La naturaleza del mexicano es intrincada. Lo supieron Samuel Ramos y Octavio Paz, pero antes que ellos los cronistas se dieron cuenta de que no era de desdeñar este universo de dioses y calendarios. Aprendieron a convivir con engaños, culebras, designios, pirámides, ofrendas de sangre, ritos tremendos, retorcidas fórmulas de cortesanía y una severa complejidad que abarcaba del calmécac a los templos y de estos a los recintos guerreros, pero nunca los descifraron ni consiguieron eliminarlos como deseaban. Ninguna de las plumas que con más o menos fidelidad recogieron nuestro pasado prehispánico dejó de señalar, sin embargo, dos características de los aborígenes: su natural taimado, que desquiciaba al colonizador, y una feroz manera de ensañarse, humillar y aniquilar al otro, al grado de desollarlo y lucirse o comerciar con la piel, sin ninguna dificultad.
A propósito de la brutalidad que nos cerca, recordé que con la sin par Historia de las Indias de Nueva España emprendí la difícil tarea –inconclusa aún- de entender la dualidad mexicana, su cifra serpentina y “ese algo” que provoca recelo. Estuve tentada a transcribir el capítulo IV, “De lo que sucedió a los mexicanos después de llegados a Chapultepec”, pero me decidí por comentar fragmentos, porque esta es una de las obras que todo mexicano debe leer siquiera una vez, y en especial por el torbellino que nos habita: hay que ir hasta la raíz, deslindar, elegir y, con suerte, precisar nuestra pesada carga ancestral, que los orientales consideran karma.
En el relato de fray Diego Durán, no hay desperdicio: la supremacía de Huitzilopochtli, dios de los mexicanos, perdura sin que ningún credo, amenaza o presagio la debilite. Hechicero, embaucador y perverso, sus malas artes reptan en libertad. Hay que tener hígado para sobreponerse a la descripción del reguero de miembros, cabezas y cueros de víctimas desolladas después de los sacrificios o las batallas instigados por él. También debemos templar el alma para ver, en tan rico muestrario, cómo se parece la crueldad de los remotos abuelos a la de los criminales de hoy. Para nuestra desgracia y como si de una plaga se tratara, continúa atacando la enfermedad del taimado que no ve, no sabe, no entiende, no actúa ni se conmueve, aunque el desfile de horrores esté en sus narices.
Después de ires y venires mexicas, cuando peregrinaban en pos de un lugar propio, Durán refirió cómo se doblegó el rey de Colhuacan al oír los amañados ruegos de los ya desde entonces temidísimos y tramposos mexicanos. Asentados temporalmente en Tizapán, donde solo había serpientes y alimañas que aprendieron a comer, recibieron el mensaje de su dios y la orden de cumplirlo al detalle: visitar al adversario a excusa de relacionarse, comerciar libremente y emparentar por vías del casamiento, “para tratarse como hermanos y como parientes”, ya que, como enemigos, la presión era insostenible. No que fuera ingenuo o inofensivo Achitometl, es que los adoradores de Huitzilopochtli superaban en perversidad a cualquiera.
Enemigo de la paz, Huitzilopochtli reveló a sus prelados que requerían a la mujer de la discordia para conseguir, a partir del conflicto subsecuente, el lugar que les tenía reservado para fundar su ciudad. En vista de que “no es éste el asiento que os tengo prometido (…)”, es necesario “dejar este donde ahora moramos. Y no lo haremos con paz, sino con guerra y muerte de muchos”. Por consiguiente, había que hacerse de una noble doncella para acatar el mandato. Los obedientes mexicas enviaron mensajeros con regalos y elogios a pedir a Achitometl, rey de Colhuacan, nada menos que a su hija amada “para señora de los mexicanos y mujer de su dios”. Y él la entregó creyendo que la muchacha iba a reinar y a ser diosa de la tierra, tal y como se prometió y como sería trasladada por ambas partes, “con toda la honra del mundo”, hasta el asentamiento de los rivales.
En la orden siguiente del dios quedaría sellado el destino de la nación: “Ya os avisé que esta mujer había de ser la mujer de la discordia y enemistad entre vosotros y los de Colhuacan, y para lo que yo tengo determinado se cumpla, matad esa moza y sacrificádmela a mi nombre, a la cual desde hoy la tomo por mi madre. Después de muerta la desollaréis toda y el cuero vestídselo a uno de los principales mancebos, y encima vestirse ha los demás vestidos mujeriles de la moza, y convidaréis al rey Achitometl que venga a adorar a la diosa, su hija, y a ofrecerle sacrificio.”
