El puñado de libros y autores decisivos en mi vida nunca ha sido best-seller ni aparece en las listas de “lo que hay que leer antes de morir” y boberas semejantes. Desde que recuerdo, la curiosidad es mi única guía. Solo curiosidad, y la magia que activa “el llamado”; es decir, me he mantenido en alerta al instante en que un nombre, un título, párrafos al azar, un poema, una asociación, el tema o el chispazo piden ser atendidos. Suerte de puzzle del vocabulario esencial, busco la palabra-cifra y la visión del otro para completar mi dibujo interior. Hay quienes saben elegir personas, negocios, trapos, estrellas o vinos; yo me entiendo con los vocablos, las cazuelas, el silencio y algunos animales. Tal peculiaridad es inseparable de la duda de si el hombre es el que se abre al libro o éste responde a la inabarcable ignorancia humana.
Supe desde mis primeras lecturas que para incursionar en el devenir de preguntas tenía que educar la mente, los sentidos, la intuición y la punta de los dedos para ver más allá de lo que se toca y se percibe de golpe. La fidelidad a esta certeza no deja de arrojar recompensas con nuevas incógnitas. El mundo de los libros es diverso y misterioso. Mientras que a unos nos atrae su poderoso magnetismo, otros lo rehúyen por lo que ignoran de él. A diferencia del acto solitario de la escritura, leer solo tiene sentido por la mirada del otro. Nadie puede convencer a nadie de amar los libros porque, como bien lo definiera Borges, “el libro es una extensión de la memoria y la imaginación”. Así que, antes de asombrarnos con la función que realiza y de profesar su culto, debemos valorar el potencial revolucionario de las palabras, tanto orales como escritas.
Veo en la página un quicio por el que se accede al inescrutable sagrario del Verbo. Entonces me dejo llevar por su rítmico ondular de significados. Con suerte me espera el deslumbramiento. Sin tardanza recojo, infiero, interpreto, completo y continúo gozando del surtidor de vocablos. De acuerdo a la tradición rabínica hay un libro eterno, sagrado e inalterable por descifrar; un libro en busca de sí mismo; el Libro detrás del libro, de todos los libros; un libro que es la perfección, la vida misma y el arte por excelencia: de ahí nuestra insaciable búsqueda mediante una sucesión de preguntas que se van complicando y completando ante la imposibilidad de abarcarlo todo y de entender la historia, la propia historia.
Así como el agricultor reconoce las propiedades de la tierra y el navegante los desafíos marinos, quien ama la palabra sabe lo que hay que saber sobre el vínculo intransferible entre el autor y su lector. Juntos completan un decir sugestivo e innovador. Solo en la condición de binomio se alcanza la secreta recompensa del libro: un dialogo intenso y esclarecedor. En el mejor de los casos, la voz-en-dos se vuelve “otro” y punto de partida por su carga de respuestas, dudas, espejos, revelaciones, imágenes y juegos adivinatorios.
Hay libros y autores que no dejan ni rasgo de luz: no llaman ni son llamados. Los más grises ni siquiera consiguen ser apreciados en bulto. Empujadas por la medianía, las torpezas escriturales convierten las librerías en mercados de baratijas. No obstante, el lector de raza sabe que antiguo o coetáneo, el que ha sido es. Gracias a la empatía, que se desea fecunda, el goce del texto no solo perdura al paso del calendario, sino que por su conducto se van manifestando grandes y pequeñas transformaciones que agregan un plus a lo disfrutado, descubierto y aprendido.
