La ciencia puede avanzar a la velocidad de la luz, pero no puede detener el pensamiento mágico. Sahumerios, amuletos, oraciones, elíxires, yerbas y deseos sirven para ahuyentar los males y atraer los bienes. Para eso hay un montón de artilugios, rituales, supersticiones, ungüentos o rezos, para mantener la ilusión de que se puede cambiar lo negativo y atraer la fortuna. Los remedios portentosos nunca pierden vigencia. Tribus que apenas tuvieron nombre ofrendaban a sus dioses para que conjuraran desgracias. La certeza de que no hay más que creer en la eficacia de un talismán para realizar lo imposible es tan antigua como el hombre mismo. El supersticioso no cambia porque, a pesar del progreso, sabemos cuán incapaces somos de controlar lo que desde siempre se atribuye a las fuerzas oscuras. Entre el crédulo actual y los antiguos griegos no hay diferencia cuando se sufre un padecimiento. En ambos modelos de ser Hombre, y casi del mismo modo, prevalece un primitivo sentimiento de orfandad activado por el miedo y, con él, la necesidad de ser protegidos por fuerzas superiores.
Entretenida con el anecdotario que crece en paralelo a la pandemia que ensombreció nuestros días, acudo a la historia para confirmar que los procedimientos curativos pueden variar con el saber acumulado durante miles de años, pero queda intacto el sentimiento de indefensión, propio de nuestra naturaleza. Ante el temor nada nos diferencia de los griegos del siglo VI a.C. Pedirle piedad a los dioses, sentir que la muerte se mete en el cuerpo y viajar por caminos inhóspitos en busca de cura, era lo que hacían los antepasados para internarse en santuarios diseñados para aliviar el dolor, bajar la fiebre y, hasta lo posible, curar llagas, inflamaciones, nostalgia, tristeza, pérdida de energía y hasta lo que que hoy llamamos psicosis.
Me emociona imaginar la confianza con la que los antiguos peregrinos se dirigían a los templos en pos de remedios para todos sus males, fueran físicos, mentales o espirituales. Allí todos eran merecedores de cuidadosa atención a cambio de demostrar gratitud. Hipocondriacos y psicosomáticos eran asistidos con el mismo esmero que cualquier paciente con afecciones graves porque la concepción de la enfermedad era totalizadora y no establecía fronteras entre lo abstracto y lo concreto o entre la mente y el cuerpo. Aunque los rituales y las prescripciones variaran según los casos, los requisitos para acceder a los templos de la salud eran iguales para todos, lo que indica que la higiene y una dieta adecuada -aunque olvidadas durante la Edad Media-, ya eran recomendados, con el ejercicio físico, para alargar la vida en buenas condiciones. Antes siquiera de entrar al recinto sagrado, el consultante debía purificarse en un tholos que, según la región, podía ser un estanque, un manantial o alguna de las muy apreciadas aguas termales. Este trámite inaugural agravaba o mitigaba las fiebres, lo que de antemano contribuía a esclarecer los síntomas, establecer las medidas emergentes y observar la evolución del padecimiento.
Sin parientes ni acompañantes, quienes debían aguardar en hospederías aledañas, después del baño purificador los consultantes pasaban al enkoimeterion o pórtico de incubación para pernoctar en cabal silencio en el abaton o sala de dormir. Allí, mediante una atenta introspección, recogimiento o incubatio, se tendían bajo techo o a cielo abierto a la espera de que “el dios les hablara”. Este indicio de diagnóstico por intuición, al través del sueño, por auto observación o revelación, se completaba con un oráculo. “Que el dios hablara” significaba descifrar las señales del cuerpo y sus modos de reaccionar al dolor: algo no muy diferente a la forma como los pacientes en la actualidad describen sus síntomas al médico. Con la información proporcionada por el dios en voz del enfermo, los asclepíadas o discípulos de Asclepio (Esculapio para los romanos), decidían el diagnóstico, aplicaban el tratamiento y vigilaban el curso de la curación.
