Desde que la criatura da sus primeros pasos prefigura un camino. Varían el ritual, la distancia, la forma y el sentido con que se recorre de un punto a otro. Se puede confirmar o evitar el sendero, pero cada uno ha de andar lo que le ha sido dado. Lo importante es comprender qué y para qué se busca algo o nada con tanto ahínco. Y si nadie escapa al propio destino, de acuerdo a los griegos remotos, es mejor valorar sus avisos. Las caminatas enseñan que la Naturaleza, como la vida, tiene sus reglas: las respetamos o nos volvemos contra ellas. Cuando esto sucede, el medio, la mente y el cuerpo saben cómo cobrarse.
Excepto la sensación de que mi destino estaba en pausa o como dormido, nada podía vincularme a la flecha amarilla ni al dibujo del peregrino que guían el sendero. Consciente de mi condición fantasmal, intuí que algo debía esclarecer entre los Pirineos y Galicia. Cerré mis páginas, estudié la geografía y lo que tenía que saber y, sin expectativas ni pretensión de pertenecer a la raza de los que se creen importantes, me aventuré a lo desconocido. Nunca supuse que los vestigios románicos y renacentistas me provocarían tal estado de encantamiento. Subir y bajar montes a pie, sólo tuvo un propósito: confirmar el valor de la libertad y el silencio. No pedí más.
Estar dispuesta a lo que el camino depara no significa que las costumbres no pesen al pernoctar en albergues más incómodos que modestos y algunos con pulgas y rateros furtivos. Sin embargo, desapego y un buen cobijo causan milagros. Mal comer y dormir durante semanas de errar por pueblos pequeños o deshabitados, en viñedos, huertos, bosques, carreteras y villas, se compensa con el talante español y el novedoso interés de recuperar sus paisajes. Y a eso se va, a fin de cuentas: a probar lo ajeno y, con suerte, a descifrar lo vivido con estupefacción y cansancio.
Gente hay, aunque no en todas partes ni en los mismos horarios. Unos hablan de más; otros se agrupan por temor a la soledad. No faltan los que suponen que cambiarán del negro al blanco en sus vidas solo por caminar o que su tedio se acabará como por arte de magia. Si algo se aprende es que no hay madurez: la enfermedad del siglo es el tedio. Durante kilómetros, solo escuchaba el chaz chaz de mis propias pisadas. De repente, un riachuelo, pájaros en vuelo, el jabalí a lo lejos, vacas o corderos: la otra expresión de la vida sin fantasías ni dudas existenciales. Aparecen mujeres de manos rudas y rostros surcados de arrugas que atizan fogones frente al portal. Perros que ladran, viejos sentados al sol, construcciones de siglos y bebederos que quizá conoció Francisco de Asís al peregrinar por aquí. Por momentos la palabra es puente entre dos orillas y se queda ahí, suspendida, en hablantes que algo quieren y buscan, pero no saben qué. La palabra también es luz y su ausencia: la sentía, a menudo la tocaba y en dos o tres ocasiones, en pausa sagrada, era poesía que pedía ser nombrada. A más avanzaba, mejor se aclaraba el mensaje de que para ser feliz es el sendero y no el de Santiago, sino cualquiera y de ahí en adelante.
En Navarra, todo era húmedo, nebuloso y tan frío que calaba hasta el hueso. Luego, hiriente el calor en León, nevada como regaño del cielo en el idílico Cebreiro, templado después, aunque variaba a capricho... El clima otoñal era espejo del alma. Antes del alborear emprendía en soledad mi jornada. Atenta al oriente, aguardaba la aurora. La amanecida era hermosa, tan quieta y cabal que la felicidad me colmaba. Por ir absorta en el estallido de luz, en una ocasión tardé en percatarme de que no estaba sola. Me acompañaban otras pisadas, el picoteo de bastones sobre la tierra y el peculiar sonido de la respiración masculina. Reinaba un silencio hondo, como de meditación nocturna o expectación, que me hizo girarme para ver a tres hombres que caminaban en fila cerca de mí. Sonreí y avanzamos en paralelo sin mencionar una frase.
