El otro es el culpabl

Zev Hoover.

Zev Hoover.

Será obra de viejos o nuevos dioses, herencia de los abuelos remotos, un error genético o del clima, culpa de la Colonia, desgracia cultural o quiste en la memoria colectiva: absurdos y conjeturas sobran, igual que los testimonios de fray Diego Durán sobre la costumbre de los antiguos mexicanos de no limitarse en timos y crueldades, a condición de jamás asumir la responsabilidad y las consecuencias de los propios actos. Lo cierto es que desde la Historia de las Indias de Nueva España e Islas de Tierra Firme hasta nuestros días el “yo no fui” ni me atrevo con la verdad es complemento histórico de la tristemente célebre afirmación: “nadie ha visto ni oído nada”. 

“El otro es el culpable” preside las versiones de las derrotas y torceduras mexicanas, públicas y privadas. También: “el otro debe hacer lo que me corresponde…” “Yo, ¿por qué?” Y entonces se estira la mano para recibir –según “el sapo”- la dádiva del gobierno, del automovilista, del consumidor en el supermercado, del presupuesto y aun de quien, para sobrevivir el desafío de la calle, debe llevar consigo una talega para repartir monedas entre decenas de pedigüeños que atosigan de todos los modos imaginables. 

Aunque no sea demasiada rica, sólida ni sistemática la bibliografía de nuestro pasado remoto o cercano,  no conozco pasaje que diga: “fallamos… estos son los errores y las mentiras; este el plan para rectificar; aquella la estrategia para crear un gran país en tanto tiempo y bajo tales condiciones…” Eterna víctima de la codicia extranjera, del mal ajeno o del abuso interno, la población se deslinda de cualquier acto responsable, aunque en ello se comprometa su beneficio, como podrían ser mejoras municipales, creación de empresas y tareas educativas o de investigación autogestionadas, por citar mínimos y simples ejemplos de deberes compartidos. 

La sombra del “otro” es tan pertinaz que también se entromete en la intimidad de los desobligados. Y es que solo los bobos y los conformistas suponen cómodo zafarse de lo que implica con precisión en inglés el self commitment y que, en otro extremo cultural, se aplica al “complejo judío” o cultivo ancestral del libro: peculiaridades que buena falta nos hacen. Inclusive el gran Tlatuani se inmiscuye en el legado presidencialista y hasta en los sindicatos, y sea por el poderío católico que anula cualquier iniciativa de superación, porque el paternalismo es la piel del taimado o porque el siglo XX fue caldero de “reaccionarios” y de la rapiña en todos los niveles, lo cierto es que valor, probidad, arrojo, determinación, disciplina, hazañas culturales y grandes ejemplos cívicos y morales no son temas que nutran al patriotismo o cuando menos cierto voluntarismo ya anhelado casi con desesperación por Vasconcelos, Alfonso Reyes y otros miembros del Ateneo de la Juventud. 

Tal vez por eso el civismo está por los suelos y peor que nunca, entre tanta y tan inaudita violencia, la carga de cobardía, deshonor e ignorancia que se respira en el ambiente. Como país, el Masiosare de todas las excusas nos sitúa en lugares vergonzosos en las calificaciones internacionales. Al respecto, no pueden ser más lastimosas las campañas electorales, en las que los aspirantes a beneficiarse de las nóminas ya ni siquiera se molestan en discurrir una idea. Vamos a ganar: me espeta casi a diario un idiota que pretende persuadirme por teléfono de darle mi voto. “¿Ganar? Quiénes y qué vamos a ganar?” Pregunto al cretino. Y vuelve a llamar a la mañana siguiente porque ni siquiera estos acosadores del sufragio ponen alguna señal en sus listas de números telefónicos obtenidos de manera ilegal para invadir nuestra privacidad.

¿Quién tiene la culpa del malestar y la caída mexicana? Pues el “otro”, como escribiera paradigmáticamente Sartre, “El otro… el otro es el infierno”. Inclusive alguien como Masiosare, el extraño enemigo, cultiva la ignorancia colectiva, sexenio a sexenio, y se dedica a convencernos de que solo “al gobierno” corresponde el deber de hacer el presente y disponer el futuro. También “el otro” amasó con habilidad corrupción e injusticia hasta lograr un México bizarro, incapaz de levantarse de su postración e inepto para crearse por sí mismo un destino digno.

