Maestro del refinamiento y la contemplación, el mejor Japón cultiva la estética de la imperfección como otra manera de apreciar y entender la vida. Sin borrar los accidentes de su historia, personas, paisajes y objetos dañados son restaurados como joyas preciosas para que pervivan sin violentar su esencia. Mejor o peor a lo original, según la destreza del restaurador y las creencias en boga, lo reformado absorbe la materia y la cualidad artesanal que lo recrea. Paciencia, habilidad, intuición y espiritualidad conducen la mano que une fragmentos que la mayoría en Occidente mancilla o arroja a la basura. Colmado de signos, el trabajo final convierte el desperfecto y su tratamiento en tema de reflexión y de culto tanto a lo que fue como a lo que ya es.
En contrapunto de lo que se hace con lo pequeño y sus símbolos, pienso en la avaricia de coleccionistas y museos que atesoran antigüedades para que los espectadores imaginen o interpreten la belleza muerta o insustancial de dioses y hombres que se llevaron consigo sus secretos. Ajeno a la tradición oriental, lo que queda de grandes culturas occidentales no ha inspirado una filosofía integrada a la vida cotidiana, equivalente a la fundada en la memoria y el valor de la imperfección de los japoneses que, por necesidad, influye en el modo de relacionarse con la naturaleza y las cosas. Tejida de olvidos y menosprecio, esa limitación nuestra no deja de ser desconcertante porque aunque en parte descendemos del núcleo mediterráneo, no nos reconocemos a plenitud en la índole que mantenemos viva al través de la palabra. Más ajenos, paradójicamente, nos sentimos de la estética y del lenguaje de las piedras de los antiguos mexicanos, porque en ambos casos el tiempo y el drama de identidad nos han ocultado más de lo que nos gustaría saber.
La diferencia entre darle una nueva vida al objeto otrora amado o admirado y la exposición y el atesoramiento de botines griegos, egipcios o romanos no se manifiesta únicamente en el tratamiento de sus heridas, sino en la emoción que provocan los vislumbres de lo que ocultan. En ese sentido, la lectura casi memorizada de “El tiempo, gran escultor” me ha abierto los ojos, el interés y los sentidos a la acción de los siglos en estatuas de mármol y moles de piedra o bronce expuestas al viento, al mar, a los desastres, al subsuelo, a la propia degradación y sobre todo a la rapiña.
Inclusive cuando interviene la sevicia de invasores, necios, mercachifles y fanáticos para destruir o rehacer obras confirmamos lo que Marguerite Yourcenar examina en este ensayo luminoso: “todo el hombre está ahí, en su elaboración inteligente con el universo, en su lucha contra él mismo y en la derrota final en que el espíritu y la materia perecen casi al mismo tiempo.”
Con el tema del tiempo en mente, quizá porque de cerca y de lejos he atestiguado lo que hacen el medio, las creencias y la barbarie en algunos espíritus que envejecen sin sabiduría, es imposible no reparar en la profusión de efigies mutiladas de nariz por sucesivos fanáticos religiosos que, entre invasiones y despojos, sobreponían sus dominios y sus dioses a las monumentales ruinas egipcias. Los parches con que los bienintencionados pretendieron reparar tanta destrucción se parecen a nuestro culto a las máscaras y las simulaciones. En ambos casos el resultado es artificioso y tan burdo que lejos de reparar una herida parece gritar que no se soporta la verdad. Maestros de lo pequeño y minucioso, en cambio, los japoneses inventaron el minimalismo para reparar las lesiones apoyados en el wabi-sabi: filosofía que consiste en lo contrario que trasmite la mala herencia mexicana: destacar tanto el daño y la imperfección como el cuidado invertido en repararlo o acentuarlo.
La sutil concepción oriental del ser, de la vida y de lo bello eleva a culto su respeto al pasado y al arte de la simplicidad. Su concepción del honor, de la pureza de los materiales y de la dignidad les permite valorar el objeto al que se le han sanado sus heridas con componentes preciosos. Las obras hablan de sus accidentes e imperfecciones en vez de ocultarlos. Para los seguidores del wabi-sabi es inconcebible enmascarar o “rehacer” lesiones o mutilaciones intencionadas con recursos burdos porque, a fin de cuentas, lo malogrado exhibe al autor y deja en evidencia su escasa sensibilidad y una muy pobre idea del respeto.
Por vivir en un México sembrado de huellas de destrucción y de violencia, donde arrasar es inseparable del carácter depredador de la cultura, me pareció deslumbrante esta filosofía wabi-sabi: una estética de las imperfecciones a la que pertenece la técnica de reparación llamada kintsugi o “carpintería dorada” que consiste en resaltar la cicatriz en vez de ocultarla. Ante remedios torpes que se aplicaban para no perder cerámicas ni vajillas apreciadas, a fines del siglo XV el sutil espíritu japonés discurrió que con un barniz mezclado con polvo de oro, plata o platino se podía rescatar el alma rota de las cosa e inclusive recrearla con un nuevo diseño. Más apreciable cuanta mayor la perfección invertida, el resultado enriquece en vez de empobrecer el objeto. El wabi-sabi cobra sentido cuando las cosas en su hora admiradas o amadas van absorbiendo el desgaste como si el tiempo las devolviera poco a poco “al estado de mineral informe al que la había sustraído su escultor”.
Dotada con una espiritualidad que nunca ocultó, Yourcenar amaba tanto las filosofías orientales como sus propias raíces mediterráneas. No hace falta decir que por ella entendí que lo que nos queda del pasado no es como lo conocieron nuestros antepasados. Ella recreó el suyo al través de la palabra y el resultado fue una obra hermosa y vivificante que nos permite apreciar de otro modo lo que se daba por sentado. Como en el cuenco restaurado, la esencia permanece; pero hay que contemplar para comprender y dialogar con su naturaleza. El concepto del placer, del ser, del saber y de la belleza de los creadores del arte griego o romano, por ejemplo, nada tiene qué ver con los vestigios arqueológicos ni con las obras confinadas que se exhiben como objetos muertos en museos o galerías. Lo que admiramos no es lo que fue, sino la vitalidad perdida, el saldo de sí. Lo que impresiona es la acción del tiempo y sus vicisitudes, como la vejez de las personas, no siempre afortunada.
Profundizar en la riqueza de la filosofía wabi-sabi nos enseña a apreciar “la elegante belleza de lo humilde” y a entender el subsiguiente deterioro causado por el hecho de existir. Sin este recurso maravilloso la verdad sería insoportable.