La condición del buitre
La débil crítica de nuestra literatura nos hizo creer que el lúgubre universo rulfiano, su llano poblado de espectros y de murmullos desoladores, era la gran metáfora del mundo mexicano. Nada más falso. El machismo cruel, abierto, cotidiano y en complicidad es lo mexicano vivo y tangible, “en llamas”. Lo mexicano es ese corredor de tinieblas domiciliarias y gritos intimidantes. Es violencia de vivos/vivos, tan procaz como quebradiza y arraigada a los símbolos, no exactamente a la tierra, como se ha pretendido en medio de tantos engaños para reivindicar al “pobrecito”, al “infeliz desamparado” que habita el campo o que se refunde en las ciudades perdidas. De ahí la fuerza de Ricardo Garibay y la revelación de una obra fundamentalmente urbana que, sin atenuantes ni concesiones, arranca de golpe su máscara al mexicano común y lo deja desnudo en su universo de signos efímeros, sin asidero confiable, tembloroso y tan exacerbado en su ánimo que solo las grandes descargas de brutalidad, el súbito estallido de cólera o un grito pueden contrarrestar su desasosiego, su cobardía, su miedo a morir, su temor a vivir y reconocerse en una insondable orfandad.
Antípodas del mismo infierno, lo que Rulfo narró atrás del espejo, desde el llano estéril, al través del polvo y de la doble realidad del dominio y del vacío de ser, es grito de dolor en Garibay, voluntad de vivir aunque fuera a golpes, a puñetazos, a base de insultos. Es la muerte y resurrección del mito de la virilidad y se sitúa allí donde reinan la cabal inseguridad y una angustiosa nostalgia de Dios. Cacique sin par de este territorio literario, Ricardo Garibay extiende a sus fantasías el señorío que recrea con semejanzas fonéticas del habla respectiva y un señalado talento para hacer de sus personajes seres tan odiosos como abominable su misoginia. Mexicana por los cuatro costados, su obra destila el acre sabor del barro y un olor pegajoso, parecido al mezcal en tarde de estío que no tarda en revolverse como basilisco, en coquetear con la muerte, en ironizar y burlarse o en ir y venir de la mordacidad a la lucidez desgarradora, de la descripción calculada en frío a la hondura emotiva que convierte al padre en todos los padres, al fantasma materno en toda la sombra, a su infancia en La Infancia de un pueblo engendrado para sufrir y perpetuar el dolor. Es ahí donde descansa el peculiar sentido heroico que persiguió un hombre armado de palabras, el del combatiente de símbolos que supo mermar el poderío del dragón desde la trinchera de la página blanca. De suyo fue, además, el entendimiento de una cultura apuntalada para aguantar toneladas de humillación y una indignidad, la decisiva, que a él le colmó la paciencia, pero sin renunciar a su signo vejatorio. Tal la causa por la que día tras día, cólera tras cólera, Garibay se imbuía de la que dijera "la condición del buitre", para mojar su tinta en el patrimonio del demonio con la intención de desacralizarlo, para mostrarlo en su ridícula prepotencia, en su lastimosa y bárbara realidad.
Únicamente él, templado como estuvo por una Fiera infancia –seguramente la propia-, heredero del México bronco, nieto de militar, orgulloso de sus agallas, retador porque sí, porque no le bastaron los miles de páginas publicadas en más de cuarenta libros, guiones cinematográficos, crónicas, reportajes, artículos y cuanto pliego mojara con su tinta ardiente para provocar a los demás o enrostrarles la absurda religiosidad pacata de las familias comunes. Le fastidiaban los inútiles, los miedosos, los lerdos e ineficaces tanto como los torpes, los desobedientes y “faltos de pantalones”. Detestó la suavidad aunque presumiera admirar la finura espiritual. Decía que era así “y qué”. Era así, lisa y llanamente, “porque se le pegó la gana”. Se mantuvo fielmente como un rudo con la pluma y en la vida. Se atrevió a confesar a voces -o en entrevista, lo que equivale a lo mismo-, que siempre había envidiado al hombre que es hombre y sólo eso: "un gran padrote, un gran peleonero, un gran borracho, o un gran amante, un hombre que viola todas las normas de la moral tradicional...”
Desbordado por necesidad, porque de no serlo hubiera estallado como estallaron sus parientes suicidas, también evocados en su oportunidad. Vehemente y mal educado, como si de alguna raíz remota procediera su impulso de desafiar lo convencional, de atacar prejuicios, beaterías y cuanta servidumbre le saliera al paso, particularmente la espiritual. Maloso e iracundo, como el desfile de miserables que pasean a sus anchas en casi todos sus artículos, entrevistas, crónicas, cuentos, novelas y aun en páginas del diario porque, como él lo dijera, "no se me puede identificar con ninguno de mis personajes y yo soy todos y cada uno de mis personajes; si no, no sería novelista, no sería escritor a quien yo respetase"... Garibay, ciertamente, salió de su mundo en sombras para vislumbrar la expiación en su universo literaria.