Cualquiera que haya residido en el extranjero durante meses o años conoce las distancias individuales y culturales que nos separan de los que no aceptan ni quieren el fracaso por destino. Y eso es lo que exaspera de la psicología mexicana: la condición del agachado, su complacencia con la pachorra, la facilidad con que apuntan, acusan y difaman, una débil capacidad de lucha y más pobre voluntad para vencer defectos y limitaciones. Ha sido preferible llorar y lamentarse enredando los dedos que alzar el rostro, enderezar el cuerpo, enfrentar lo que se deba, aplicarse y decidir, de una vez por todas, que ni el lo personal ni en lo social debemos seguir e identificarnos con el batallón de humillados que abulta nuestra historia.

Es cierto que desde la infancia nos inculcan una idea errática de México, de la historia y de nuestras aptitudes. Aceptarla sin rebeldía y sin cuestionamientos es la tragedia. Tragarse la mentira y sumarse al síndrome del Masiosare no significa ser “buenas personas”, como se justifican los pasivos. Hay que ir contra la corriente y hacer lo que debemos y podemos, a condición de hacerlo con inteligencia, generosidad y estudio disciplinado. No importa época, situación o episodio que escape a la influencia de “el otro” porque en todos los casos sobran justificaciones para enmascarar fracasos. Ya es hora de acabar con esta fatalidad.

Reconozco que desespero, porque el muestrario de imbecilidades que se presume “campaña electoral” no es para alentar ninguna esperanza. A veces me tienta la inutilidad de recoger frases de campaña para ilustrar el nivel pedestre no se diga de las candidaturas, sino de la supuesta democracia que las ampara. Mientras tanto, llueven alegatos sobre las bondades o daños colaterales alrededor de si votar por el menos malo (¿?), anular el voto, no votar, reír o llorar… Puros sin sentidos.

En situación tan bajuna votar por nadie o nada y no votar equivale exactamente a lo mismo, porque tiene razón el idiota del teléfono que insiste: ¡Vamos a ganar!  Claro que sí, de antemano toda esa cáfila tiene el triunfo asegurado por falta de rivales, porque no hay de otra ni de otros, porque la mediocridad es la medida de nuestra democracia.

¡Pobre México; y pobres de nosotros que no construimos un país que nos enorgullezca.

Crier au loup

Michel Houellebecq

Michel Houellebecq

“Ahí viene el lobo”, suelen decir los franceses cuando les llega el agua a los aparejos. Entonces mueven la cabeza de aquí para allá entre el miedo, la incertidumbre y la incredulidad. Más de una vez en su historia ha tañido la campana de la advertencia. Cual corresponde y es de esperar, los avisos son desoídos hasta que revienta la olla a presión. De pronto los sucesos se desbordan y los parches sustituyen a los remedios preventivos. En todos los casos y más bien antes que después las letras se infiltran al enredo de estados de ánimo, confusión, efervescencia social y aparente lasitud que enmascara con elegancia la exquisita sensibilidad proustiana; pero inclusive ésta, según consta en los hechos, exhibe con oportunidad su verdadera naturaleza.

Emparentada al poder de los sueños, a la revelación de los mitos y a los mensajes oraculares, las letras trascienden su muy noble asiento en el arte de la palabra. De suyo conlleva el reflejo de lo real y, ficción verdadera o verdad ficticia, no falta el ensayo, el relato, la película o la novela que muestra el revés del espejo para espanto de las “buenas conciencias”. Tal la sacudida que un autor ácido e intolerante como Michel Houellebecq, transgresor si los hay, provoca en el universo globalizado, en cuyo eje se balancea tanto la tragedia de la migración masiva como el hambre, la inconformidad, la melancolía y la amenaza franca del Islam fundamentalista.

