Mi deuda literaria con Marcel Schwob es inmensa. Desde que el azar puso en mis manos Vidas imaginarias, supe que este genio del relato me acompañaría de por vida. Estudiante aún y a la caza de libros viejos, en sabe Dios qué rechimales de la Antigua Librería Robledo descubrí con asombro la colección casi al completo de la maravillosa Editorial Cvltura, 50 o más años después de desaparecida. Recuerdo que cada edición era de 500 ejemplares, destinados a los supuestos 500 lectores que había en el país. Ni en décadas se cubrió la cifra correspondiente de compradores, a pesar de que los asiduos del saber de oídas presumieran todo sobre la aventura intelectual de Cvltura.
Creada y dirigida por Agustín Loera y Chávez y Julio Torri entre 1916 y 1923, la Editorial tuvo el propósito de divulgar curiosidades literarias y autores significados para aquellas generaciones. Con seis cuadernos anuales, hasta alcanzar un total de 87, los títulos, prólogos y traducciones -como la versión de Schwob por Rafael Cabrera, que me deslumbró desde la primera página- a la fecha siguen distinguiéndose por su notable calidad. No está de más reconocer que gracias a Cvltura conocí a Schwob y que, además, este fue el medio de mis primeros contactos literarios con algunos miembros del Ateneo de la Juventud, quienes, como los Modernistas, no dudaron en compartir su afición por las letras francesas, que no tardé en hacer mía.
Todo fue seguir con La cruzada de los niños, para ir en pos de otros cuentos perfectos, como los contenidos en Le Roi au Masque d´Or, que un buen amigo me envió desde París. Me empeñé en seguir sus huellas hasta agotar la última página de su breve, brevísima obra, que nunca me canso de celebrar. Conmovida con las imágenes de los infortunados críos “de corazón puro”, lanzados en pos de Tierra Santa o del Santo Grial, busqué más títulos, datos biográficos, testimonios, referencias, cuentos, accesos cruzados…: lo que fuera con tal de integrarme, por derecho propio, a alguna de “las sociedad secretas” que, según Borges, hay en todo el mundo constituidas con devotos elegidos de tan prodigioso escritor.
Su “Paolo Uccello”, obra maestra de la ficción verdadera, ha ocupado, con el resto de sus monumentales Vidas imaginarias y sin menoscabo de El libro de Monelle, Corazón doble, El rey de la máscara de oro, Mimes, Viaje a Samoa, La estrella de madera y cuanto ensayo o narración se rescata al paso del tiempo, un espacio sagrado en la pequeña biblioteca que llevo en la memoria. No renuncio a encontrar su Estudio sobre el argot francés (1889) ni alguna biografía secreta que descubra los años, las aventuras y los goces en que, niño aún, se trasladó de la casa familiar de Nantes a la Biblioteca del Palacio Nazarino para ser tutelado, a partir de entonces, por un gran bibliotecario: nada menos que su amado tío Léon Cahun (hermano de su madre y miembro, como Marcel, de una familia tan ilustre como amante del saber), a la sazón viajero, explorador, humanista, escritor y orientalista de enorme prestigio. Fue así como este genial descendiente de rabinos y de la más depurada cultura judía realizó a su lado y con seguridad bajo su dirección, traducciones del griego y del latín de autores como Apuleyo, Catulo, Petronio, Anacreonte y Longo, mucho antes de ingresar al Colegio de Sainte-Barbe, en París.
Casi no hay estudioso ni comentarista que pase por alto la evocación de Guillaume Apollinaire, publicada al día siguiente de la muerte de Schwob, en el único número de la Revue Immoraliste, donde destaca la importancia que tuviera en su vida el tío Léon, a su vez fallecido a fines de marzo de 1900, a los 59 años de edad. De la edición de La nave de los locos, de Premia Editores, extraigo el siguiente párrafo:
“Vuelvo a verlo junto al lecho de muerte de su tío Léon Cahun (…) Envuelto en un grueso abrigo, Marcel Schwob estaba tendido en un sillón, mudo e inmóvil como un Napoleón enfermo y vencido. Sólo sus ojos se movían, uno de ellos algo velado bajo el párpado abultado por una excrecencia semejante a un orzuelo.
“Su pensamiento se concentraba en el muerto, que lo había introducido a estudiar Villon y le había aconsejado traducir a Shakespeare.”
