicia de un suicida que hasta el final exhibió su patriotismo.
Por última vez apareció su nombre en las noticias. Por última vez, piltrafa uniformada, Robert Tsuovas ventiló sus trapos sucios y se orinó en una bandera que envolvía el envase de vodka que se encontró junto a su cuerpo.