Desde que Rimbaud escribió que “la vida es la farsa sostenida entre todos”, la mitología redujo su función de espejo de anhelos, temores y sueños extraordinarios para ceder a la novela el arte de mostrar a los hombres en su cabal desnudez. Grotesca y aterradora en ocasiones, desde entonces la realidad, protagonizada por gente como uno, sitúa en su exacta dimensión a aquellos monstruos, más ficticios que verdaderos. Medusa misma se paralizaría ante el alcance de la bajeza y la hondura de la maldad que nos circunda. No más hazañas extraordinarias, ni fábulas ni historias insólitas; tampoco héroes que desafiaban a los dioses mediante embates contra criaturas y situaciones magníficos. Nos basta observar lo que hay para repetir, con Albert Camus, que "cada hombre engendra un monstruo". Para confirmarlo, el siglo XX creó un nutrido batallón de antihéroes para ilustrar la violencia, la falta de escrúpulos y de cuanta brutalidad es capaz nuestra especie. En paralelo al universo literario que presenta y representa la vida, la cultura del espectáculo se encargaría de abolir hasta el último reducto de sugerencia para fomentar, exhibir y explotar comercialmente y en toda su crudeza, lo que –paradójicamente-, oculta la desnudez; es decir, el alcance ilimitado de la perversión.
Mediante personajes transgresores, contradictorios y desmesurados, la literatura moderna se deslizó hacia un realismo tan tremendo que arrancó el velo a lo que la sociedad se negaba a aceptar y, en apariencia, no podía soportar: violaciones, crímenes, dolor, servidumbre humana, crueldad: el mal en sí y por sí mismo. Los narradores se atrevieron con lo que sus antecesores tuvieron por proscrito: la verdad oculta, la verdadera y tan tremenda que provocó complicadas heridas de conciencia que al tiempo se agravaron, lejos de subsanarse. Así, desde la perspectiva literaria comenzó a hablarse con familiaridad de “los grandes mitos modernos” como paradigmas identificables por la mayoría. De pronto proliferaron figuras reales, con nombre y apellido, en la que ya es, sin duda, una nueva mitología. En ella ocupa un lugar destacado el personaje de una novela hiperrealista como Lolita que, de menos, deja al descubierto uno de los dramas que más lastiman la dignidad. No faltan entre los nutrientes del imaginario colectivo actrices tan monumentales como Marilyn Monroe o Sofía Loren, “divas” a la manera de María Callas, famosos del espectáculo, boxeadores, atletas o futbolistas... En esta clara tendencia a “mitificar” tanto personas de carne y hueso como personajes de novela, fantasías, deseos, bajezas, situaciones e inclusive fenómenos políticos o religiosos se imponen la obviedad, la crudeza y el compendio de signos que espejean la complejidad que nos ha tocado en suerte.
Hay que reconocer, sin embargo, que en el inconsciente colectivo subyacen las mismas peculiaridades que inspiraron a los griegos la creación de las vengadoras Irinias; persisten los móviles que los llevaron a discurrir a Medusa como símbolo petrificante del Miedo o del tremendo sentimiento de culpa que, insoportable a pesar de esfuerzos monumentales por abatirlo, hicieron que Hércules se arrojara a la hoguera para “purificarse”. Aun así, ni siquiera su espantosa manera de buscar la muerte en las llamas lo libró del dolor insoportable de la culpa. El hombre pues es el hombre, es el Hombre… Lo que varían son los modos de manejar las respuestas circunstanciales a los mismos y viejos yerros.
Los hombres y su montón de secretos son los mismos para los hijos de Adán que para un recóndito profesor y pederasta que, como el Humbert novelado con maestría por Vladimir Nabokov, se enamora apasionadamente de una niña de doce años cuya perversidad compartida parece gritar, con Baudelaire, que “la humanidad tiene como primer instinto hacer daño”. La diferencia que separa a unos seres de otros subyace en la inocencia aparente con que los ancestros remotos cedían a sus impulsos bajo la mirada implacable de los Inmortales. Si algo destaca en el “mito” o más bien en el ya sin temor a equivocarnos podemos definir el “complejo de Lolita” (en términos psicoanalíticos) es precisamente que la indiferencia es la forma más refinada de la crueldad social que a todas luces nos ha obligado a ver la violencia y la degradación como si fueran hechos naturales, casi obligados e inevitables.
Despojada de la fuerza vivificante de los mitos clásicos, la humanidad ha quedado desasida, como legión de sombras o seres en tinieblas. Somos la única especie supeditada a su sentimiento de orfandad, aunque ahora sin la visión tutelar y vigilante de los antiguos dioses, con los que sin duda en el pasado podía dialogar o cuando menos relacionarse. Cuando una sociedad se ha empeñado en matar a sus entidades y acabar con sus héroes, descubre que la humanidad al desnudo y por sí misma, tiene poca originalidad, mucho aburrimiento y más y peores bajezas y tendencias devastadoras que las que pueden reconocerse. De ahí que, bajo el imperio de la crudeza, las historias extraordinarias se fusionen al universo de la pequeñez cotidiana, donde brilla la estupidez y la necia costumbre de repetir los errores. Y en eso estamos. No hay grandeza ni hazañas en medios dominados por el Mal, el individualismo, la autocomplacencia, el tedio y la inclinación al ridículo. El erotismo, la brutalidad, la sinrazón y la indeclinable costumbre de tropezar con las mismas piedras son iguales ahora que para los descendientes de Abraham o para la de aquellos griegos que veían la señal del destino en todos sus actos. Sin embargo, en cada cultura varían las reglas, los estilos de utilizar el poder de la palabra. Varían la civilidad, la fuerza moral del derecho, la proyección artística y el atractivo que por ejemplo en los griegos, ejercían aquellos relatos cargados de poesía en los que andaban mezclados hombres e inmortales, monstruos castigadores y pegasos voladores, flores del molu que hacían olvidar la patria, Minotauros, Ariadnas, Clitemnestras, Heracles y más de una Helena capaz de desencadenar sucesos inauditos.
