A propósito de su relación con las mujeres, al pasar las páginas se acentúan los vericuetos para ver al hombre detrás de los libros. Alfonso Reyes aseguró que no existían fisuras entre su vida y su obra. Sin embargo, reservó al secreto sus hábitos amatorios y no hay párrafo que sugiera que en su concepción de lo femenino dejó de ser un porfiriano conservador. Como divisa de sus mayores aspiraciones, mantuvo vivo el ideal de los ateneístas sobre la creación de una gran cultura americana. Hay que leerlo para saber cómo y de qué debía estar hecha esta inmensa quimera civilizadora: aventura que no deja de llamar la atención al reconocernos en los hechos a nosotras, las mujeres, en nuestra condición de sombras útiles, pero relegadas.
Recordemos que la inteligencia educada se abría paso a cuenta gotas tras la revuelta armada. Masculinas y fundadoras de instituciones, sus voces eran las voces. Apegados a sus prejuicios, sin embargo, en su lenguaje no cabían las reivindicaciones feministas que se agitaban a su alrededor. Décadas después, mientras me iniciaba como escritora en un medio hostil, sobre lo recibido algo en mi interior se rebelaba y me hacía desobediente. Cuanto más descubría a nuestros autores, más me inconformaba. Surgió entonces la pregunta que sigue intacta: ¿cómo es que cabezas como la de Alfonso Reyes que presumían singularidad y vanguardismo, un saber mayor al de la media y sensibilidad para valorar el arte y el pensamiento fueran incapaces de asimilar algo tan humano como la equidad entre hombres y mujeres? Supe que para entender y transformar la cultura hay que descifrar el perfil del hombre que, en este caso, mantuvo a resguardo su verdadero rostro.
Celoso de las apariencias, fusionó un modo ser estereotipado a la función diplomática. No hay evidencia de que mantuviera una relación de tú a tú con mujeres, a pesar de su trato con Gabriela Mistral o Victoria Ocampo que no se consideraría verdadera amistad. Aun cuando se daba por sentada la intimidad, como con Nieves Gonnet entre tantas otras, en sus cartas se percibe simpatía, condescendencia, amabilidad, a veces favores, alguna referencia personal y ningún compromiso, cual correspondía a encuentros peregrinos o a vínculos adulterinos con casadas. En esencia conservador y de natural obsequioso, cultivó la doble verdad que se ha dado por sentada en esta cultura.
Protagonizar la propuesta transformadora de los ateneístas le llevó a crear a medida a su propio personaje: no uno sino EL hombre de letras por excelencia. Prefiguró con éxito un modelo contrario a la emblemática rudeza arrojadiza del padre y del hermano, a quienes admiraba. Estaba consciente de lo que lo diferenciaba de esas hombradas autoritarias, a caballo y armadas, representantes de la gran brecha entre el golpe del criminal Victoriano Huerta y la barbarie del levantamiento armado. Eligió la cordialidad del que sería “don Alfonso” desde la juventud y así contrastar la violenta grosería popular, tipificada por Samuel Ramos y Rodolfo Usigli. No obstante, al refinar su espíritu con amplitud de miras no lograría abolir de su carácter manías del machismo enquistado en el inconsciente colectivo.
Forjarse una personalidad que de páginas afuera estuviera cifrada por la cortesía no solo irritaría a su coetáneo y “amigo de un solo lado” Ortega y Gasset, también a lectoras de otras generaciones que, como Coral Aguirre en “Tan de ellas”, iríamos descifrando los entresijos del machismo, encubiertos por las propias mujeres, empezando por Manuela Mota, su esposa. Para nuestra desgracia, esta complicidad prevalece en nuestra sociedad para ser, como Reyes, uno como escritor y figura pública y otro el real conservador que, entre alardes liberales, no separa sus pésimos hábitos amatorios o sexuales de su concepción de lo femenino. Así lo escribió en su “Digresión sobre la compañera” O.C., XXII: La compañera del poeta ha de ser una mujer de singularísimo temple, y casi toda ella sacrificio. La elección de la compañera adecuada no es indiferente en ningún estado de la vida (Y, más adelante): Pero la verdadera misión de la esposa -y hasta donde la cumpla merecerá el agradecimiento de la posteridad- es más difícil y abnegada. Su misión es anular en torno al poeta las preocupaciones extrañas, acallar los ruidos parásitos, evitarle las materialidades enojosas, respetar y hacer respetar su sueño de ojos abiertos, y -oh dioses- llevarle el genio sin que se note demasiado. En suma, el sueño de todo hombre que gusta ser venerado como Apolo.
En su natural obsequioso, pantalla de galantería, exhibía la escasa naturalidad del colonizado que tanto irritaba a Ortega y Gasset. Además de sus cartas no respondidas por Ortega, éste confirmó su desdén en entrevista de El universal de 15 de septiembre de 1947, al referirse a los “gestecillos aldeanos” de Reyes; gestecillos que suelen ignorar sus devotos lectores mexicanos. Para quienes crecimos rechazando imposturas de la cortesanía, es difícil no repudiar la realidad enmascarada. El empeño vitalicio de Reyes por fusionar su nombre a la cortesía nos hace pensar, críticamente, en la “virtud de tercer orden”, que dijera Henríquez Ureña. En tal sentido y como algo torpemente adquirido, resulta antinatural la supuesta caballerosidad mexicana. Gracias a las reivindicaciones feministas, cada vez más tenaces, esta impostura tiende a ponerse en el lugar que le corresponde; es decir, en la hipocresía, la doble verdad y la lisonja innecesaria que, para nuestra desgracia, persisten aún por ignorancia y porque, en cualquier cultura, nada es más difícil que cambiar costumbres y mentalidades.
