Desde los días de los remotos asirios, babilonios, persas, macedonios…, y cuanto pueblo, religión y mestizaje se ha formado entre conquistas, violaciones, saqueos, torturas y ocupaciones, no ha habido región más codiciada que el Medio Oriente. Con vista al Mediterráneo, ha sido puente entre culturas y civilizaciones. Se han envidiado sus riquezas, puertos naturales y caminos terrestres, ventajosos para el comercio; recuérdese, por ejemplo, su valor estrátégico durante la Ruta de la Seda. Además del prodigio del agua fluyendo entre extensiones áridas, sus zonas más fértiles han recibido dones tan valorados como la vid, el olivo, los dátiles, la miel y los sobrantes paradisíacos de la primera pareja.
No por nada allá moraban los dioses, inventaban números, alfabetos, instrumentos musicales, historias extraordinarias de héroes, humanos e inmortales y artilugios útiles y bellísimos que todavía nos asombran. A pesar del acoso foráneo incesante, en el pasado remoto era frecuente el correo de sabios y bienes. Se construían teatros, templos, bibliotecas, ciudades y edificios magníficos y había tantos artistas como pensadores, poetas, músicos, héroes, ninfas, filósofos, oráculos, artesanos, navegantes e inclusive actores venidos de todas partes. Divididos en reinos que cambiaban de dinastía, tamaño, nombre y supremacía, los unía una misma violencia que no cesaba, fuera quien fuera el más poderoso.
Los espantosos hechos de sangre, cuya descripción a veces somera nos pone los pelos de punta, obligaron a aquellos pueblos a aceptar la cortedad de la vida. Antes de esgrimir las armas o alistarse a pelear en campos de batalla aprendieron a tributar al dios del miedo para enfrentar con valor a la Muerte. Amenazas y arremetidas los hizo guerreros feroces y, unos peores a otros, al paso de dominios, culturas, monoteísmos, crueldades y generaciones, su riqueza se convirtió en el peor de sus males. Si los viejos abuelos eran sujetos de envidia, después judíos, cristianos e islamistas se asentaron para pelear por supuestas supremacías sobrenaturales, materiales y territoriales. Todo empeoró milenios después, sin embargo, al descubrir petróleo y gas natural en la zona, a comienzos del siglo XX. Las potencias económicas y militares se echaron a saco sobre el Medio Oriente actuando como bestias hambrientas hasta la fecha. No más dioses ni profetas ni cruzadas ni sinagogas ni mezquitas ni evangelios, ni vasos comunicantes, ni, ni… Poder y solo poder con doctrina o sin ella; absolutismos abyectos y alianzas foráneas y bélicas para explotar, dominar y matar: tal la nueva consigna.
Agréguese, en nombre de la economía y del supuesto progreso (de los invasores, claro), la profusión de armamento importado, cada vez más antihumano y letal, ahora presume que en segundos y con drones operados desde computadoras a distancia, acaba con pueblos, barrios, campos, animales y familias enteras. Gaza, Siria, Líbano, ahora inclusive Yemén… son víctimas del demonio económico sustentado por el poder militar y político que ampara dinastías dictatoriales. Una de las peores ha sido la del recién derrocado Bashar al-Assad, heredero de Hafez al-Assad, quien se mantuvo en el poder ¡¡¡treinta años!!! Padre, hijo y sucesión de crueldades no habrían sido posibles sin la “ayuda”, expedita y armada, de Rusia e Irán. Mal llamados “presidentes de Siria”, los Al-Assad sumaron 50 años en el poder: un régimen sostenido a fuerza de prohibiciones, destrucción de instituciones, torturas espantosas a opositores, combate implacable a cualquier brote democrático, control irrestricto al grado de aniquilar, hasta su raíz, el Poder Judicial (típico de dictaduras, por favor téngase en cuenta) y de aplicar castigos, amenazas y persecuciones, cuya maldad supera lo imaginable. Derrocado por milicias fundamentalistas de distintas filiaciones, aunque igualmente intimidantes, cabe sospechar que el monstruo ha engendrado otro monstruo, cuya cabeza se presiente, pero que vaga aún entre presiones internas y externas. Para desgracia de la región, el perfil de los vencedores de tan prolongada guerra civil no augura la creación de un Estado libre y democráticos. Hay que tener en cuenta, por otra parte, que la violencia es el estigma invariable del Medio Oriente que ya se cuenta por miles y miles de años.
Las rebatiñas internas y externas han sido múltiples, insalvables y siempre terroríficas desde los remotos días de Mesopotamia. Basta meter la nariz en la memoria más antigua para que el historial de crueldades nos estremezca todos los huesos. ¿Será que el Medio Oriente no tiene remedio? No cesa la capacidad de crear engendros monstruosos disfrazados de gobernantes, prelados, protectores, redentores, rebeldes, revolucionarios, vengadores y representantes de éste o aquél dios en la tierra. La cruedad multiplicada geométricamente de nuestro siglo XXI ha superado con creces los horrores cometidos por tiranos y dictadores entronizados como si fueran deidades.
Desde que la memoria registrara los sucesos de la remotísima Mesopotamia, han sido contados los días en que reina la paz en aquella región. De ayer y de hoy, la ferocidad es el signo. Aun el más alejado país ha pretendido adueñarse de su situación estratégica entre Asia, África y Europa. Olvidado pues de sus nombres nativos, de reinos caídos y del cúmulo de logros que damos por sentados en nuestra civilización occidental, aquella hermosa región, también conocida como Oriente Próximo, solo ha sabido, desde la noche de los tiempos, de voraces, verdugos, devastadores y tiranos inauditos. En contrapunto, también de combatientes feroces, minorías étnicas y religiosas (kurdos, drusos, yazidíes y zoroastrianos) que vagan perseguidos como sombras en círculos dantescos.
Entre espantadas masivas de quienes -realistas- buscan refugio en donde y con quien puedan, los barbudos triunfantes, tras trece años de guerra civil, disparan balas al aire en Damasco, Alepo y demás poblaciones “tomadas”. Imperan las rapiñas, saqueos y venganzas de última hora, pero pronto veremos el ascenso de un nuevo régimen, nuevos controles y más anuncios de redención. Una a una se derribarán más estatuas de los vencidos. Poco a poco perderá importancia la cobarde huída a Rusia del depuesto Al-Assad y ni qué decir de cómo se amontorán las ruinas nuevas sobre ruinas viejas.
El pasado ha comezado a apilarse allá, donde ninguno de la muchedumbre de dioses que por su orden han sido honrados, adorados, tributados y sustituidos, se asoma siquiera por piedad a estos territorios tantas veces profanados. Durante estos días ha tocado en suerte a Siria sumarse a la lista de pueblos desgraciados que alguna vez, hace mucho, mucho tiempo, engendraban sabios, héroes y valientes soñadores inclusive de una democracia que se antoja imposible.
La tragedia del Medio Oriente se extiende más allá de Gaza y de Siria. La migración masiva y forzada, así como las crisis de refugiados, están en niveles históricos. Naciones enteras enfrentan la presión de acoger a poblaciones y etnias desplazadas, muchas veces sin recursos para brindarles una subsistencia digna. Mientras la muerte y las figuras dantescas campean acechando lo que pudiera quedar de esperanza en el porvenir, la indiferencia de algunos gobiernos y sectores de la sociedad internacional perpetúa el sufrimiento de millones de personas que más y peor descienden a niveles infrahumanos.