Por uno de esos actos de ingenuidad, en la adolescencia se me ocurrió enviar a Excélsior una carta a la convocatoria anual del día de las madres. No lo dije a nadie, pero al depositar el sobre en el buzón me vi con el triunfo en la mano. Me creí original y adelantada porque, lejos de ponderar la abnegación, la paciencia, la fertilidad y demás prejuicios que se confundían con virtudes, en una cuartilla me puse del lado de la maternidad voluntaria, limitada y responsable, algo que solo creí posible al través de la educación. Para colmo, no solo renegué de las familias numerosas, también rematé la misiva con una alusión a las mujeres desesperadas que no tenían cómo ni con qué sacar adelante a su prole.
Obviamente, no tenía idea de que casi la mitad de las mexicanas en edad fértil eran madres solteras. Como no fuera el INI, fundado por Eva Sámano para dar desayunos escolares, no existían políticas asistenciales para la mujer y sus hijos. Ignoraba cuánta violencia sexual y social había en las frecuentísimas niñas / madres. Aunque cursaba la secundaria o la prepa, no tuve la agudeza de averiguar por qué era tan visible la diferencia entre la realidad de los hombres y la de las mujeres. Tampoco pregunté de qué se trataba el fenómeno de los hogares de padre ausente, porque era tan visible que se daba por sentado. Al menos asociaba la maternidad múltiple con la violencia hacia la mujer. Me parecían monstruosas las familias numerosas y abominable el modo de crecer y vivir de los mexicanos. Etiquetaba a “las felices familias mexicanas” de monumento a la hipocresía. En suma, la tal carta era un testimonio de que ya estaba y seguiría estando fuera de lugar.
Mi temprana contribución periodística al día de las madres con seguridad acabó en el tacho de basura. ¡Lástima! Al tiempo, esas páginas mostraban qué pensábamos y hacia dónde íbamos. Incapaz de recordar su contenido preciso, conservé la sensación de que mi propósito era insistir en que la maternidad debería dejar de ser sinónimo de sacrificio y existencia desesperada. Escribí lo contrario de lo requerido para homenajear a “las cabecitas blancas”, esas heroínas domiciliarias a las que, “en ese su día”, los hijos le rendían “un sentido tributo”. Mi “tributo” no podría ser más amoroso al dirigirme, como se indicaba en las bases de la convocatoria, “al corazón de una mujer”: desearle una maternidad digna.
Cuando vi publicado el panegírico premiado abrí tamaños ojos: ridículo y retrógrado, era una exaltación al catolicismo colonial en el más puro barroco. Más que disgustarme por no haber merecido siquiera una mención, me di cuenta de que no solo las mujeres estábamos atrapadas en un pasado secular, también la prensa exhibía un atraso imperdonable. Eran años en que a duras penas y con la sanción eclesial, se empezaba a comercializar la píldora con un sin fin de requisitos. No obstante con timidez, llegaban libros sobre la urgencia del control de la natalidad. Los demógrafos advertían sobre los riesgos de la sobre población. Desde los Estados Unidos se expandía el clamor de las feministas por la equidad, el aborto y el amor libre; proliferaban movimientos en pro de derechos sociales y civiles y el mundo se inclinaba hacia una izquierda que estallaría con la diversidad generacional del ´68.
En tanto y la década de los sesenta iba marcando hitos cada vez más significados en un mundo ajeno a los mexicanos, aquí se premiaba el homenaje del buen hijo a quien “le había dado el ser”. Incapaz de recrear las “muestras de amor y ternura” prodigadas a la santa madre, en esencia y más allá de lo que el Excélsior pretendiera mostrar como divisa de periodismo, se honraba la maternidad con referencias a la Virgen María y de manera directa con las bondades modélicas de la Guadalupana.
No podría asegurar que esa temperatura haya desaparecido del talante general de los mexicanos. Si han variado, en cambio, las actitudes de las generaciones según los niveles y la calidad de la educación: indicador que era prácticamente inexistente durante mi adolescencia, pues casi la totalidad de las madres a duras penas habían concluido la primaria. Solo unas cuantas privilegiadas conseguían acceder a los estudios superiores. Que ahora México tenga miles y miles de profesionistas en todas las especialidades es una verdadera hazaña. Por miles también hay madres que continúan sus estudios. Aunque reflejen la inequidad brutal de nuestra sociedad, las libertades y los derechos femeninos son una realidad que puede y debe hacerse cumplir. No podemos ni debemos remontar un tiempo de oscuridad. Si no se entiende que las mujeres somos el núcleo del desarrollo con progreso, las madres seguirán siendo un indefenso eje reproductor de la miseria con ignorancia.