Antes de que las redes sociales sirvieran para gritar al planeta lo que se susurraba en la intimidad, parecía inviolable la privacía. “Decoro” era una palabra/baúl que por igual servía de disfraz a la represión que como norma para comportarse con corrección; es decir, con disimulo y comedimiento de acuerdo a la moral imperante, lo cual implicaba tratar de aproximarse hasta lo posible al talante inglés, a pesar de que en tierras de sangre caliente la discreción fuera uno de tantos lujos proscritos, a cuya ausencia debemos el menosprecio de la virtud y la incapacidad de valorar la prudencia.
Lo cierto es que la soledad, como la pobreza y el sufrimiento, se llevaba con pudor quizá porque este padecimiento que ya encabeza los males del siglo, no había adquirido la hondura de la transgresión, donde todo está permitido. El caos equivale a que la verdadera elección está eliminada donde el deseo y la necesidad se encuentran determinados por la psicología del consumo. Cuando aún era posible distinguir opciones, una “buena educación” enseñaba a no exhibir deficiencias propias, causar lástima ni se diga y en caso alguno ser sujetos de chismes y maledicencias. Ser educado significaba hacer lo posible por ser mejores personas y dirigir el pensamiento hacia el cultivo del entendimiento y la virtud.
Se sufría en silencio. Se lloraba “a solas”. Los atribulados adquirían la costumbre de hablar solos y la soledad aparecía/desaparecía enredada al barullo de las familias y/o disfrazada con ropas del diario. A diferencia de las cuestiones kármicas, en ocasiones tan útiles en Oriente, en territorios colonizados por la cristiandad se sobrellevaba la soledad -en el mejor de los casos-, como “cruz enviada por el Señor”, especialmente tratándose de mujeres: con dolor y resignación. Tiempos aquellos, por cierto no tan lejanos, en que la confidencia era bolsa reservada al secreto. Los estados oscuros se destinaban, por su orden, a la catarsis literaria, a la confesión purificadora y más acá, a partir del surtidor inaugurado por Freud, al oído de cualquier miembro del universo de la psicoterapia, hoy múltiple y diverso. Ya nos enteramos al minuto de las bajezas que, con nombre y apellido, se publican sin reserva en las redes sociales. Si bien eso desagrada profundamente, lo que duele hasta la médula es la evidencia de la soledad que aqueja al batallón de urgidos de ser notados, vistos y escuchados. Solos, solos de sí y de los demás, gastan sus horas buscando “compartir” lo que no piensan ni eligen por sí mismos, sino lo que dicen, discurren o inventan otros y cuanto en suma, ilustra el verdadero drama: no tener qué decir, ni saber cómo decirlo. Tampoco ser capaces de definir un espacio propio ni un lugar definido en este mundo loco, sin asidero ni capacidad electiva ni identidad.
Antes de que se volviera lugar común la desnudez airosa facilitada por la web, el sigilo otorgaba cierta grandeza y personalidad a los solitarios. De hecho y mucho antes de que la ciencia le hincara el diente a los misterios de la conducta, la poesía ya exploraba el pozo del alma. Inclusive se trataba con gracia y ritmo la fuente de las emociones: tristeza, alegría, abandono, amor, amargura… Escasamente nombrada en el remoto pasado, la soledad hallaba cabida en varios estados de la piedad, del miedo, del sentimiento de orfandad o de la incomprensión de las torpezas humanas. No había hombre más solo que el combatiente al filo de la batalla, el soldado atrincherado que, con los pies hundidos en el lodo helado, miraba la muerte entre el silbido de las balas.
Ahora, atenazados por la mensajería globalizada, la gente se hacina en un bar, en un estadio acondicionado con bocinas y utilería rockera, en una marcha sembrada de consignas o en un centro comercial. Gente, mucha gente que hablablabla y nada dice. Gente junta que no se mira aunque sus cuerpos sientan el calor del grupo. Gente, pues, que marcha en caravana, en masa, en “la bola” nunca mejor ilustrada que mediante la violencia desgobernada de Los de abajo. Avezado observador, Azuela se anticipó en nuestras letras al novelar la ferocidad y el desencanto del montón de solitarios “revolucionarios” que no tenían a dónde ir ni sabían qué elegir, como no fuera embriagarse, vociferar y disparar con mala puntería. Azuela es el narrador que mira sin ser mirado; que dice sin ser comprendido. Describe a los otros que dizque luchaban por su libertad sin que ninguno supiera, ni de lejos, qué cosa era esa de ser libres si allí todos andaban huyendo de algo, mientras la “guerra” cambiaba de móvil y rumbo. Nadie lo dijo mejor, ninguno percibió la soledad del que no tenía a dónde ir ni a dónde quedarse y, para “seguir siendo”, tenía que deshumanizarse. Su imagen ha sido y sigue siendo genial, reveladora, trascendental…: La revolución es el huracán, y el hombre que se entrega a ella ya no es el hombre, es la miserable hoja seca arrebatada por el vendaval…
Solo de los otros, de uno mismo y de los dioses que uno por uno y por su orden se fueron refundiendo en el olvido… Desamparo, certeza de que aun lo más pequeño adquiere la inmensidad de la noche y como dice el Espantapájaros de Oliverio Girondo, al salir a la calle creer que hasta las farolas te echan a patadas… De esa soledad es de la que hay que reflexionar en esta era en que la marginación y la ausencia de solidaridad se ostentan como prendas del materialismo egocentrista, y no de la que el creador y el pensante requieren para trabajar en libertad.
