Las vidas de escritores, intelectuales y artistas suelen estar lejos de ser idílicas. Su talento, su presencia social y capacidad creadora los hacen más observados y escudriñados que los demás. Sus neurosis no son mejores ni peores a la media, pero al ser objeto de curiosidad el ojo público exagera, inventa o disminuye a discreción defectos y cualidades. No es infrecuente que quienes tienen el don de crear lo que la mayoría no hace ni puede hacer tiendan a enmascararse “para no ser descubiertos”. En el mejor de los casos, sin embargo y a pesar de que se procure no dejar huella de lo más íntimo, tarde o temprano alguien o algo saca a la luz su parte oculta. Así resulta que detrás de la obra, frente a ella o a pesar de ella aparece un hombre o una mujer con bajezas y virtudes. Al biografiarlos o publicar sus diarios nos enteramos de que el Fulano de tal era un desajustado y manipulador espantoso dentro y fuera de su coto domiciliario o, en raras ocasiones, todo lo contrario: un cartujo casi sabio, cuyo talento lo obligó a aislarse para sobrevivir.
Descubrir al autor más allá de su obra es una tarea compleja que compromete tanto al que se atreve a investigarlo como al sí mismo que confiesa lo inconfesable en memorias, diarios o autobiografías. Además de dejar a vuela pluma los fantasmas, el manuscrito íntimo actúa como escritura automática o libre asociación que, inconsciente o no, evidencia más la fragilidad que la fortaleza. No obstante los riesgos, el escritor de raza no puede sustraerse de la tentación del cahier, su dialogante y confesionario. Es su taller/espejo y extensión del pensamiento: de ahí el peligro de ser leído por hijos, familiares, parejas, amantes, amigos, enemigos o colegas que se topan de frente con un infierno que los alcanza de punta a punta. Así la historia negra de José Donoso.
Siempre hay un testigo u ojo avisor que descubre el revés y derecho de un carácter. Donoso no solo no escondió su lado oscuro en las páginas del diario, también entintó sus demonios y contradicciones con impudicia. Trasladó el yo mero al papel y detalló su montón de tormentos, la sempiterna falta de dinero, envidias e inseguridades que lo quemaban y mucha mala leche y peores humores. Lanzó juicios horribles sobre los más cercanos o más lejanos. Detalló sus miedos y debilidades, pero nunca dudó de su verdadera pasión: la literatura... Tocado por el apetito de eternidad, vendió diarios y papeles a la universidad de Princeton, lo que indica que al entregar “sus secretos” no ignoraba que sería descubierto por biógrafos potenciales. Biógrafos inclusive elegidos de antemano, aunque en un párrafo aterrador predijo que, al leer sus diarios, su hija Pilar se suicidaría.
Esto viene a cuento por haber leído sin parar Correr el tupido Velo, de Pilar Donoso. A la muerte del padre en diciembre de 1996 y unas semanas después también de la madre, la hija y heredera comienza a levantar el tupido velo de una conflictiva relación familiar y más conflictiva realidad del célebre escritor chileno. No que ignorara que había sido adoptada en Madrid desde recién nacida, es que al atreverse con la lectura de unas 700 páginas, más las respectivas de la madre y un buen número de cartas y papeles, “Pilarcita” se zambulló en un pozo sombrío, laberíntico y tan tremendo que ya no pudo salvarse de sí misma, ni de su pasado, ni de la demoníaca profecía del padre, que fatalmente habría de cumplirse.
La lectura me provocó a mí y a toda mi familia un terremoto emocional mayor, un cataclismo. Me costó la soledad. Me separé (de su primo Cristobal Donoso) después de veinte años de buen matrimonio, y mis tres hijos se fueron con su padre. Tuvimos una mala separación, confesaría una afligida Pilarcita a La vanguardia, en noviembre de 2011, a propósito de la publicación de su libro. Pilar Donoso creció entre libros, escritores, mentes brillantes, contradicciones y discusiones intelectuales. Su mundo estuvo hecho de ideas, viajes y palabras. Ella nació en Madrid, en 1967, cuando los protagonistas del Boom se convertían en campeones de una izquierda esperanzadora, vanguardistas de “la nueva literatura” y portadores del sagrado lenguaje que habría de redimir el complejo del vencido en Latinoamérica y, en España, la mancha de la dictadura franquista.
Murió a sus 44 años de edad. La hija adoptiva que adoró y repudió el autor de El obsceno pájaro de la noche, hizo lo que nunca debió hacer: buscar al padre especialmente en lo proscrito para ella. Escribió Correr el tupido vuelo y el arrepentimiento la devoró. Acabó empastillada, encerrada en sí misma, atrapada en su pasado y su presente. Acabó destruyéndose y lastimando de por vida a su marido y a sus tres hijos. Los hijos son hijos. No tienen por qué separar la verdad ficticia de la ficción verdadera; tampoco establecen cercos de protección entre lo imaginado, lo disfrutado y lo padecido en el pozo íntimo de un escritor atormentado. Su padre era su padre: un dios y un demonio, al decir de los textos; tan querido como desconocido, tan cercano como lejano, tan atractivo como repulsivo. Era el escritor que confesó varias veces su homosexualidad en las páginas. El que recibía premios y sufría crisis de pobreza y creatividad. Era el esposo que dependía y aborrecía tanto a su esposa Pilar Serrano como a sí mismo. Y la esposa, admirada entre amigos, era brillante, pero acabó alcoholizada a causa del repudio, del mal trato y la represión del macho majadero. Donoso era, en suma, el sujeto que se reinventaba de puertas y portadas afuera y adentro se aislaba durante largos periodos de trabajo febril...
Yo misma he leído fragmentos de esos diarios y no he salido indiferente. Desde sus primeros títulos algo en él y sus historias me desagradó. Nunca conseguí que me simpatizara. Atrapada en su laberinto, entiendo que la verdad y el dolor llevaran a su hija Pilarcita Donoso a cometer suicidio: una tragedia colmada de indicios sin los cuales mal se podrían entender las costuras del Boom latinoamericano.