Dispuesto entre mis imprescindibles, Daniel J. Boorstin llegó a mi vida por esa vía. Entonces no existía Amazon y era difícil adquirir ediciones originales. En cuanto vi Los creadores, solitario y refundido en una librería que amontona en incierto orden alfabético, supe que con otras del autor, como Los descubridores y Los pensadores, esta obra me acompañaría para siempre. Aquella lejana tarde miré aquí, me fijé allá hasta que la portada de la Editorial Crítica me atrajo y para mi felicidad, vi que era el segundo título –ya traducido- de la memorable trilogía del que fuera, de 1975 a 1987, el XII Bibliotecario (aquí lo llamaríamos director) de la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos. Recuerdo la emoción con la que me entregué al ir y venir de páginas (casi 750) cargadas de un envidiable conocimiento sobre las más altas creaciones humanas: alfabetos, imágenes, lo sagrado, los templos, el teatro, las letras, la arquitectura, la música, las imágenes, los juegos con el arte, el color, la luz y el espacio…
Además de que su biografía intelectual es de las que merecen ser contadas, Boorstin es de los raros escritores que convierten el saber en un mundo colmado de maravillas que, de menos, opacan a la relativamente reciente literatura, fundadora de la novela. Conoce y no lo intimida el mundo ni el significado del libro; tampoco el Libro detrás del libro. Narrada con destreza gracias a la laboriosa y sostenida colaboración de su brillante esposa Ruth (ya difunta, también), este gran representante de la inteligencia judía nos hace creer que el Hombre es lo que es en su mejor versión por imaginar, escudriñar, descubrir, pensar y crear. Ajeno a la presión amañada de las ideologías, su pasión fue conocer, entender, enseñar y dejar su legado para que, ante el incremento de tantos horrores, sus lectores no nos avergoncemos de ser humanos.
Inquiere al hombre que desde la noche de los tiempos descubre rutas, signos o el funcionamiento de las cosas; muestra al que experimenta, inventa artefactos, dioses, máquinas, alfabetos, la ciencia, la filosofía, la política, la poesía, los carros o las ficciones. En suma, hasta sus casi 90 de edad vivió fascinado por la aventura creadora del espíritu. Sobre este trayecto casi insólito de superación cultural, Daniel J. Boorstin escribió a su manera una obra tan enorme que cada vez que retomo un capítulo lo imagino abducido desde la cuna por el genio del saber.
Recién leí De animales a dioses: una historia nada desdeñable de nuestra especie “desde los primeros humanos que caminaron sobre la Tierra hasta los radicales y a veces devastadores avances de las tres grandes revoluciones que nuestra especie ha protagonizado: la cognitiva, la agrícola y la científica”. No obstante la agilidad narrativa de Juval Noah Harari y sobre su apreciable y fresco conocimiento de los tránsitos culturales, continúo cediendo al atractivo de Boorstin (1914-2004) por su libre y muy sugestiva manera de explorar la imaginación, la curiosidad y los más altos logros humanos. Tuvo el tino de mantener intacto el Misterio que animó a nuestros antepasados a preguntarse qué es el tiempo, qué la Naturaleza, la memoria, los cielos, los mares, la sociedad, las plantas o los animales e inclusive extender el enigma hasta lo oculto en páginas de Melville o de Virginia Woolf.
Siempre me pregunto cómo discurrió y realizó trilogía tan fascinante. Cómo vio al curioso que inventó barcos, navegaciones, relojes, mapas, historias o calendarios; cómo fue el instante en que vio al remoto abuelo que imaginó el subsuelo, inventó el lenguaje de la música y de las matemática, labró mensajes en las piedras o soñó con los planetas. Seguramente Boorstin sintió la mano que mojaba su pincel en la tinta recién creada para escribir su historia; conoció la túnica del estagirita, observó el parpadeo de algunos profetas y el palabreo de adivinos, el dolor de Job, los hallazgos de Hobbes, el antidestino de Malraux, los mundos de Spengler y de Toynbee… Vaya, que de tantos creadores y talentos que me han deslumbrado y enriquecido, nunca nos ha tocado uno de esta naturaleza aquí, entre nosotros, para bien de un México mejor. Sin embargo, ese el prodigio del libro: estar al alcance de nuestras manos y poder dialogar con alguno de ellos.