Safo miró desde su lecho la ausencia de estrellas; sin embargo, probó la soledad cuando, abandonada por el joven amante, sufrió la oscuridad absoluta al filo del abismo. Solos, con la inminente visión de la muerte, los guerreros de todos los tiempos ruegan protección, piden amparo y al ofrendar al Miedo, saben que la soledad es el no retorno, es el eco, es nuestra figura en el espejo, ausencia de respuestas, claridad inocultable al saber que eso, así, es lo que ya no acepta simulacro ni engaño posibles, porque la soledad es lo que es: la verdad que queda cuando toda justificación ha fallado, cuando por fin se sabe que no somos la invención de los otros, sino lo que queda de nosotros a pesar de los otros. Detrás del solitario hay un silencio expectante: largo como el terror, frío como los fantasmas de la memoria y oscuro, como las cuencas del ciego. La soledad, como la impotencia, puede representarse de muchas maneras, pero Girondo hace Que te crezca, en cada uno de los poros, una pata de araña; que sólo puedas alimentarte de barajas usadas y que el sueño te reduzca, como una aplanadora, al espesor de tu retrato.
No que el pasado fuera mejor. Sería estúpido defender el tiempo perdido y necio suponer que lo que ignoramos nos enriquece más de lo que sabemos. Tampoco se trata de pregonar bondades de la supuesta compañía o mera presencia –generalmente incómoda- de los que por las causas que sean se arriman a nuestras vidas como si fuéramos semilla pródiga, sombra bendita, ángel protector o causantes de milagros. Se trata de hacer notar que, lejos de comunicarnos, acercarnos, entender y valorar el sentido de humanidad, las redes sociales han servido de pantalla y foro para exponer el desamparo y un profundo sentimiento de impotencia, propios del Hombre contemporáneo.
A diferencia del decadente e inútil confesionario, donde apenas una malla separaba al prejuicioso confesor del doliente confesado, la red social muestra en nuestros días, en plenitud y sin miedo a la sanción que resulte de la confesión, del exhibicionismo, la impudicia o el atrevimiento inclusive de falsear un aserto, noticia o confidencia, un hecho innegable: somos víctimas de la incomunicación y del manipuleo de la publicidad y el consumismo. Rehenes de un modelo económico fundado en la mentira respecto de la concepción de lo bueno, lo útil, necesario, conveniente, bello e inclusive sano, los “beneficiarios” de la tecnología de punta y aparatos “inteligentes”, estamos descubriendo, no sin pesar y rodeados de tremendas enfermedades mentales, que la soledad es, en esencia, una reducción dramática y feroz de lo mejor de nuestra humana condición; es decir, la soledad cultivada por el neoliberalismo global, con su egocentrismo implícito, nos hace más infelices, más aislados y pobres de espíritu que nuestros antecesores, por agrestes y crueles que fueran.
Soledad, soledad verdadera es la pandemia del siglo XXI. Este producto de una sobrepoblación sin precedentes e ignorante del valor del nosotros, está demostrando que para que nuestra especie no agrave un proceso tan ferozmente autodestructivo como el vigente, debe regular tanto sus índices de crecimiento demográfico como la actual relación –letal si las hay- con el medio ambiente y las demás especies. Incluido un indispensable equilibrio poblacional, lo ideal sería valorar el verdadero significado de la solidaridad y el amor. Debemos incorporar la racionalización a los modos de vivir y valorar consideraciones éticas en su exacto significado. Sin embargo, el Hombre es el Hombre y es imposible desatender la lección de la historia: lo que nuestra especie ha hecho en todo tiempo y lugar, invariablemente, ha sido concentrar sus habilidades para matar y destruir. Inventar armas cada vez más sofisticadas, discurrir estratagemas para vencer y/o reducir a los débiles, invadir, saquear, humillar y, por encima de todo, encumbrar la supremacía del yo y lo peor de nuestra condición: justo lo que el actual modelo económico ha elevado a conquista del consumismo.
Tanta gente, tan mal repartida, tan dividida y expuesta al implacable dominio de los menos ha dado al traste a cualquier valoración del principio armonía. Y eso es lo que hace que, a diferencia de lo que la caracterizaba en medios menos complejos, la soledad sea en la actualidad la enfermedad del vacío, la no respuesta, la palabra hueca, el ojo que mira sin ser mirado y, a fin de cuentas, una verdadera tristeza de ser y de estar en el mundo.