A la fecha se tributa a Asclepio, el hombre/dios que podía devolver la vida a los muertos, gracias a que su virtud trascendía los límites humanos. Representado con una vara en la que se enrolla una serpiente, el mítico fundador de la medicina fue educado por el Centauro Quirón, pero su padre Apolo le trasmitió el arte de la medicina y la adivinación. Tal privilegio lo convirtió en el arquetipo del médico, pues sus lecciones y principos ejemplares se mantienen vigentes hasta nuestros días. No solo sabía todo lo referente a las propiedades curativas de las plantas, también supo desarrollar las aptitudes de sus discípulos y familiares y se encargó de crear las primeras condiciones hospitalarias. Gracias a ello su esposa Epíone se hizo famosa por calmar dolores. Con destrezas distintas y complementarias, podría decirse que su descendencia creó las especialidades: Higea se convirtió en símbolo de la prevención; Panacea era insuperable al administrar tratamientos; Telésforo se afamó por llevar la convalecencia a buen fin y Macaón y Podalirio a su vez se convirtieron en dioses protectores de los cirujanos y los médicos en general. Se cree que de ellos procede la exigencia de incluir teatro, poesía, danza, biblioteca, posadas para el hospedaje de corto, mediano o largo plazo y el indispensable gimnasio en los templos de la salud como complementos indispensables para la sanación. El principio griego de mente sana en cuerpo sano se aplicaba en todos los órdenes de la vida, por lo que la medicina no podía ser indiferente al efecto benéfico de las artes.
Los templos consagrados a la salud estaban sujetos a las más rigurosas reglas; por ejemplo, estaba estrictamente prohibido parir o morir en su interior, ni siquiera en el pórtico de incubación se aceptaba pacientes terminales y mucho menos en el área reservada a la convalecencia, por considerarse contaminantes y ofendían a los dioses. A pesar de que el Destino determinara cuánto y cómo correspondía a cada quién estar en el mundo, la medicina daba al enfermo la oportunidad de modificar lo imponderable. La combinación de remedios y adecuada asistencia contribuía a que el propio enfermo, con ayuda de su ingenio, retrasara el cumplimiento del Mandato o que al menos su agonía transcurriera con el menor sufrimiento posible.
Se llamó agonía a este pasaje extraño entre la vida/viva y la proximidad la muerte. Puente, pasaje o estado intermedio entre los dos extremos, lo importante era entender que agón –o agonía- significaba lucha, desafío o contienda; es decir: se agonizaba donde se conjuntaba la habilidad de los médicos o asclepíadas y el descenso del paciente. Considerado un proceso de crisis, el agónico se debatía entre distraer a la muerte o rocobrar la salud, aunque al final triunfaba el Dictado. Sostenidos con donaciones asequibles, los recintos que inspirarían la creación de los modernos hospitales en absoluto lucraban con la enfermedad ni con la esperanza de los consultantes.
Entre el mito, la herbolaria, la ficción verdadera, la ciencia, la superstición y lo que cada cultura va conservando entre sus creencias trasmitidas de generación a generación, el arte de curar se fue diversificando hasta dar un salto mortal de la mitología a la ciencia y de ahí al mundo de los negocios vinculados a la salubridad, a la clínica e investigación y al complejísimo sistema hospitalario. Enfermo él mismo de melancolía Orfeo, por ejemplo, se valía de la música y la poesía para aliviar los males del alma; Trofonio se confinaba en las cuevas para curar con serpientes. Melampo, uno de los discípulos de Asclepio, trataba en Argos a las mujeres locas con eléboro negro, mientras que Anfiarao solo confiaba en la incubatio o incubación para diagnosticar casi de manera infalible. Ser médico, desde sus orígenes y hasta que la química y tecnología aplicada se interesaron en prolongar la vida de los agónicos y los viejos unas cuantas semanas, “las más caras y deshumanizadas de su vida”, solían ser mensajeros de la piedad suprema e instrumentos de la empatía y la compasión.
El enfermo, en todo tiempo y lugar, desciende en su penar hasta probarse en la condición de desvalido. De ahí su clamor de piedad y misericordia a los dioses. Sabe que la muerte acecha, pero resiste esperanzado mientras avanza su deterioro. Entre la conciencia de lo que no tiene regreso y el afán de superar lo inevitable, se tambalea entre la espera y la esperanza. En ese estado de cabal indefensión no hay diferencias en el tiempo ni en las culturas porque ayer, como hoy, el desesperado a todo va.
Atenazados por el bicho que nos obliga a incubarnos en soledad, meditamos con la esperanza de que “el dios hable y diga algo”. Así pasamos los días entre la impotencia, la cordura, el miedo, los pensamientos mágicos y la esperanza en un porvenir mejor. Así también, tan confiados como impotentes ante la fatal supremacía del “Invisible” que los griegos llamaron Hades, debemos hacer uso de nuestra metis o mayor argucia siquiera para distraer la decisión del Señor del Inframundo, y continuar de este lado de la luz, donde a diario debemos celebrar el milagro de estar vivos.