Polémico como el que más, este “enfant terrible” de la actual literatura francesa, quien a regañadientes fue distinguido en 2010 con el muy apreciable y no menos conservador premio de la academia Goncourt por su novela El mapa y el territorio, se atrevió con Sumisión cuya trama, sin querer queriendo, exhibe a contracorriente el avance nada sigiloso de la mentalidad xenófoba y con apetito fascista. Sitúa la historia en una sociedad multicultural en la que los inmigrantes árabe-islámicos escalan el poder hasta prefigurar en Francia, hacia el año 2022, el supuesto dominio del líder Ben Abes en el Palacio del Eliseo, con la complicidad de la extrema derecha y todas las consecuencias sociorreligiosas del fundamentalismo. Si posibilidad tan temida está ya servida, el debate no cesa de ventilar la crisis de la democracia en una Europa convulsa que puede aceptar lo distinto y ajeno, a condición de no caer en las redes del enemigo jurado desde los tiempos de las Cruzadas.

Ya se veía en plena ocupación alemana a los distraídos Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir dándole al pedal de la bici, con la canasta y el vino emblemáticos, para disfrutar una linda tarde soleada en plena campiña entre juicios críticos, el infaltable pan y los quesos que con seguridad escaseaban. Mientras tanto el heroico Jean Moulin, perseguido, capturado por la Gestapo y el gobierno del entreguista Vichy, era sometido a torturas terribles a causa de su dirección del Consejo Nacional de la Resistencia.  Durante aquel fatídico julio de 1943 en que el existencialismo apuntalaba su liderazgo, un Moulin asesinado de manera espantosa a sus 44 años recién cumplidos, dejaba constancia de su valía no solo entre los maquies, sino entre quienes entienden, en cualquier tiempo y lugar, que “el suplicio es mucho más profundo que el dialogo entre el hombre y la muerte”.

Divididos precisamente por el trasfondo de dicho dialogo, solo unos cuantos intelectuales midieron, en pleno furor bélico, el verdadero peligro que amenazaba con aniquilar la más alta herencia de la cultura; es decir, el pensamiento aupado a derechos, inteligencia y libertades. Hoy no es distinto porque la comodidad puede más que la razón.  Y la razón, como el conocimiento, nada entiende de democracia. No está de más recordar que seis años antes del hervidero del patriotismo subversivo y furor fascista, Sartre, en 1938, centró en la imaginación de los lectores a un Antoine Ronquetin a quien las palabras se le habían desvanecido y, con ellas, la significación de las cosas. Olvidado de lo que era “la existencia”, Ronquetin se entregó a La náusea que lo llevó a encarnar el sin sentido que, en toda su crudeza, le mostró la devastación de la nada o “la significación pura de la vida”. Con el absurdo kafquiano, La náusea marcó un estado del alma, indiviso de lo real, que Houellebecq reinventa muchas décadas después -y con el agregado del desafío-  al espetar la metáfora del peculiar impulso de muerte fomentado por el doble desgaste existencial y la frustración política, religiosa, económica y social que a todos nos alcanza.

Atrás, muy atrás, quedaron los respectivos mundos de Balzac y Víctor Hugo, Le rouge et le noir de Stendhal, la Mme. Bovary de Flaubert, los relatos de Schwob, los tiempos perdido y recobrado de Proust y un monumental listado de “clásicos” que no solo formaron el “ondulante y caprichoso” gusto literario de numerosas generaciones, sino que inclusive crearon paradigmas –o el Canon Occidental, como gusta dictaminar Harold Bloom- que para algunos lectores rebeldes, como yo desde mis primeras letras, fueron meros puntos de partida para auscultar el sentido de lo humano en el revés de lo aparente, donde la ficción rasga el velo de una verdad que queda en el alma como cicatriz de fuego.

Así la huella transformada en surco a fuerza de tantas lecturas de las Antimemorias de Malraux, cuyas páginas más entrañables suelen visitarme durante el sueño. Nada más estremecedor que su relato sobre el traslado de las cenizas de Jean Moulin al Panteón, aquella memorable noche húmeda de diciembre en París. Y a la mañana siguiente, mientras decía su discurso el que fuera monumental Ministro de Cultura, el viento helado golpeaba sus papeles y el general de Gaulle, de pie e inamovible en su carácter de Francia encarnada y estatua viviente, acentuaba la solemnidad del grave redoble de los tambores de guerra. Aquella ceremonia era la representación de La Patria. La muchedumbre allí congregada compartía un sentimiento de respetuosa grandeza ya extinto, como la más noble expresión de lo humano.  La voz del escritor consagraba el duelo compartido al anunciar que “La gran lucha de la tinieblas ha empezado…”

