Sin precedentes, como todo él. Como tenía que ser la hermosa ceremonia en el Teatro Juan Ruiz de Alarcón del Centro Cultural Universitario de la UNAM. Allí fue investido Doctor Honoris Causa por la Universidad de Sevilla. Diez años pasaron para que la candidatura a tan alta distinción propuesta por don Ramón María Serrera, titular del departamento de historia de América de aquella institución, pudiera realizarse. Vencidos los obstáculos sin cuento, y ante la imposibilidad de que a sus 91 de edad pudiera viajar, la ilustre comitiva académica del claustro sevillano, presidida por el propio doctor Serrera, se desplazó hasta nuestro país para honrar “a uno de los mayores historiadores del siglo XX”.
Con una abultada lista de doctorados y distinciones en su biografía, no que éste le hiciera falta, pero por su simbolismo se equipara a los de mayor importancia. Recordemos que en Sevilla se encuentra el Archivo de Indias y que, desde el emblemático 1492, esa ciudad también es cifra de todo: desde la expulsión de árabes y judíos de la Península hasta la consolidación del idioma y de la unidad de la Corona; y desde la expansiva cultura española mediante la Conquista y la colonización hasta la conservación de la memoria documental del abatido mundo prehispánico, así como del mestizaje naciente en el Nuevo Mundo, la actuación de la Iglesia y las atrocidades de la Inquisición.
Filósofo e historiador en posesión de todos los méritos académicos, a la fecha no aparece el valiente que contradiga sus a veces controversiales interpretaciones tanto sobre la “filosofía” y el universo náhuatl como de su consideración de que fray Bernardino de Sahagún fue “el primer antropólogo de los nahuas”. Y no se lo contradice porque nadie, como él, ha inferido y auscultado hasta el nervio recóndito para dar con la exégesis más citada, traducida y aceptada de cuantas se han publicado sobre los antiguos mexicanos.
Nahuatlato de ayer y de hoy, no ha desperdiciado un día desde que, a mediados del siglo pasado, sellara su discipulado e identificación intelectual con el padre Garibay, a la sazón guía de su tesis doctoral: “La filosofía náhuatl estudiada en sus fuentes” (1956): primera aportación en plena madurez del que sería su quehacer vitalicio. A partir de entonces y durante sesenta años de trabajo fecundo, el también miembro del Colegio Nacional desde 1971 y acreedor de la Medalla Belisario Domínguez ha contribuido no únicamente a rescatar en sus propias fuentes –en particular del náhuatl- la memoria, la voz y la dignidad de los pueblos originales, también y muy especialmente, a trasmitir su pasión por la grandeza de nuestro pasado a numerosas generaciones.
Gracias a la emisión en vivo por las redes sociales, pude disfrutar la ceremonia sin las distracciones que convierten los grandes eventos académicos, políticos y culturales en platicaderos y saludaderos, para ver y ser vistos. La emotiva intervención del querido Miguel me recordó el deslumbramiento, a mis 17 o 18 de edad, que me causó la lectura de La visión de los vencidos. Lo demás fue seguir su palabra y descubrir, por su orden, a Ángel María Garibay, Silvio Zavala, Alfonso Caso, Laurette Séjourné, Jacques Soustelle, Hugh Thomas… No, no soy historiadora de lejos ni de cerca; sin embargo, a mis mayores debo la certeza de que, sin historia, no hay modo de entendernos ni entender el proceso de la cultura y mucho menos las letras, la filosofía, las mentalidades y, en suma, el misterio del Hombre.
En tanto y seguía con atención las palabras de León-Portilla sobre Antonio de Nebrija, Nicolás Monardes y fray Bartolomé de las Casas, en paralelo pensaba que, para esperanza de la tercera edad, ni el entusiasmo intelectual ni el don del conocimiento desaparecen con la vejez avanzada. Antes bien: una cabeza bien dispuesta, como la suya, hace más soportables las pruebas de humildad impuestas por la senectud y su compañera infalible: la enfermedad. Y enfermo, además de con la vista y el oído dañados, ha estado este sabio maestro, pero jamás –ni siquiera en fotografía o por descuido- pierde la sonrisa porque, según confiesa, es y ha sido un hombre feliz.
Como en su hora el formidable centenario don Silvio Zavala, León-Portilla ya supera los noventa con gran lucidez. Maestro siempre, generoso en lo esencial, él mismo es una confirmación de que no hay mayor fórmula para cultivar la alegría de vivir y disponerse a su término con sabiduría que la mezcla de bondad, amor al destino elegido, compasión y respeto esencial. Eso, sin descartar el deber de la critica como parte del alto deber moral de la inteligencia. Y estos son algunos de los atributos de quien, mediante su incesante rescate del que fuera oscuro legado de nuestros mayores, nos recuerda libro a libro que nada hay más revolucionario y vivificante que la fuerza del humanismo.
Celebrar este evento es necesario ya que entraña vasos comunicantes, indispensables para abordar la complejidad de nuestro pasado: De la Gramática y el primer Vocabulario de la lengua a la medicina, de la botánica al primer llamado de los derechos humanos en defensa de los indios y desde ahí la Historia de Indias con la intervención de los anónimos de Tlatelolco y la espléndida aventura de los teólogos de la Escuela de Salamanca, fundadora del Derecho Internacional, liderada por Francisco de Vitoria… De ahí que, a propósito de lo que dijeran tanto el ilustre homenajeado como el brillante doctor Serrera, pasara por mi mente el lado más luminoso del siglo XVI. Ese es el prodigio de la historia, cuando abordada con talento, conocimiento e imaginación: emprender la hazaña de la razón al margen, en paralelo o a consecuencia de atrocidades que exhiben las honduras nefastas de que son capaces los hombres.
A todos los niños, jóvenes y adultos de nuestra América debería enseñarse los inmensos logros que los dotarían de identidad, sentido moral y conciencia de sus orígenes. Pienso, por ejemplo, en el celebérrimo Sermón de Adviento, redactado a favor de los indios por ocho Dominicos y publicado la víspera del domingo 21 de diciembre de 1511, en voz de fray Antón de Montesinos en La Española, hoy República Dominicana. Revolucionario si los hay, éste es sólo un ejemplo de lo que debe ser infaltable en una verdadera reforma educativa en vez de alardear esa idiotez de “enseñar a pensar”. Pensar es atributo de nuestra condición, sólo hay que cultivar el pensamiento con conocimientos, juicios críticos, memoria, cultura y un sentido ético de la existencia.
Tenemos mucho que agradecer a Miguel León-Portilla. En lo que a mi respecta, fue el primer sabio, con todo lo que el término implica, que conocí en mi vida. Y nada hay en este complejo mundo que dignifique más lo que el Hombre es y lo que aspira a ser y lo que ha sido que la sabiduría.
Mexicanos así son los que nos honran.