Formar integralmente a la población nunca ha sido prioridad del Estado mexicano. Tampoco imperativo ético. Mucho menos cuestión de seguridad nacional ni requisito para elevar al país a la altura de los mejores. Entre ignorantes es fácil fomentar el nacionalismo y acostumbrarse a la barbarie. Lo difícil es hacer patriotas porque el patriotismo exige conciencia cívica, honor y responsabilidad. Tema infaltable en los cambios de gobierno a partir del incumplido Artículo 3º. de la Constitución, se podrían apilar leyes, programas, “reformas”, ajustes y proyectos condenados al pozo de tentativas y fracasos. La vergonzosa actuación de las organizaciones sindicales arrastra la responsabilidad del atraso acumulado. Gradualmente, desde los días de la diarquía Obregón-Calles, los dirigentes se fueron asimilando a los intereses del sistema. Crearon sus mafias, sus cotos y sus lenguajes de toma y daca. Indivisos del “Sistema”, no tardaron en convertirse en sostén y brazo complementario de la corrupción oficializada.
Como tantos aspectos enredados a la historia del poder, el complejísimo, burocratizado e intimidante capítulo de la Secretaría de Educación Pública está más cerca de la novela negra que de la sociología de la cultura. Sin valorar ni cumplir su alto deber moral, a su vera la organización sindical se constituyó en omnipotente y diversificado reflejo del cáncer social que alcanzó su clímax más tenebroso con Elba Esther Gordillo. No deja de ser una advertencia su reaparición como amiga solidaria del virtual Presidente López Obrador: cosas veredes... Ante el triunfo electoral de MORENA, nos falta ver el rumbo y desenlace de la Coordinadora en la sufrida Oaxaca. Allí, desde la más obvia falta de responsabilidad y conocimientos, la cáfila de dizque maestros ha despojado a sabe Dios cuántas generaciones de niños desvalidos social y económicamente, de la oportunidad de modificar su destino.
Lo inexplicable –o injustificable- del atraso educativo del país debe interpretarse a la luz del pragmatismo circunstancial, pues tan largo y sombrío historial de componendas, alianzas, encubrimientos y complicidades cultivados desde los días de Calles e incrementados de manera expansiva hasta reventar la costumbre del poder, no ofrece un porvenir inmediato esperanzador. La pregunta obligada es cómo se piensa reestructurar esta complejísima y enferma institución. Para el régimen gubernamental es un dolor de muelas. Los intereses sindicales siguen siendo el monstruo a vencer. Sin embargo, para un país de casi 130 millones de habitantes tremendamente afectado por conflictos propios de sus desigualdades extremas, la educación en particular y la cultura en general son asunto de vida o muerte.
Salvo dos proyectos fallidos a causa de la corrupción política –el de Vasconcelos fundador de la SEP en 1921 y el de 11 Años de Torres Bodet, en 1958-, ningún proyecto, reforma o “ley” se ha discurrido y/o aplicado a partir de un principio de realidad. Tampoco se ha sostenido. El efímero “Sistema Nacional de Compromisos” de Porfirio Muñoz Ledo, duró lo que la lectura, en Los Pinos, de su presentación. Despedido ese mismo día por el presidente José López Portillo, Fernando Solana lo sustituyó en la SEP y, a pesar de su intención de “modernizar” las relaciones entre sindicato y gobierno, ganó el peso del sistema, como sería de esperar. A pocos días del infortunado suceso que cambió para siempre el destino político de Muñoz Ledo, pregunté directamente al Presidente, durante una cena privada en casa de amigos, cuál fue la causa de reacción tan radical. La respuesta fue del tamaño de su megalomanía: “No era un proyecto educativo. Porfirio me presentó un programa de gobierno. ¡Y aquí, el único que gobierna soy yo!”
Pues si, de eso se trata: educar no es solamente un programa de gobierno; en lo sustancial es un proyecto de vida, de país, de futuro... Se trata de conducir las fuerza formativas de la sociedad, de sustentar un gran compromiso cívico, de elevar la calidad material, física, moral y espiritual de la población. Significa depurar aptitudes, imaginación e inteligencia para el mejor desempeño de la vida en común, del trabajo y de las estructuras del desarrollo. Si la vanidad de López Portillo no lo hubiera cegado quizá, en tan tremendo crecimiento demográfico, los problemas no resueltos no habrían radicalizado las desigualdades hasta los extremos actuales. De haber educado a esas y a las siguientes generaciones seguramente no habría tal criminalidad ni habríamos descendido hasta los niveles espantosos que ahora padecemos.
Sólo la educación dignifica el porvenir de los pueblos.
Los países más evolucionados lo son porque invirtieron ayer en la formación, en la ciencia, en las humanidades, el arte y la tecnología. No hay magia, sólo educación sostenida e inteligente. Si ignorancia afianza el cáncer social, la miseria con ignorancia engendra monstruos. No hay más que mirar a nuestro alrededor: vivimos presas de terror, atenazados por la criminalidad y la degradación urbana, en estado permanente de ansiedad. Si la formación cabal es el primer acto de inteligente supervivencia personal y social, elevar la calidad de la cultura es condición inaplazable para el desarrollo, la dignidad y el bienestar no sólo del individuo, sino de la población en su conjunto. Entender la superación como fuerza vital, creadora y comunicante implica un deber compartido. Este deber se ha ignorado desde los días coloniales. Sólo los pueblos corruptos y atrasados creen en la supuesta conveniencia de torcidas alianzas políticas, componendas sindicales y farsas dizque educativas. El costo de tan imperdonable fraude se calcula por décadas y ya siglos de atraso y daños masivos colaterales.
Con el sistema político en ruinas y la sociedad completamente desestructurada, nuestra suerte está echada: nos aventuramos con un sistema educativo inteligente y de calidad, complementado con investigación científica a la altura de la demanda, más humanidades bien sustentadas y una formidable secretaría de cultura o nos resignamos a continuar atizando este infierno de todos tan temido.
La verdad es inocultable: desde la Independencia, no construimos un gran país; tampoco una república capaz de enorgullecernos. Hemos arrastrado durante generaciones y ya siglos el complejo del vencido, el síndrome de la derrota y, ante todo, la sostenida incapacidad de ser y comportarnos como patria adelantada, digna y capaz de enorgullecernos. Es hora de atrevernos a romper las ataduras del pasado. Es hora de probar que no nacimos para ser los eternos perdedores.