Las normas modifican los juegos entre lo prohibido y lo permitido. A querer o no, las ficciones verdaderas fincan su propio atractivo donde las culturas más y peor se degradan por una visible tendencia autodestructiva. Ahí es donde, desde la primera transgresión, aparece la novela como si fuera escalpelo. Su cruda verdad rasga la hipocresía de “las buenas conciencias” para dejar al desnudo la brutalidad de lo real que ya no podemos dejar de ver. No más Tiresias chismosos ni Casandras anunciando la fatalidad con voz temblorosa y condenada a no ser creída. No más inframundos donde las sombras piden a Ulises que las reanime con sangre para volver a la superficie, donde habitan los vivos. No más medusas coronadas de serpientes para petrificar a los hombres ni Ícaros o Teseos, unicornios o sirenas. Lo de hoy es lo que es en su versión pura y dura: el hecho de vivir en permanente estado de crueldad, con el ojo en alerta sobre el peligro y, de manera paradójica, en tal comodidad que la ley del antiguo esfuerzo tiende a reducirse a su máxima robotización.
La verdad verdadera ya no se oculta en mitos ni en fábulas ni en pregones religiosos envueltos en invenciones deliciosas. Tampoco el secreto mantiene su antiguo poder de atracción. Ahora el yo, desde los días de su creador Montaigne, se desdobla mediante el recurso expansivo y esclarecedor del ensayo. Se ilustran el mundo y la existencia en los reflejos de la ciencia ficción. Se canta la vida en la poesía o se presenta la realidad, nítida y tremenda como es, en el arte de la novela.
En la escritura actual, como antes en voz de poetas o rapsodas, se expresan los nudos de que está hecha la vida. Así y entonces, entre las frases que van saltando de la página hasta el ojo y la mente de los lectores, se va causando el prodigio que muestra a un Humbert que va relatando su tétrica historia desde la cárcel. Al describir suceso a suceso el drama que no deja de estremecernos vuelve, como en el pasado remoto, a manifestarse el horror con una tensión interna que todo devora, inclusive la curiosidad del lector. Así es como vuelve a experimentarse el estallido de las pasiones que sin piedad agitan hasta a los mismos dioses.
En ese filón de lo que ha sido común y ordinario brillaría la pluma de Vladimir Nabokov. Acusado de pornográfico, ningún editor en los Estados Unidos advirtió en los archiconservadores años cincuenta que Lolita sería una de las más influyentes e irritantes novelas de nuestro tiempo. Lolita saltaría de las páginas impresas a la mitología de nuestros días. No como heroína, sino como víctima más que representativa de la perversidad y del antifeminismo que aún nos alcanza.
Centrado en las relaciones sexuales entre la disipada niña de doce años de edad, y el maduro y no menos retorcido profesor Humbert, Nabokov arrancó el velo a la pedofilia que solía encubrirse con hipocresía, de preferencia entre sacerdotes, o al menos sobrellevarse con la indiferencia social que de tantas infamias es también responsable. Son recientes y aisladas, aunque ineficaces en mayoría, las legislaciones que condenan la pedofilia en buena parte de mundo. Lo común es voltear la cara para no ver la infamia extendida hasta el lucrativo negocio de la prostitución infantil.
Lolita parte de una ficción verdadera o de un hecho verosímil novelado como pura ficción. Antes que Nabokov hiciera del tema una obra clásica del siglo XX, otros autores se habían probado con la atracción que ejercen las niñas y adolescentes en hombres de mediana e inclusive de edad avanzada, pero ninguno logró la aguda penetración emocional, sexual y totalizadora que haría de Lolita el verdadero referente de la pedofilia y la humana degradación. Como en todos los mitos, la trama es mero escenario para destacar la señal de un horror que se aloja en la consciencia antes de mostrarse en el cuerpo. Y ahí, en los Estados Unidos del medio siglo XX, como podría ser en cualquier otro lugar, aparece un profesor a quien atraen las niñas entre nueve y doce años de edad a causa de un suceso –el destino- que determina su historia. Para conseguir el favor de la niña, Humbert desposa a la viuda y solitaria Charlotte, su madre, y fantasea con matarla para cumplir su propósito. Fortuna hace que ella muera antes atropellada por un automóvil y durante un año él, en su carácter de padre sustituto, emprende con Lolita una odisea sexual por todo el país hasta establecerse otro año en el lado Oeste y comenzar de nuevo el viaje con la joven adolescente. Durante la huida aparece otro hombre enamorado de Lolita y la rapta.
Tres años después Humbert, en su abandono, descubre su identidad y asesina al rival. El desenlace rompe la estructura de lo que podría ser un verdadero mito al enfrentar la justicia y mostrar a una Lolita preñada. Tras el final marcado por la muerte sugerida de los protagonistas quedaría el signo de la pedofilia encarnado en la perversidad compartida e idealizada por un adulto entrampado en sus fantasías neuróticas y la violencia que entraña la aparición de la culpa.
Al cerrar el libro aparecen en la visión del lector las Lolitas y los Humbert que pueblan la realidad en medios cuyo arquetipo, más allá de la fábula como ocurriera en la tragedia de Edipo, dibuja el quebranto de miles de historias que no consiguen ennoblecerse ni con el arte de la palabra. ¡Y vaya si Nabokov fue un escritor más que dotado!