Estamos ante una individualidad singular, sin antecedentes ni continuidad, que introdujo a nuestra tradición la figura del hombre de letras. En ese sentido y sobre su ponderado gusto por los placeres de la mesa y las charlas masculinas de sobremesa, más de treinta años en el extranjero no lo convirtieron en un cosmopolita, más bien acentuaron su íntima mexicanidad en países distintos. Afirmar que no había fisura entre su vida y sus letras era algo tan falso como que no cuidaba las apariencias. Por eso mismo entendemos por qué se cultiva aquí la biografía con mano titubeante y no con el escalpelo con que se atrevió Octavio Paz respecto de sor Juana. Reyes ocultó y se ocultó más de lo que mostró a sabiendas de que cada línea y cada palabra suya era un mensaje para la posteridad. Y así sigue, inédito como el de sus coetáneos, el perfil del hombre que soñó una gran cultura.
Insisto: hay que definir al hombre más allá de lo aparente para transformar la cultura desde el peldaño de la verdad. Alfonso Reyes continúa casi intocado por la interpretación crítica. Continúa reinando en su pedestal, de preferencia académico. Don Alfonso nos preparó para ceñirnos a la página editada y aprobada para integrar su unidad. Abarcó su pasado en Parentalia, el dolor que le significó la imagen y la muerte del padre monumental y temible, vencido durante la Decena Trágica. Sus palabras, como las del telúrico Vasconcelos, se taturaron en mi memoria: “la cultura solo existe en la inteligencia de los individuos, y solo por ella se sostiene”. Por desgracia, para que esto sea se requiere equidad y abolir las máscaras que nos atan a los prejuicios. Al repasar su Obra Completa, llama la atención que, a diferencia de la mayoría de figuras públicas, el sibarita confeso y diplomático, habituado a frecuentar corrillos con quienes compartía más simpatías que diferencias, va refinando con la edad su habilidad para encubrir su mala educación sentimental y sus hábitos amatorios. Toda vez que estamos ante un libro desigual, porque se distrajo el asunto central con cuestiones académicas sobre aspectos de su obra, hay que aclarar que sabemos lo que quiso don Alfonso que supiéramos sobre la calidad íntima de su matrimonio, sus veleidades o sus aventuras adulterinas. Tales contenidos confirman que ignoramos más de lo que sabemos sobre quién fue verdaderamente Alfonso Reyes.
Pese al montón de rasgos que repudiamos las mujeres, estamos ante una de las figuras más originales de nuestra joven literatura mexicana; joven por ser producto de la ruptura colonial y porque sus obras de madurez aún se encuentran en proceso de desarrollo, a pesar de logros de excepción. De llegar a decir él mismo que al regresar al país sintió la caída a convertirse en mausoleo en pocas décadas, queda en reserva un enorme hueco en su propia historia. En lo público y lo privado no dejó de ser hijo de su patria, a pesar de su claro empeño por equipararse a los escritores que tanto admiró de manera directa e innegable durante su estancia en España, Argentina o Brasil; especialmente en España.
Este razonamiento es parte del revés y el derecho del Reyes visto o no visto por mujeres del siglo XXI, participantes -como yo- del Coloquio: a diferencia de varias intervenciones estrictamente académicas, Coral Aguirre entró a saco con mano firme en el inevitable mexicano que tan bien conocemos y hemos padecido la mayoría de las mexicanas, sin distingo de edad, clase social o formación intelectual: un lascivo pica flor a quien gustaba enmascararse con la complicidad de “su” Manuelita. Supuso que sus preferidas eran las más jóvenes, a quienes “él colocaba en sus rodillas y acunaba casi paternalmente”. Madre y esposa al uso del porfiriato, Manuela Mota se constituyó en guardiana del sibarita y lascivo incómodo. Aun en las bromas sobre su estatura “para que le alcanzara sus libros”, la madre de su único hijo cumplió la misión de resistencia y servicio, sin necesariamente ser amada ni reconocida. Nada de extrañar, por cierto, en la educación sentimental de su patria de origen.
No es difícil recrear al hombre “de carne y hueso” que parecía disfrutar más de los placeres de la mesa que del lecho. Tal aspecto, el de “la necesidad de demostrar la masculinidad mediante desplantes de savoir faire”, no es misterio para quienes procuramos mirar más allá. En este caso, según lo leemos en “Tan de ellas”, “al regocijarse con la prostituta más famosa de Europa cuando vivía en París, Kikí de Montmartre.”
Precisamente por la dificultad de hallarle un hilo conductor a la visión que aquí nos ocupa, entiendo por qué solo una parte, de las 19 participantes del Coloquio dedicado a Reyes y las mujeres e su tiempo, coordinado por Beatriz Saavedra y la organización interinstitucional del Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura y la Universidad Autónoma de Nuevo León, nos atrevimos a hincar la pluma en el tema convocado, aunque Homero, Ifigenia o Aurelia Ochoa Sapien -su madre, como debía ser-, fueran inseparables de su cosmovisión de lo perfecto femenino.
Leído en la Capilla Alfonsina. 1.12.2022