Nunca fuimos modelo a seguir ni vanguardistas de nada, pero en el pasado ya no tan reciente tampoco formamos parte de la peor historia de la América Latina y el Caribe. Gracias a la Constitución de 1917 y a pesar de sucesos tremendos no nos emparejamos al desfile de gorilatos, golpes militares y excesos absolutistas de los que todavía quedan guiños y saldos vivos. Ni las peores vejaciones priístas nos emparentaron a un Haití que no puede salir de su postración, aunque el mejor PRI nunca valoró el compromiso de gobernar ni aprendió a respetar a sus gobernados. Tampoco el PAN lo logró. El genio diabólico de Calles, sin embargo y a pesar de haberlo deseado, nopudo entronizarse cinco décadas en el poder, como Castro lo hiciera en Cuba…
Y así podríamos repasar un historial de logros, infamias, atorones, simpatías y diferencias con nuestros vecinos que comparten el estigma del colonizado hasta observar, con estupor, cómo en menos de una generación tambaleó la casa, se llenó de grietas, crímenes, ponzoña, sangre y plagas para dejarnos un panorama desolador: el deterioro intimidante de lo poco que teníamos.
Construir una sociedad es tarea larga, accidentada, colectiva, compleja, frágil y muy difícil. Requiere sedimentos culturales y vasos comunicantes que lenta y dolorosamente deben acumularsepara que la generación más joven crezca con los logros asimilados de sus antecesores. Así hay saberes, conductas y usos culturales que se dan por sentados, como ciertos modales, como lo prohibido y lo permitido o el proceso hacia delante que facilita las mejoras técnicas y la calidad colectiva de vida. Si esos cimientos no son firmes, lo aparente se cae o se inutiliza, como en cualquier construcción. También ayuda a consolidar a la sociedad la apertura de las comunidades, pues encerrarse enajena –todo le es ajeno- y de manera inevitable repite la fatalidad espartana. Este es un principio básico de la ingeniería social. El aglutinante no es otro que la conciencia y el empuje social; sin eso, cualquier logro cae por su propio peso.
A los mexicanos, marcados aún por su sentimiento de orfandad y su necesidad de que todo les resuelva el paternalismo, les da por culpar a los malos gobiernos de su desgracia. Siempre es "el otro" el culpable. Ni antes ni hoy han aceptado que los horrores putrefactos son producto y espejo de la sociedad enferma que los engendra. Es la población autocomplacida con su ignorancia y su desgracia la que permite crecer los vicios, actuar a sus anchas y multiplicarse sin ley y sin freno institucional. Sería bueno repasar la historia del protestantismo y aprenderle lo bueno de su sentido del esfuerzo y del deber. Ya se sabe, sin embargo, que la historia del poder es la más arbitraria de todas; también la más fecunda en lo que a bajezas, abusos y crueldades se refiere. Sin embargo, no se limita al poder político, también puede ser económico, delictivo, militar, religioso... En nuestro caso, estamos atenazados por cuando menos cuatro yugos devastadores: el crimen organizado, un puñado de ricos mundiales que refuerzan la injusticia social –producto podrido del modelo neoliberal-, la corrupción desbordada de gobernantes y sus cómplices y el pillaje ideologizado de grupos inconformes. Ingobernabilidad, en suma, que corresponde al descenso social y cultural de los gobernados.
Si los sistemas educativos están viciados es porque las estructuras que los nutren también lo están, lo cual nos lleva al tema que aquí nos ocupa: la desintegración de la sociedad en niveles ya escandalosos. De este vientre enfermo proceden las tribus criminales, las hordas políticas, el narcotráfico y sus surtidores sanguinarios, la corrupción in extremis, la explotación infantil, la esclavitud sexual, el maltrato a mujeres, indios y niños, el sindicalismo espurio, la tolerada costumbre de extorsionar de gendarmes, jueces y funcionarios de cualquier categoría, la impunidad, el perfil delictivo de ciertas “demandas” e inconformidad gremiales, la degradación de las instituciones… Y así sucesivamente.
Y esto es lo que a cada uno corresponde examinar para que, de una vez por todas, asumamos la responsabilidad que nos toca. El estado lamentable que guarda la educación, en México, va de la casa a la calle, del aula al lugar de trabajo, de las normales a los sindicatos, del templo a los medios electrónicos, de la marginación de la vida intelectual, científica y artística a la pereza y complicidad colectiva, a su desinterés por superarse y, muy especialmente, a la horrible costumbre mexicana de arropar el paternalismo y su correlativa resignación, propia del vencido.
Nada más ver el perfil de los “educadores”, especialmente de la CNTE y anexas, para prever el de sus “educandos”. Insisto: hasta hace unas décadas y no sin enormes contradicciones, México llevaba un ritmo de crecimiento que se notaba en el ensanchamiento de las clases medias y la movilidad social implícita, en la mejora de las infraestructuras, en el incremento de los beneficios universitarios y, en general, en el enriquecimiento de la cultura. De pronto, como hachazo del destino, el proceso sufrió un golpe demoledor. La población se quedó atónita primero con las devaluaciones sucesivas y los caprichos presidencialistas, luego con los tremendos asesinatos de Colosio y Ruiz Massieu y en definitiva con el cáncer del narcotráfico, los secuestros y las crecientes cifras de miles de decapitados, empaquetados, ahorcados, linchados, baleados, torturados y asesinados de los modos más espantosos que podríamos imaginar. No, esto no es en modo alguno una democracia; tampoco es sociedad. Este es un conglomerado anárquico en manos de narcoterroristas y anarcogobernantes enchufados en todos los rincones.
La soledad definida por Octavio Paz está más vigente que nunca. Soledad, identidad deficiente, patriotismo de risa, civismo nulo. Como los tejidos mal hechos, debemos volver a empezar. Hay que atreverse con lo privado para abarcar lo público. Hay que “pensarse”, como diría Ortega y Gasset, para componerse. Está visto que el proceso al revés está podrido y, al parecer, nosotros fatigados.