En mi Guadalajara natal se hablaba alto, con rudeza y majaderías. Durante la segunda mitad del siglo XX, la modorra superaba el influjo del capitalismo atizado por la posguerra mundial. Ciegos y sordos a la proliferación de dictaduras, cuya brutalidad hacía del atraso emblema del subdesarrollo latinoamericano, en vez de tener alguna inquietud política, cultural o social, los adultos se dedicaban a reproducirse como conejos lo que, de manera temprana y para asombro de las buenas personas que obedecían el mandato divino, me causaba un enorme estupor. “Creced y reproducirse” fue la voz que despertó mi conciencia sobre el horror que aguardaba al mundo superpoblado. Mi repudio vitalicio a autócratas y nacionalistas procede del fanatismo imperante que, como un mal olor, se impregnaba en la piel en aquel ámbito aún enturbiado por las sotanas. No que fuera nuevo el culto a las máscaras, pero quizás nací durante uno de sus múltiples apogeos: se aparentaba con descarada naturalidad ser algo o alguien que ni era ni parecía serlo; tampoco tenía con qué aproximarse o siquiera prefigurar un modelo, especialmente en medios repletos de buenas y muy decentes personas: ser otro acaso ha sido el más oscuro y recóndito deseo del rehén del Altiplano, a saber desde cuándo. Tuve que reconocer que por ser tan grosero al obviar su falsedad, ha resultado tan fácil caricaturizar al mexicano, y mucho más simple herir sus sentimientos al ponerle un espejo. Que no le gusta que le digan nada feo ni contrario a su fantasía porque se violenta y reacciona con rabia machista; eso es también algo que se debe atender para no sufrir las consecuencias. Si, hay que tenerlo en cuenta y no cuesta aprenderlo; así que debo decirlo de una vez y tomar las precauciones pertinentes: si la crítica es ejercicio imposible, la autocrítica, impensable. Algo de esta verdad debe andar mezclada en nuestro atraso ancestral, pues pasan siglos y décadas y se mantiene intacta la autocomplacencia del vencido. Lo supe por la mirada del otro, del extranjero o distinto, pues ser visto por el ojo ajeno primero desnuda y después coloca atavíos exagerados al observado, como indica la obvia y por demás ridícula figura con la que nos representan del ensombrerado envuelto en sarape y con cacles lastimosos que habla como idiota. Los del pueblo no se quedaban atrás pues, desde la Colonia, se volvieron tan taimados que ni la propia Academia ha podido abarcar, en la definición del término, el carácter esquivo, mañoso, simulador, engañoso, perverso, abusivo y mal intencionado que oculta la máscara de quien parece dócil, servil y tan humildito que cancanea y apenas se le oye la voz; sin embargo, en un descuido podría clavarnos un cuchillo en la espalda.
Algunas cabezas muy bien amuebladas, como Samuel Ramos y Octavio Paz, se atrevieron a arrancar el velo de la hipocresía al mostrar lo que no se quería o no se podía nombrar sobre este complejo drama de identidad. Ambos insistieron en que el mexicano no solo no sabe quién es; tampoco quiere saberlo. De esa realidad cavernosa, Rulfo extrajo su emblemático Pedro Páramo y Ricardo Garibay la versión ruidosa de la violencia machista que cursa su obra. Mucho han cambiado las comunicaciones y los modos de ver la vida, pero los estigmas permanecen envueltos en prejuicios que se niegan a desaparecer.