Un alma herida
Inconforme apasionado, su hoguera se avivaba con viejos leños, astillas resecas durante generaciones, años y años de desasosiego y una sola, inacabable angustia: hebra en tensión de una religiosidad con resabios trágicos que clama piedad, misericordia, mientras que, fiel al designio, consumaba línea a línea y hora tras hora el tormento de su destino. Por eso el yo del autor no es un yo ficticio o construido a base de ensambles figurativos, sino que procede de un sistema de equivalencias entre el yo verdadero y el de protagonistas que empeñan su voluntad de poderío tal vez para valer tanto como los demás que imagina o para demandar una atención o un cuidado en la misma sociedad que los ha engendrado con su estigma: un inamovible sentimiento de inferioridad que perdura en nuestra cultura y se robustece o enmascara con nuevas ficciones porque, a fin de cuentas, el mexicano es un ser en permanente huida de sí mismo.
Su obra es espejo y reflejo de recovecos menorvaluados, y sus cosas y gestos complementarios: espiral de actitudes intrincadas que, necesariamente, confluyen en una variedad de matices lingüísticos, en un código de supuestos valores que, solo en conjunto, pueden definir al machismo. Tan fuerte y totalizadora es esta actitud que no permite explicaciones parciales ni analogías fragmentarias: el macho es, ante todo, unidad cultural de modos de sujeción dirigidos hacia el sometimiento de los débiles. Tal es la semblanza literaria que Garibay creó mediante un método de interacciones frecuentes entre lo íntimo y el mundo exterior. Método que, además de cifrar su estilo en una estética inseparable del habla popular, aunque refinada por la calidad de su prosa, serviría para integrar en cuando menos tres novelas de gran aliento -Par de reyes, La casa que arde de noche y Beber un cáliz- una clara constancia de sí mismo, el testimonio de su circunstancia, el curso incendiario de su fe renegada y, mediante el trazo de temperamentos feroces, auténtica persecución de emociones, de "entregas para ganar la vida", para después recrearla con imágenes apasionadas: "A retazos, a retoños, a jirones, va uno trabajando, apoderándose del mundo; a jirones apenas. Esto siempre es frustrante, siempre duele."
En esta dualidad descansa el principio de un estilo gozoso en cuanto que procede del enamoramiento indeclinable de las palabras y a la vez doloroso por su desgarramiento. La letra encadena al creador a sus contrastes y esclaviza al que se mira para reconocerse en el medio que lo formó. Doblega y a la vez libera al hombre que ausculta la sociedad para comprenderse, sobreponerse a ella y aun triunfar sobre el mito que lo engendró engendrándose en intrincadas sucesiones: aquí un eslabón blando, el padre que agoniza mientras el hijo fiero, hipersensible, descubre la vida en la fisura que va abriendo la muerte. Acá, distante de la piquera y también de la enfermedad en La casa que arde de noche, y de sus ardores ahogados con ruido arenoso, van surgiendo otras voces, nuevos nombres para una misma ficción mexicana, caracteres trazados en libros al rojo, descarnados y conmovedores... Más allá, entre páginas incendiarias, quedará para siempre Beber un cáliz, aliado del infatigable símbolo de cabalgar con la venganza en Par de reyes, suceso guiado por una sombra femenina, incitado por un espectro reseco, enardecido por el llano; luego el ímpetu rabioso, urgencia de destrucción, de puñetazos ensalivados con albures y mentadas de madre en Las glorias del gran Púas (1979). ¿sótanos de lo real? ¿Crónica de un boxeador emblemático? ¿Mera entrevista o metáfora de los sótanos de una realidad que le atraía?
James Joyce tenía un cierto afán de escandalizar, de exhibir obscenidades, de desnudar a jirones corredores secretos de la existencia. Cuando tal tendencia no camina en inglés ni se desliza por los laberintos prejuiciosos de los irlandeses sino que, pegada al machismo e indivisa del peladaje mestizo, se nos pone enfrente para rellenar los oídos con albures, imprecaciones y mexicanismos, situaciones atroces y tantos y tan variadas escenas del desolador mundo del humillado, entonces el idioma crea su propio cerco hasta hacer estallar los términos culturales del rechazo. No gusta Garibay al lector académico, quizá tampoco al lector medio, si es que pudiéramos suponer que existen lectores suficientes y categorías de exigencia literaria en México. Tampoco agrada su facilidad para ascender/descender sin rigor temático ni autoexigencia literaria; pero Garibay, sin tales contrastes, no sería el que fue: un escritor rudo, armado de escalpelo para mostrar nuestra realidad. Recia, vivísima y melódica siempre, su prosa es un vino demasiado fuerte, demasiado maloliente para paladearse de golpe. Prosa trabajada con más emoción y signos coloquiales que respeto por la gramática, atractiva e intimidante, igual que los cactos en su paisaje desértico.