Pasados unos kilómetros, en plena mañana, nos detuvimos en la cima de una colina frente a una ermita románica del siglo XII, que en Torres del Río se anunciaba idéntica a la del Santo Sepulcro. Intercambiamos las primeras palabras al lado de un cementerio y una iglesia muy bella y cercana a la Ermita de Nuestra Señora del Poyo. El que hacía de guía me miró de fijo y repitió sonriendo: L’amore que muove el sole e l’altre stelle… Comprendí que estuvo atento a mi fascinación por el alba. Nos preguntamos por qué hacer el Camino: “para situarme entre el silencio y la palabra”, respondí; y él, a su vez, me dijo que por causas religiosas, que por cierto también abundan. Hacía tiempo los tres deseaban peregrinar a Santiago desde Saint-Jean-Pied-de-Port. Que dos de ellos eran misioneros; el tercero, italiano también, era su hermano mayor –laico, casado y con hijos- y estaba ciego, aunque me costara creerlo. Por eso marchaban uno detrás de otro, para iluminar la senda, indicar la presencia de piedras, agujeros u obstáculos y evitarle traspiés o alguna caída.
Francesco tuvo la gentileza de aclararme que su hermano es músico e independiente desde niño. En Italia se le reconoce por sus habilidades extraordinarias para sortear escollos, reales y simbólicos. Para ellos era un privilegio hacer juntos y en silencio el Camino. Viajaban como perfectos peregrinos: sin dinero y “atenidos a la Providencia”, por lo que llegar al sepulcro del apóstol Santiago sería una gran bendición. En ese momento la “Providencia” recayó en mí, así que les invité el desayuno, nos colocamos mochilas, gorras y bastones y continuamos la marcha por una campiña más pedregosa, cuesta arriba y pesada cuanto más nos aproximamos a Viana. En Logroño vendría a descubrir que el segundo hermano era especialista en Dante y que el destino me reservaba uno de los encuentros más fructíferos y felices de esta experiencia.
Compartimos jornadas hasta llegar a senderos llanos. Aparecieron más cuestas, desniveles, arroyos, peñascos y descensos tortuosos que veía con terror pensando en el caminante ciego. A veces lo veía titubear. Cerca de un coto de caza, la vereda se estrechó en terreno montañoso y difícil. Había que descender poco a poco, auxiliados por piolas, pues la vía era reducida y erraba al filo de una cañada para ponerse a temblar. A la izquierda, allá lejos y abajo, divisaba un hermoso valle cercado por franjas verdes en desniveles; nada preciso al frente, y a la derecha sólo la cima. Apareció un grupo de jóvenes que, a voces, celebraba la juerga de la noche anterior. Entre su barullo y la confusión, el invidente perdió la concentración y cayó doblado por el peso de la mochila. Quedó atorado con uno de sus bastones. Ni siquiera emitió un quejido. Se hizo el silencio. Nadie se movió. Me acerqué a ayudarlo, le tendí la mano y se levantó por él mismo con las rodillas ensangrentadas. Otro asombro, nuevas lecciones: el hombre bromeó y atribuyó los raspones a la inconveniencia de traer pantalones cortos. No se dijo más y seguimos andando. La palabra, la actitud meditativa, la voluntad del invidente, la oscuridad, una amanecida brumosa y penetrada por la flecha de luz, la Aurora: como atravesada por un rayo entendí la cifra de mi camino.
Los nostálgicos de las carreteras se vuelven peregrinos apresurados que rebasan a pie. Otros, más confortables, comen queso, pan y vino sentados a cielo abierto. Pese a largas jornadas en solitario, lo que se escucha de manera furtiva suele ser exaltado y autobiográfico. Y es que Santiago, o el mito del apóstol que continúa atrayendo a viajeros de todo el mundo, anda mezclado no solo al símbolo fundador de la hispanidad, sino a la secreta esperanza de experimentar un cambio radical en la vida. Su leyenda refleja la rica imaginación de la antigüedad, mucho más viva y diversa de lo que cualquier credo es capaz de prodigar para atraer feligreses. Hay que reconocer que la versión religiosa sobre la vida, la muerte y los sucesos póstumos relacionados con este oscuro discípulo de Jesús es pródiga y atrayente. No hay indicios de que fuera sabio, tampoco piadoso ni buen orador, pero la fe obra milagros y lo que menos importa es la carga de realidad. Nadie da cuenta de su presencia en el vía crucis ni de los medios que le permitieron desplazarse desde el medio Oriente hasta el confín del occidente peninsular; no obstante su memoria renace bajo el deseo de creer que siempre hay algo más y de raíz antigua; algo teñido de amor, voluntad o misericordia. Eje del peregrinaje inclusive entre indiferentes, lo cierto es que, a querer o no, el santo acaba por convertirse en tema central de los caminantes.