Todo ocurrió en Tizapán, según lo indicado: los mexicanos matan a la princesa, la desuellan, visten a un principal con su piel y, concluido el proceso, mandan llamar al rey, su padre, para presidir un convite “donde su hija había de quedar por diosa de los mexicanos y esposa de su yerno, el dios Huitzilopochtli”. Reinaba un ánimo festivo y eran abundantes las ofrendas de pluma, mantas, papel, copal, comidas, piedras y muchos géneros de aves y peces. Entre consabidas fórmulas de cortesanía y parabienes, Achitometl comió, departió y aguardó con cierta impaciencia la aparición de su hija para celebrar los esponsales… Pero, la tragedia estaba dada:
“Después de aposentados y de haber descansado los mexicanos –escribió Durán-, metieron al indio que estaba vestido con el cuero de la hija del rey en el aposento junto al ídolo y le dijeron. <<Señor, si eres servido, podrás entrar y ver a nuestro dios y a la diosa tu hija, y hacerle reverencia y hacer tus ofrendas.>> El rey, teniéndolo por bien, se levantó y fuese al templo que les tenían edificado, y entrando en la pieza donde estaba el ídolo, empezó a hacer grandes ceremonias y a cortar las cabezas a las codornices y a las demás aves, y a ofrecer sacrificio y a poner aquella comida delante de los ídolos y ofrecer copal y rosas y de todo lo que para aquel efecto llevaba. Y por estar la pieza algo oscura, no veía a quién ni delante de quién hacía aquel sacrificio. Y tomando un brasero con lumbre en la mano, según la industria que le dieron, echó incienso en él y empezó a incensar los bultos, y aclarándose la pieza con el fuego, vio al que estaba junto al ídolo sentado, vestido con el cuero de su hija, una cosa tan fea y horrenda, que cobrando grandísimo temor y espanto, soltó el incensario que en las manos tenía, salió dando grandes voces y diciendo: <<Aquí, aquí mis vasallos los de Colhuacan, venid a socorrer una maldad tan grande como estos mexicanos han cometido. Que sabed que han muerto a mi hija y la han desollado y vestido el cuero a un mancebo y me lo han hecho adorar. Mueran y sean destruidos hombres tan malos y de tan malas costumbres y mañas; no quede rastro ni memoria de ellos. Demos, vasallos míos, fin y cabo de ellos.>>
Lo que siguió lo llevamos como insignia del destino: alboroto, hombres, mujeres y niños en fuga, varas arrojadizas, carrizales, la huida de un pueblo hacia Iztapalapa, después a Acatzintitlan, Mexicatzinco…, hasta que el dios se apiadó del padecer de su gente, el día que parió la hija de un principal. En ese “lugar del parto” o Mixiuhtlan, los mexicanos encontraron un hermoso ojo de agua, en cuya fuente los sacerdotes interpretaron el deseo del dios: “Lo primero que hallaron fue una sabina, blanca toda, muy hermosa, al pie de la cual salía aquella fuente. Lo segundo que vieron fue que todos los sauces que aquella fuente alrededor tenía eran blancos, sin tener una sola hoja verde, todas las cañas de aquel sitio eran blancas y todas las espadañas de alrededor. Empezaron a salir del agua ranas todas blancas y pescado todo blanco, y entre ellos algunas culebras del agua, blancas y vistosas. Salía esta agua de entre dos peñas grandes, la cual salía tan clara y linda que daba sumo contento. Los sacerdotes y viejos, acordándose de lo que su dios les había dicho, empezaron a llorar de gozo y alegría y a hacer grandes extremos de placer y alegría, diciendo: <<Ya hemos hallado el lugar que nos ha sido prometido; ya hemos visto el consuelo y descanso de este cansado pueblo mexicano; ya no hay más que desear (…)>>
A la noche siguiente apareció Huitzilopochtli en sueños a un tal Cuauhtloquezqui y le dijo: ya estaréis satisfechos cómo yo no os he dicho cosa que no haya salido verdadera. Y habéis visto y conocido las cosas que prometí ver en este lugar, a donde yo os he traído. Pues esperad, que aún más os falta por ver. Ya os acordaréis cómo os mandé matar a un sobrino mío que se llamaba Cópil y os mandé que le sacases el corazón y lo arrojases entre los carrizales y las espadañas, lo cual hicisteis. Pues sabed que ese corazón cayó encima de una piedra del cual nació un tunal, y está tan grande y hermoso, que un águila hace en él su habitación y morada. Cada día y encima de él se apacienta y come de los mejores y más galanos pájaros que halla. Encima de él extiende su hermosas y grandes alas y recibe el calor del sol y el frescor de la mañana. Encima de este tunal, procedido del corazón de mi sobrino Cópil, la hallaréis a la hora que fuere de día y alrededor de él veréis mucha cantidad de plumas verdes, azules y coloradas, amarillas y blancas de los galanos pájaros con que esa águila se sustenta. Pues a ese lugar donde hallaran el tunal con el águila encima le pongo por nombre Tenochtitlan.”
De tanto en tanto, a partir de entonces, los dioses abuelos se dejan notar y, poderosos aún, se asientan en sus dominios causando un inmenso terror. ¿Son las señales de sangre designios que no sabemos interpretar? De que Huitzilopochtli gobierna otra vez, no tengo duda. En atención a la historia, no son buenos ni alentadores los signos como traídos del pasado remoto.