Todo se ha escrito y todo se ha dicho, pero de maneras y con intensidades diferentes. El hombre necesita reinventarse para significarse y reconocerse en lo esencial de su condición. La necia costumbre de repetirse en lo peor, sin embargo, aventaja la hazaña de superarse y superar lo recibido. Cada generación interpreta a su modo el mismo drama y una similar manera de vivir, padecer o distraer la existencia. Si una generación ausculta el enigma de los sueños, otra, asolada por efectos bélicos, se envuelve en la imagen del dolor y la muerte hasta que la siguiente, abrumada por La náusea incesantemente renovada, atina con la fantasía de su Houellebecq particular no para desvelar el unívoco mundo del escritor, sino para hacernos partícipes de lo que somos capaces en la caída.

Que es un intolerante cabal, pero demócrata que jamás acude a votar, asegura en entrevistas. No duda en agregar que sus juicios son los acertados, por lo que los políticos deberían consultarlo. Excéntrico amante del deterioro, de los excesos y de destrozarse a sí mismo, Huellebecq en realidad es un producto fiel de la sociedad y del tiempo que lo engendraron. De 57 años de edad, tiene el aspecto de un malviviente envejecido. Esgrime sin embargo la pluma como diestro escalpelo que corta hasta el hueso. No teme a la muerte; tampoco a las drogas, al tabaco ni al alcohol; mucho menos al fuego hiriente de las voces extraídas del abismo. Provocador y consciente de “haber hecho muchas mierdas”, se reconoce violento, incómodo, sujeto de envidias a causa de su éxito y profundamente molesto con la sociedad, tal y como discurre a sus personajes.

Más allá del inabarcable anecdotario biográfico, este ruidoso escritor francés, que se traduce a la velocidad de la luz, es el verdadero portador del crier au loup no solo de Francia, sino de la globalización que atenaza y deshumaniza a pasos de gigante. Como el llamado de los cerditos del cuento al gritar “ahí viene el lobo”, su aullido perturba, pero no altera la realidad ni evita el trancazo que viene, que viene... Y esto es y seguirá así hasta que lo real estalle una vez más a manos de la violencia que nos tiene al borde del precipicio.

(In) decencia de Marcelo

Para los fines que fuere menester, decían los abuelos que “el que parece lo es”. Vago dicho y por demás tendencioso, pero feroz al dar en el blanco. Aunque cierto problema ocular no le ayuda, el gesto, la apariencia, la actitud y la manera de hablar de Marcelo Ebrard no corresponden a los de un hombre de honor. Si alguna evidencia faltara a su deshonor, su candidatura plurinominal como suplente de su exempleado René Cervera despeja cualquier duda. Vergüenza para él y peor descrédito para el Consejo General del Instituto Nacional Electoral, cuyos miembros, en mayoría, aprobaron su registro.  Los beneficios de tan ostensible “caída hacia arriba” comienzan con el fuero constitucional con el que el infatigable soñador del poder absoluto escapará de la justicia, como “Juanito” (si es que la mexicana merece tal nombre), a causa del inaudito fraude, aun sin aclarar, de la línea 12 del Metro.

Lo conocí servil y obsequioso con su entonces mentor Manuel Camacho. De mirada esquiva –no inteligente, por cierto-, daba la impresión de mentir y de estar mintiendo. Entre los invitados a la que sería reveladora reunión, una “chucha cuerera”, de las de antes, me dijo al oído: “le falta de todo, le sobra ambición y no entiende las reglas”. Su actitud no ocultaba su apetito de poder. Afamado operador de “concerta-sesiones” -las kafkianas discurridas por Camacho con otros gestecillos populistas del conflictivo salinismo-, Ebrard fue recompensado por Manuel con una subsecretaría en Relaciones Exteriores. También fue tocado por el síndrome del chapulín y gracias a tal “nerviosismo partidista” pudo disfrutar las mieles del acomodo a costa del presupuesto. Como Secretario General del fantasmal Partido del Centro Democrático, renunció a la candidatura a la Jefatura de Gobierno del Distrito Federal en favor de Andrés Manuel López Obrador, entonces en el Partido de la Revolución Democrática.  Lo demás es la historia que alrededor de su nombre todos los días –o casi- atrae a la prensa, a pesar de que lo que oculta es más de lo que enseña.