Uno de los doce apóstoles de Jesús, hijo de Zebedeo y hermano menor de Juan, Santiago comenzó a interesarme desde que lo descubrí en la mitología medieval. Pescadores de oficio, los hermanos echaban sus redes en el lago Genesaret cuando Cristo los apodó “Boanerges” –hijos del trueno-, por su natural impetuoso. Los Hechos de los Apóstoles relatan que participó en el milagro de la hija de Jairo, que atestiguó la Transfiguración y, con Pedro, acompañó a su Maestro a orar en el Campo de los Olivos. Tras la tragedia de la Crucifixión, los apóstoles se dispersaron para divulgar por el mundo la Buena Nueva. Santiago marchó hasta los reinos de España. Estableció una comunidad en Galicia y luego se dirigió a la ciudad romana de César Augusto, hoy Zaragoza. Cuenta asimismo la tradición que como solo siete personas se convirtieron al cristianismo, se le apareció la Virgen Santísima en esa ciudad para facilitar la evangelización e iniciar el culto a una nueva advocación, la Virgen del Pilar, que a la fecha disfruta de un enorme prestigio.
Primer apóstol martirizado, otra de las versiones asegura que a su regreso de España fue decapitado por orden de Herodes Agripa I quien, arrepentido, compartió el mismo fin por su propio deseo. Conocido como El Mayor para distinguirlo del apóstol Santiago el Menor, comienza su fábula a partir de que, supuestamente, sus discípulos recogieron su cuerpo mutilado y se embarcaron con él con rumbo a Galicia. Mitificado siglos después por su conveniente cercanía con Cristo, se entroniza como Santo Patrón de la Hispanidad, gracias a que lo elevan a protector durante las gestas cristianas contra los moros. Así lo encumbra Isabel de Castilla como católica y monarca absoluta tras expulsar al Islam, cuando peregrina ella misma al santuario para agradecer sus favores.
Como ocurre con las buenas historias de la Antigüedad, la suya es insólita. Por sus andanzas sobre el agua, su don de la ubicuidad, las apariciones, el hallazgo de su tumba y los incontables milagros que se le atribuyen, Santiago el Mayor es mucho más que mensajero del Verbo, aunque el arameo fuera su lengua. Con él se instituye el albor de una patria espiritual, pero sobre todo del español: idioma en ciernes durante la Edad Media, pero fusionada al evangelio por obra y gracia del Espíritu Santo.
El hecho es que los peregrinos acuden a Compostela por las causas que sean. Si bien hay quienes aseguran algo muy hondo les dejó el Camino en el alma, lo común es que nadie regresa como llegó, aunque sea por fastidio. Respecto de lo religioso, el ritual concluye al posar la mano sobre la mano supuestamente marcada por el mismísimo apóstol en la columna de mármol, tras el umbral del santuario. Luego, juntar la cabeza a la del santo esculpido en piedra. Visitar la cripta bajo el altar, donde se resguarda el mítico féretro trabajado en plata. Finalmente, subir por un pasadizo para acceder al altar mayor y allí, desde un estrecho recinto, abrazar ante la vigilante mirada de un guardia ataviado al uso medieval, la espectacular, dorada y enjoyada figura de bulto del Señor don Santiago.
Al término de una misa solemne, con suerte se podrá disfrutar del espectáculo a cargo del Botafumeiro. Ocho hombres con túnica medieval mecen de lado a lado, mediante un sistema de poleas activadas por sendas cuerdas, el impresionante incensario de plata que a oleadas perfuma el templo. El influjo oriental cubre los sentidos y un general sentimiento de santidad o de fe consigue, al menos por un instante, la sensación de experimentar lo sagrado. Se cierran entonces lo ojos y se sabe lo que se sabe: el Camino está ahí, sin cesar y adelante.