Elegir es el gran desafío de nuestras vidas. Es el instrumento/guía de nuestro destino. Es la piedra que, como la lanzada al agua, produce ondas expansivas. Prueba mayor de la fortuna o del infortunio personal y/o social, ninguna decisión carece de consecuencias. Elegir equivale a renunciar a algo o a alguien y, sin tardanza, impone su propia, excluyente y variable dinámica que altera cuanto toca. Ningún error comienza ni concluye en sí mismo: igual que la carcoma, se multiplica y destruye de adentro afuera y nos va debilitando hasta acabar, en ejemplos extremos, con la estructura interior. Hay que tumbarse en el diván de Freud, someterse a la implacable mirada de Lacan o exponerse -inclusive en la página- al poder de la confesión para reconocer la responsabilidad ante nuestros propios actos. Lo decían los abuelos: tomar o dejar mujer o marido; embriagarse o mantenerse sobrio; ésta u otra carrera; pelear o bajar la cabeza; quedarse dormido o con el ojo en alerta; atreverse o no a romper con todo y romperlo bien; cuidarse o abandonarse a la bartola; rectificar o reincidir… No hay nada neutro ni opción que no recaiga en la salud física y mental. El riesgo es real. Sobre todo en periodos electorales, porque la decisión del uno arrastra como río vertiginoso la trillada “voluntad popular” que poco tiene de voluntad y mucho de popular.
Miremos con frialdad el presente y el pasado; observemos lo íntimo y lo ajeno, la historia: cada vez que los pueblos eligen lo peor optan por su yugo, su descenso o su infierno. Los ejemplos nefastos superan con creces los aciertos: Hitler, Mussolini, Franco, Castro, Mao y sus “Cuatro magníficos”, Stalin, los Ortega perpetuados en Nicaragua, los Ceausescu en Rumanía, la infinita galería de gorilas latinoamericanos, africanos y caribeños… Y la terrible lista de anodinos. Entre vítores, juramentos entusiastas y muestras de devoción o adoración delirante las multitudes aplauden a sus verdugos, a los agentes de su infortunio, a los monigotes que se creen redentores, al desfile de pobres diablos que multiplican su medianía parapetados en el poder circunstancial.
Las bondades de la democracia son relativas. Reconozcamos que un voto no nos hace libres, aunque Popper lo considerara el menor de los males políticos. Los buenos y mejores gobernantes son un regalo del azar y resultado de la madurez gradual de las sociedades. Las democracias incipientes incrementan el riesgo de convertirnos en víctimas de las malas decisiones de los otros: mayorías manipuladas debido a su pobre o nula capacidad electiva. Un voto puede ser prueba fehaciente de la incapacidad de elegir lo bueno o conveniente en cada circunstancia. De malas y peores decisiones están atiborradas las urnas. Solo un perturbado puede afirmar que “el pueblo es bueno y sabio”, pues para serlo el primer requisito es la educación y su complementaria conciencia crítica: producto del juicio y el conocimiento. Hay que temblar ante “la exageración de las estadísticas” que dijera Borges. Las malas decisiones, en todo lugar, han consagrado al tirano, al monstruo, al autócrata, al dictador, al agente del infortunio, al cretino, al imbécil moral, al causante del atraso, a los peores…
Saber elegir al través del voto es nuestro reto. Reincidir en el yerro sería imperdonable.
Decidir obliga a aceptar que la libertad es relativa, que al optar entre dos o más opciones intervienen los prejuicios, la buena o la mala educación, las aspiraciones, la fábula... No basta el conocimiento porque las emociones obnubilan, el miedo confunde y pesan más el deseo y la fantasía que la sensatez. En esto pienso al filo de “otras elecciones”, cuyos resultados afectarán nuestra cultura y nuestras vidas, nuestros trabajos y aspiraciones, nuestra estabilidad o inestabilidad emocional, la confianza o desconfianza en tan imperfecto sistema político. El voto recaerá sobre un México cuyo presidente de salida se ha dedicado a desacreditar a los pensantes, instruidos y en alerta a sus chapuzas y manipuelos nefastos. Presidente de salida cuyos actos deberían ponerle la cara roja de vergüenza a quienes lo eligieron.
Las malas decisiones crean una sombra tan larga que no deja de notarse ni padecerse. Todos, alguna vez, hemos tomado la peor de las opciones personales y conocemos el precio de semejante error. Por decir o no decir; por actuar impulsivamente o paralizarse en el momento decisivo; por resistir en vez de rebelarse; por no abrir los ojotes y el entendimiento en situaciones conflictivas… En fin, que desde nuestros primeros pasos echamos a andar la capacidad electiva y, con ella, la tendencia a caer una y otra y otra vez. Cada quien aprende a oscilar entre dos opciones: superar la dificultad y levantarse o quedarse chillando a la espera de que “alguien” nos mueva o nos rescate.
Por su gravedad en continuidad, las malas decisiones recaen en primer término en la estabilidad interior. A una mala decisión sigue otra igual o peor. Ningún yerro es inofensivo. Los desaciertos pesan más que los aciertos al formar o deformar el carácter. Si esto es ley de vida entre individuos, seamos responsables al elegir el porvenir inmediato de nuestro infortunado México, tan indefenso y sometido a su ofuscación. Un México “sufrido” y resignado” y sin embargo violento, cruel y apegado a los vicios de un machismo devastador que, desde sus modos de gobernar y ser gobernados, prefiere la arraigada opción de las máscaras al compromiso de modificar su destino.
Por favor, por favor, no nos equivoquemos otra vez.