Lo he visto como producto representativo del moderno sistema político mexicano, lo que no es algo que deba honrarlo. Al observar su conducta y la de otros que exhiben la misma deshonestidad como mérito, pienso en la sociedad que los ha engendrado. Ni siquiera su destino puede considerarse excepcional, lo que hace más grave la indecencia política. Los ciudadanos aguantamos todo con una pasividad pasmosa, por una causa: como estos vivos, nosotros tampoco tenemos patria: de ahí la facilidad con que se la mancilla, se la pisotea, se la burla…

Carecemos de orgullo patrio o siquiera republicano porque México no ha marcado nuestro espíritu con una herencia digna. Esa es la verdad: somos apátridas, en el más riguroso sentido del término, aunque los nacionalistas hagan su propio barullo porque no entienden la diferencia entre patriotismo y nacionalismo. Sobre nuestras cabezas pende un inmensa, ancestral vergüenza a la que, para colmo, se han agregado la delincuencia y la degradación social.

No tenemos nada que defender, ni siquiera territorio, porque ni eso nos queda. Carecemos de pertenencia espiritual. Veo con tristeza el derrumbe de los ideales de algunos mexicanos probos, valientes, inteligentes, como aquellos liberales “rojos” del XIX, como ciertos conservadores que ya quisiéramos entre nosotros, como no pocas mujeres que se dejaban el alma a la sombra de las batallas o al modo de artistas y pensadores que iban consolidando los sedimentos de la cultura para que nosotros, generaciones que llevaban en mente, construyéramos un gran país y encumbráramos lo recibido con nuevas y mejores obras que nos permitieran llevar la cabeza bien alta entre propios y extraños.

El sueño de nuestros viejos admirados, por desgracia, se volvió pesadilla. Pesadilla urbana, política, burocrática, social, económica, ecológica, territorial, electoral, tangible… El pequeño Marcelo no sería de suyo un personaje si no encarnara tan lastimosamente el carácter de nuestros “representantes” a puestos de elección popular. Durante su escalada burocrática hizo más ostensibles sus defectos, al grado de creerse presidenciable, aun a pesar del saldo tenebroso que dejó en el Distrito Federal.  Esta última “jugada” no tiene por qué sorprender a quienes ya estamos fatigados del cúmulo de bajezas que descaradamente campean en el país. Aquí y ahora todo, absolutamente todo es posible porque no hay un solo funcionario que defienda el honor, la probidad, lo justo y necesario, lo que dignifique a la patria.

Ebrard es uno más entre la muchedumbre de darquetas existenciales y chupasangre que enturbian la vida pública. Que sigan gastando fortunas para promover el voto. En lo que a mi respecta no hay dinero, publicidad ni subsidio que encubra esta inmoralidad cargada de fetidez. Hasta las farsas requieren límites. Hemos caído bajo el dominio de bribones y farsantes. Y el que parece, lo es…

El lenguaje es el mensaje

Las relaciones humanas son cada vez más difíciles. No es que seamos demasiado distintos de los cavernícolas o de los griegos remotos, pues igual hay individuos que odian, aman, se ensañan, golpean, lloran, sufren, ríen o se creen redentores, aunque sean disímiles e inclusive incompatibles las maneras de entender y abordar la vida. Como nunca antes, sin embargo, las palabras desunen y las conversaciones se extinguen bajo un barullo que nada dice ni facilita el contacto, cualquier contacto. Eso de que algo "está bien chido, al güey le van a romper la madre, el pinche cabrón es un hijo de puta, me vale verga, hay que chorar unos baros y no manches, pendejo", me ha caído como bomba mientras viajaba en un metrobús al lado de unos “huéspedes de paso” con los que solemos cruzarnos con explicable aprehensión. 

Durante los 40 minutos del trayecto compartido con semejante vocerío no escapó una sola frase inteligible ni en momento alguno disminuyó la estridencia verbal de un grupo de veinteañeros tatuados y mochila al hombro. Unos con cachuchas al revés y otros peinados en revoltura de mechas y picos hacían lo que fuera no solo por darse a notar, sino para intimidar a los pasajeros silentes –y de preferencia fastidiados- que simulaban no advertir tamaño escándalo mientras gente, mucha gente, entraba y salía del vehículo en cada estación de la Avenida Insurgentes. 

