Toda verdad tiene cuando menos dos lados: una, de quien la divulga a voces y persuade aun sin razón; otra, de quien la oculta, la acepta y calla. Un lado es el del que la dice; otro del que la cree, sin que importe su validez. La verdad, pues, es discrecional hasta que se demuestre que lo que es no puede ser de otro modo; es decir, cuando se llega a la raíz y no acepta ninguna interpretación.
Sin logros feministas, jamás estaría escribiendo estas líneas. Tampoco defendería el valor de la dignidad ni dirigiría cada una de mis palabras hacia la conquista de un humanismo laico y a la altura del mejor siglo XXI. Luchar por derechos, equidad y libertades, sin embargo, no nos exime de la obligación de señalar lados oscuros; tampoco lo vergonzoso ni las realidades incómodas que suelen encubrirse para acentuar intereses discrecionales. En ese sentido y sin olvidar la degradación de las instituciones, no puedo negar que colecciono en la memoria un montón nada desdeñable de madres tóxicas, monjas, maestras, esposas y mujeres en general que, malas malísimas e insensibles como el que más, de menos merecerían ser exhibidas y denunciadas públicamente. Vientres y lenguas idóneos para reproducir súper machos y engendros monstruosos, sin su muy efectiva contribución jamás habríamos caído hasta el inframundo en el que nos encontramos. Gracias a sus nefastos excesos proliferan feminicidas, descuartizadores, torturadores, narcotraficantes, secuestradores, odiadores de toda ralea, prevadicadores, violadores, abusadores…
Desde niña he observado el contrapunto de las pasivas, oprimidas y devaluadas: mujeres violentas y horrorosamente deshumanizadas que indistintamente tratan de manera infame a padres, esposos y vástagos. Golpean a rabiar a los menores, los arrean a punta de insultos tremendos, activan sus instintos más bajos y, de manera simultánea y contradictoria, los sobreprotegen aun cuando adultos ante el reclamo de sus fechorías. Inclusive tienen la cachiza de ocultarlos, mentir y hacer trampa y media cuando –convertidos en delincuentes- salen a la luz pública. Nada pues, que ignoremos en estas tierras propicias a la ferocidad y reacias, todavía, a los dones de la grandeza.
Ante tanta infamia, zafiedad y crueldad enquistada en la vida en común debemos preguntarnos si las madres, además de su fardo heredado, deben ser educadoras, aunque estén indotadas para cumplir esta misión. Formar mejores personas y no peores enemigos es imperativo civilizador que no excluye la responsabilidad de los padres ni la del Estado. Cuando la cadena cultural se va degradando tan visible y radicalmente, sin embargo, hay que volver a las fuentes femeninas, ni modo. Eso es así y así ha sido desde los días de Eva, Gea, Metis, Yocasta, Olimpia, Medea, Clitemnestra, Isis, Cuatlicue, Durga…
Mientras la situación femenina no se subsane, no desaparecerán los inauditos índices de criminalidad en México ni la verdad que hay detrás de los feminicidas. Es indispensable investigar a fondo a las madres de “El pozolero”, “El Chapo”, “La Barbie”… Y a las del batallón de agresores y asesinos monstruosos que se han adueñado de la sociedad. El pueblo mexicano está demasiado dañado moralmente para aceptar compromisos confiables, empezando por la cultura: el machismo si es una cuestión femenina y no puede sustraerse del compendio de conductas aberrantes que permanecen intocadas e inmencionadas. Madres bárbaras, oprimidas, maltratadas, mal nutridas, deformadas o humilladas que, violentas y violentadas o no, carecen de aptitud para contribuir a la superación moral y educativa de su prole.
El efecto devastador del machismo no es privativo de una clase social ni de analfabetos: está en todos los niveles de la cultura. Inseparable del concepto malogrado de lo femenino, ha sustituido con miedo e intimidación tanto el amor como el saber y el principio de autoridad. Las mujeres somos espejo y registro del estado que guarda una familia, una comunidad y cualquier país. Entre el imperio del narcotráfico, el crimen y la corrupción que campean sin control en todos los órdenes de la vida –familias, iglesias, escuelas, calles, transportes y espacios públicos y privados-, el cáncer social comienza, se encumbra y concluye en la realidad femenina. La descomposición radical del Estado no ocurre por generación espontánea, es un proceso que, como la carcoma, destruye de adentro afuera; es decir, desde los vientres. Y así debe sanearse, porque las madres son los ejes reproductores de la miseria con ignorancia y de la frustración con desprecio.
Desde esta fórmula perversa se multiplican geométricamente causas y consecuencias extremas que degradan a los individuos, a los estratos y a las instituciones. Humilladas dentro y fuera de su entorno, marginadas del sistema de oportunidades vitales y violentadas de todos los modos, millones de mexicanas (de-formadas) son o han sido las paridoras de feminicidas, maltratadores, delincuentes de toda ralea y del batallón de asesinos, corruptos y prevadicadores que nos han convertido en uno de los países más peligrosos e inseguros de nuestro tiempo.
Leer el domingo 25 de noviembre en El País el estremecedor artículo “América Latina, la región más letal para las mujeres”, firmado por Elena Reina, Mar Centenera y Santiago Torrado, nos obliga a asumir posiciones y compromisos concretos. A nadie deja indiferente esta verdad en cifras y aún sin solución porque la raíz no se transforma, no se denuncia ni se castiga. Es la verdad que debería gritarse en la Corte Internacional de Justicia. Indicadores del estado de la justicia y la educación pública, los feminicidios son la consumación última del odio a lo femenino y el producto extremo de lo más enfermo en la realidad social, que compromete a las propias madres: en 2017, únicamente en México, “murieron asesinadas 3,430 mujeres –nueve al día-, pero sólo 760 fueron investigados como feminicidio. En parte, porque en algunos Estados ni siquiera está tipificado este delito.”
Léase el artículo citado para visualizar este escenario que supera lo dantesco. Esgrimir los derechos femeninos debe comenzar por acciones educativas para cultivar otra manera de ser mujeres, madres y civilizadoras para que los hombres aprendan eso: ser hombres. Nada podrá transformarse ni democratizarse si la justicia y la educación no comienzan por el eje reproductor de la barbarie. Víctimas y victimarias a su pesar, no se les puede exigir a las humilladas que, además de las desgracias y la ignorancia que llevan a cuestas, deban formar moralmente a su prole y, por extensión, a la familia y grupo de pertenencia. Una sociedad desquiciada y envilecida no se inventa de la noche a la mañana. Más allá, los gritos femeninos de dolor, de denuncia o de propuestas han sido infructuosos hasta ahora, por una causa: estamos acosadas por sociópatas que, pese a todo, “tuvieron madres”, madres cuyos derechos y deberes no fueros atendidos y siguen retorcidos.
Hay que decirlo alto y con indignación porque la grilla imperante es una nube pestilente que enturbia la realidad y justifica, en los hechos, la incapacidad histórica de este pueblo para civilizarse y gobernarse: educar, siempre educar para transformarnos y ascender moralmente. Nada de cejar en el empeño de formar mejores personas, así como gobiernos y sociedades dignas.