Para alegría de sus cófrades, Mauro Armiño tradujo, reunió y editó recientemente en la española Páginas de Espuma los cuentos completos de este singularísimo y dotado escritor, crítico, ensayista, traductor, políglota y erudito judeo-francés nacido en Chaville, en 1867 y muerto en París en 1905, de quien diría Jules Renard que “todos los artistas deberían aprender de memoria”.
Cuando busco la perfección, la belleza de la palabra o inclusive el detalle insignificante que pudo ser decisivo en la determinación de un destino, el extravagante Schwob –lector puntilloso de Stevenson, Villon y Poe- aparece de nuevo al lado de los mejores para confirmar que, en el arte de las letras, lo principal se oculta y permanece en el otro lado, en lo que está más allá de lo aparente, en lo que no se dice o “en el revés del espejo”, donde mejor le gustaba explorara Borges.
Como quien busca al amigo para dialogar sobre levedad, la fábula, los dioses, la piedad, el miedo, el poder del silencio y la palabra, los bajos y los altos mundos o sobre hombres y cosas que fascinan a “raros” como yo, de vez en vez acudo a sus páginas. Sus aciertos demuestran que “el arte está en la parte opuesta de las ideas generales”, nada menos que donde él se encontró a sus anchas, aun respecto de sus gustos, su afición por el teatro y la música, así como por los ambientes y las personas atípicos que se complació en frecuentar. No es extraño que se haya casado con una actriz, Marguerite Moreno, ni que la relación entre ellos fuera tan poco convencional como su capacidad de cultivar la amistad y dar rienda suelta a su vitalidad, no sólo sin ceder a los vaivenes de su mala salud, sino sin suspender las intensas jornadas de trabajo que tanto admiraron contemporáneos como Henry F. Bataille, Valéry, Anatole, France, Jules Renard o el propio Apollinaire.
Entre sus extravagancias, disfruto la de hacerse acompañar de Ting, su sirviente chino, con quien se habría de embarcar hacia Samoa, en 1901 tras huellas de Stevenson. Entre incidentes y recaídas sin cuento, la enfermedad avanzada no le impidió viajar además a Portugal ni dejar de trabajar con intensidad hasta sus últimos días. Fue Ting quien lo cuidó con conmovedora fidelidad oriental en sus buenos, regulares y malos momentos, hasta depositarlo en la tumba, en 1905, mientras al parecer desde Marsella se extendía una epidemia de peste.
El secreto de que su genio jamás envejezca está en la cifra de su estilo: seguir la pista de rasgos particulares e inimitables que, por intransferibles, prefiguran una historia a medida del personaje en su entorno. En todos sus relatos priva lo individual, lo único que desclasifica y recrea al observado desde la óptica de un genial reinventor de destinos. Real o de preferencia imaginada, la sustancia verosímil es materia prima de su ficción. Petronio, Empédocles, Clodia, Katherine la Encajera y cualquier hombre o mujer rescatado de la historia, de la bellaquería o de las oscuras profundidades de lo que es capaz el ser humano cobran vida por el prodigio de una imaginación tan habituada a transitar entre los clásicos que su obra solo se explica por la enorme cultura acumulada en los escasos 37 años y meses que estuvo en este mundo.
Seguir el detalle, buscar el gesto, lo único, pues no poseemos más que nuestras rareza. Lo escribió en su espléndido y adelantado ensayo sobre “El arte de la biografía”. Y, para quien quiera entender en qué consiste la individualidad, no hay más que pensar en los trazos de un carácter. En sus palabras: “que un hombre haya tenido la nariz torcida, un ojo más alto que el otro, la articulación del brazo nudosa; que haya solido comer la carne blanca del pollo a determinada hora, que haya preferido el Malvoisie al Château-Margaux, eso es lo que no tiene paralelo en todo el mundo. (…) Un libro que describiera al hombre con todas sus anomalías sería una obra de arte parecida a una estampa japonesa donde vemos eternamente la imagen de la misma oruga que ha sido vista una sola vez y a una hora particular del día.”
En tiempos de mucha prensa, malas letras, conformismos mediocres y exaltaciones casi histéricas de plumas y nombres que nada descubren ni causan goces ni asombro, considero casi un deber moral recobrar el carácter sagrado de la palabra y lo que con ella han sido capaces algunos escritores, como Marcel Schwob, cuya vida podría ser, por su variada intensidad, una de sus mayores ficciones.