Entre que todo es una mierda y ya ni chingas güey, tírate a la vieja, yo trataba, con el libro inútilmente abierto, de concentrarme en la lectura de Michel Houellebec: un autor francés ahora amenazado por sus arrestos desafiantes y sin embargo alejado de este rompecabezas mexicano, al que sobran experiencias dramáticas o demasiado crípticas, como ésta. Al ritmo de su palabrerío babeante,  los jóvenes competían entre sí para alargar el sustituto de conversación. Sin dejar de azuzar, gritar y reírse, movían los dedos a la velocidad de la luz sobre sus teléfonos móviles para duplicar, quizá mediante whatsApp, las frases sin sentido que espejeaban un lenguaje tan mutilado como la realidad fragmentada del país, igual que la vacuidad que campeaba en sus vocablos.

Vivimos mundos aparte. Si es que podemos decir que alguno nos define, nos acerca u ofrece siquiera un espacio como de sentirse en casa. Identificarse con algo, al menos con un estado de ánimo cargado de insatisfacción, es ya imposibilidad compartida en esta ciudad tan parecida al laboratorio conductual de Skinner. El Marshall McLuhan de mis años universitarios resbalaba en mi memoria como lápiz desgastado: “El medio es el mensaje”, recordaba mientras imágenes de La rebelión en la granja, de un Orwell nacido en la India británica y asimilado en la bohemia romántica de París se encimaban al paisaje de marginación que trasciende las condiciones terribles que se perciben en los desencuentros callejeros. Veía ilustrado el lenguaje como extensión de aquellos cuerpos que “hablaban” con más  energía que su incapacidad verbal para expresarse. Leía también en su nerviosismo evidente, en su agresividad a flor de piel y en la pobre vestimenta menos sofisticada que consecuente con su marginación social una historia de desaliento y crueldades. Afloraba con la incultura esa verdad que fluye y palpita a pesar de vagar enmascarados.   Llevaban consigo la herida abierta de un quebranto añoso, defensivo, hiriente como puede ser el gesto de un anciano desvalido que exhibe en la mirada el fracaso de su vida.

No hay como viajar en metro o en metrobús en horas pico para medir la temperatura social, psicológica, económica y emocional de esta compleja urbe que nunca conseguimos abarcar. Apretada en un vagón, iba expuesta al azar de entrada por salida, sin ceder a la tentación de huir. Por momentos era más fuerte la curiosidad sociológica que mi natural repudio a las conductas intimidantes. Sentí que en espacio tan cerrado la humanidad desplegaba sus gestos más íntimos y, desde el temor hasta la compasión y de la falsa indiferencia a las actitudes provocadoras, en solo unos minutos de sofocante hacinamiento se imponía la certeza del Orestes sartreano, en Las moscas, cuando en voz de un actor aseguraba que el otro… el otro es el infierno. Angustia; angustia pura se respiraba en todas sus modalidades, a sabiendas de que las personas a menudo se empeñan en distinguirse mediante rasgos de carácter, defectos o actitudes nada sutiles.

Duele, sí, el grueso filón de un país que con frecuencia y en situaciones distintas nos hace creer que su tensión interna puede estallar en un segundo. Al margen de este encuentro furtivo que muestra más de lo que oculta, en las masas que frecuentan los saturados transportes públicos de nuestra agobiada Capital se percibe la llama de una hoguera que poco a poco va creciendo. Es imposible no darse cuenta de que algo se está gestando en esta sociedad deshechurada. Las carencias se reflejan en la ropa, en los rostros, en los centavos estirados, en cientos o miles de figones de frituras pestilentes y tendidos de toda suerte de chinerías baratas que se venden en calles inmundas en las que ya ni existen los perros de nadie que décadas atrás formaban parte del paisaje urbano. 

Ignoro cómo fueron los síntomas del día a día que al término del Porfiriato y durante el maderismo derivaron en el levantamiento armado. Al margen de los registros generales, a pesar de nombres y de cambios consignados en los libros, imaginé que algo equivalente a este temblor apretujado debió gestarse entonces. Los males no se ocultan, salvo en sus orígenes. Y aquí hay indudablemente un cáncer que, aunque muchos no lo quieran aceptar, ya despide hedores fétidos. Cuándo, cómo y hasta dónde explotarán las llagas colectivas es la duda que ni el más listillo nos podrá aclarar.