En aquellos territorios donde aún se mordía el polvo, la gente era tosca y se vanagloriaba de su grosería, como transcribió el genio de Rulfo. Nada les divertía tanto como burlarse de los demás: una forma primitiva de disfrazar lo que ocultaba su corazón. Esos modelos nunca me han sido ajenos. No dudo de que por haber nacido mujer me tocó en suerte observar y padecer en carne propia de lo que es capaz la lengua, la mano y la perversión indivisible del machismo que, en esencia, es una de las expresiones más pedestres de la incivilidad. Quienes me rodeaban se creían graciosos, pero solo eran hirientes. Leer, lo que se dice leer, no era parte de sus vidas, pero se consideraban “cultos” y superiores a los demás. Por una extraña razón, degradar al débil o al distinto aseguraba popularidad al maledicente. Humillar fortalecía la masculinidad ilusoria; mejor si con gestos y expresiones vejatorias a costa de las mujeres. Urgidos de darse a notar, los adultos y pobres diablos repatingados buscaban audiencia para gritar y los niños los imitaban con naturalidad. Repetitivos hasta la extenuación, actuaban anécdotas bobas que suponían espectaculares por vejatorias. Al tiempo entendí que la escasez de curiosidad intelectual encarecía la rutina provinciana al grado de que hasta una niña prácticamente invisible, como yo entonces, podía darse cuenta de cuán insulsa e intimidante podía ser la vida en común. El ondulante efecto del lenguaje dependía de hallar términos para fluir, atacar, mantenerse a la defensiva o acentuar la insignificancia de quienes, como las mujeres disminuidas al susurrar, llevaban el cuerpo como signo de interrogación. Del entrenado hábito de oír y observar procede mi tendencia a jamás dar algo por sentado, con excepción de las cuestiones biológicas relacionadas con el nacimiento, la enfermedad, el dolor, el envejecimiento y la muerte, según aprendiera del budismo, muchísimos años después.
No recuerdo cuándo comenzaron a reclamarme por no celebrar boberas ni reírme de las bajezas que tanto fascinan al oído del mexicano. En realidad, anidé un disgusto tan inocultable que quizá se convirtió en rasgo indiviso de mi carácter, hasta que me reconocí enojada y dejó de importarme el señalamiento adjetivado. Yo amaba las lenguas, todas las lenguas. Escuchar a un trío de huicholes en el centro de Guadalajara me causó tal estupor que durante días jugué a descifrar sus vocablos. El inglés comenzaba a darse a notar gracias al aún escaso turismo que nos mostraba gente distinta, peculiaridades, gestos y vestimentas ajenas a nuestras maneras pueblerinas de interpretar el mundo. Todavía sin televisión, y supeditados a una estación dominante de radio –la XEW-, ignorábamos cómo era y de qué estaba hecho el mundo exterior. Ese aislamiento real, correlativo al temperamento insular de nuestro territorio mexicano, hacía que las generaciones se sucedieran sin romper la burbuja cultural que impedía el establecimiento de vasos comunicantes con otros países. Tardío y sangriento, el estallido de 1968 nos sacó del encierro a todos en el país, aunque fuera por las malas y de manera caótica, como dicta la costumbre local. De toda avidez y apetito creador, mi generación –o al menos su franja universitaria- quedó marcada con una cicatriz de fuego.
No es extraño, por consiguiente, que yo soñara viajes fantásticos a lugares reales y de preferencia lejanos y extravagantes. Recogía voces y nombres como otros coleccionaban conchas, sellos, estampas o mariposas. Buscaba palabras impresas en páginas, en etiquetas, en anuncios y donde aparecieran para formar con ellas “historias de lo nunca dicho”. Me preguntaba de dónde salían los vocablos, qué cosas significaban y por qué se usaban términos de un modo en los libros y de otro en el hablablablablablabla que abrumaba. Atrapada en un medio hostil, mi pasión por el lenguaje me hacía libre, distinta, visible a ratos, rebelde, pero ante todo amenazante. “Esta niña es una monserga”, decía mi padre con el fastidio que iba empeorando con el nacimiento de hijos que nunca supo querer ni aceptar. Y yo abría tamaños ojos tratando de entender que cosa era “monserga”, “monasabia”, “pendeja” o “jodona” pues, orgullosamente “formado” por jesuitas, inclusive para ofender y discriminar su vocabulario era tan amplio, no obstante excluyente y cargado de arcaísmos, que no había modo de no fascinarme con el poder y la diversidad de palabras que salían de su boca.