“Esperando a los bárbaros” puso nombre a mi despertar. Por él supe que un texto literario expresa el conflicto humano, su limitación y la frecuente imposibilidad de aceptar lo que cada uno hace de sí mismo a causa de negar su sujeción o de asimilarla, como hace el vencido. Quizá por eso, por el poder que tienen las letras de pormenorizar lo real, los bárbaros temían y temen ser exhibidos por los pensantes. Es verdad que mucho antes de que yo naciera, y antes también de que pudiera leer al poeta Kavafis; antes inclusive de que la poesía me mostrara dos o tres lados de la vida, los bárbaros se habían instalado no solo a mi alrededor, sino que tenían bajo su control las partes altas del mando. Quizás por eso, por tanto estar y hacer a sus anchas, llegaron a fusionarse a la rutina de los demás y, si eran notados, los inconformes miraban como miran ahora para otro lado.
Experta en hacer valer un lenguaje tramposo y de cometer bajezas sin cuento, la estirpe de bárbaros iba multiplicándose a su aire de generación en generación. Persuadieron al pueblo bobalicón de que eran los esperados. Redentores de los caídos, prometeos redivivos y salvadores de los más pobres entre los pobres, además de que fueron creídos sin dar nada a cambio, los bárbaros multiplicaron sus máscaras y sus fueros, gracias al inamovible espíritu de la derrota que habita en el Altiplano.
Los mandatos, siempre los mismos: no legislar ni mover un solo papel sin que lo ordene el gran jefe. Y, lo infaltable: imponer caprichos y normas en el acontecer cotidiano. Para los bárbaros no tienen valor las palabras porque intimidan, mienten y hacen y deshacen a voluntad. Por descender de los chichimecas aborrecen su propio origen y no consiguen crear un rostro propio. Por sus venas no solo no fluye una sola gota de la sangre tolteca, sino que ignoran su legado de alta cultura. Tribales en lo esencial, obedecen de abajo arriba al mero principal. Carecen de criterio, de rebelión, de juicio, de virtud y de crítica. Por ellos y los semejantes a ellos desaparecieron los tlamatinime y su noble forma de perpetuar la recordación del pasado, sin lo cual es imposible la identidad: justo lo que persiguen y conviene a los bárbaros.
En medios bárbaros la pleitesía se paga con acceso a las nóminas y favores circunstanciales. Para los más aguerridos, trepadores, leales y aptos para desempeñarse en las peores gestiones, se garantizan recompensas, beneficios, posiciones y canonjías. Agrupados en batallón de invasores, los bárbaros se desplazan y actúan según instrucciones. Los apodan las fuerzas vivas, porque obedecen en bloque, los movilizan en bola y los mantienen en reserva, según la consigna de alborotarse o aplaudir, vitorear o asaltar espacios públicos o privados. Carne de mítines y alabanzas al jefe, asombra la facilidad con que aceptan igualarse y mantenerse hacia abajo creyendo que triunfan mientras más se hunden en la derrota.
Aborrecer al distinto, a quien no pertenece al rebaño y a los insatisfechos dejó de ser lo que lo que se temía cuando, sin ver a su alrededor, se esperaba a los bárbaros. Lo ayer fantaseado fue leve sospecha del infierno de hoy; infierno donde matar, extorsionar, asaltar, vejar, zaherir o amparar la injusticia, equivale a cultivar el atraso y a reducir a la patria a una pobre, lastimosa e infecunda tumba furtiva. Tierra miserable la nuestra, bañada con la sangre derramada por los criminales protegidos por los bárbaros.
Kavafis me hizo ver la barbarie de muchas formas. Kavafis muestra la costumbre de arremeter y destruir: Qué esperamos congregados en el foro?/ Es a los bárbaros que hoy llegan… Esperar, si, como si lo grave y lo peor no ocurriera, todavía:
-¿Por qué nuestro emperador madrugó tanto
y en su trono, a la puerta mayor de la ciudad,
está sentado, solemne y ciñendo su corona?
Porque hoy llegarán los bárbaros.
Y el emperador espera para dar
a su jefe la acogida. Incluso preparó,
para entregárselo, un pergamino. En él
muchos títulos y dignidades hay escritos.
Antes pues, mucho antes de que nos diéramos cuenta de que los bárbaros no llegarían porque ya se habían adueñado de nuestras vidas, no los veíamos porque no los quisimos ver. A sus anchas impusieron un modo de ser, de estar, de gobernar, de aborrecer, de odiar, de multiplicarse y de arrastrar a los súbditos por debajo de sí mismos; abajo, sí, hasta donde el hombre deja de ser hombre y acepta de buen grado su condición inferior. Que todos y especialmente los Senadores, aguardaban sentados a que llegaran los bárbaros (aunque ellos mismos ya eran también bárbaros)…: ¡Qué cerca y qué lejos se siente el diabólico furor del poder! ¡Qué difícil, para el invadido, reconocer la naturaleza del invasor! Los bárbaros de Kavafis no eran distintos a los bárbaros que hoy desacreditan, mancillan y borran de la memoria el legado de los tlamatinime. Hay que reconocer, a pesar de todo, que en todo tiempo y lugar son iguales los bárbaros que carecen de virtud y de patria y los que impiden rescatar el pasado para construir un mejor y cada vez más luminoso presente.