El descenso de México es pavoroso: una clase política de vergüenza, la sociedad desestructurada, delincuencia hasta en la nuca, corrupción con poder absoluto, impunidad, el Poder Judicial en la cloaca, feminicidios, desapariciones, fosas clandestinas, pederastia, la cultura hacia abajo, un Congreso de horror, inseguridad, violencia, mentiras… Tanta y tan brutal violencia que todos los días arroja más víctimas que una guerra declarada. De República, pues, no reconocemos ni el nombre.
El tremendo subsidio electoral, solo sirve a la partidocracia. Por ella se agravan el latrocinio, la complicidad en connivencia y el enquistamiento de una clase política que debería ser sometida a un tribunal a la manera ateniense; es decir, con intervención del coro y presidido no por la imposible Atenea, sino por organizaciones de ciudadanos probos: a ese extremo de pudrición y desconfianza hemos llegado, pues no quedan instituciones confiables.
En lo que mejor nos adelantamos a la tendencia global es en males endémicos. Mientras que en Europa y los Estados Unidos se espantan por el progresivo avance del populismo, aquí es usanza vieja y adaptable a cualquier lenguaje y facción. No necesitamos caer en el agreste estilo de los Chávez y los Maduro. Creadores de la cultura de las máscaras, con destreza inventamos discursos, posturas y expresiones populistas para todos los gustos y/o presunciones ideológicas.
Salvo López Obrador, quien en su anacronismo propugna por el caudillismo ultra nacionalista, ya probado y fallido hasta la extenuación, los demás miembros o aspirantes a serlo en el régimen de poder acuden a fórmulas “reformistas”. Aún a sabiendas de que la extrema desigualdad continuará su fidelidad al modelo económico imperante prometen, sin embargo, estar del lado del pueblo. Estorboso para antipatriotas en el poder desde las postrimerías del siglo pasado, el “nacionalismo revolucionario” disminuyó al ritmo en que el Legislativo acabó de aniquilar la Constitución de 1917, hasta reducirla a parche sobre parche. Sin revolución ni doctrina social que al menos comprometía a distancia con ideales, nos quedamos con las manos vacías y atenidos a las ocurrencias sexenales de gobiernos espurios.
Huérfanos de ideas, de doctrinas y de cabezas bien colocadas, las derechas y las supuestas izquierdas se enredan en batiburrillos interesados y sin principios. Por igual carecen de compromisos, de decencia y actitudes confiables. Eso explica por qué el populismo se apunta como la enfermedad que pronto agregaremos a los problemas existentes.
Enajenados en esta realidad desalentadora, populistas y demagogos –unos insertos en el pasado y otros enfermos de porvenir- avanzan en plena crisis imbuidos de mesianismo. Con sus más o sus menos, el afán redentor no es, sin embargo, privativo de López Obrador, salvo que él lo expresa en un discurso elemental, tartamudo, colmado de adjetivos y obsesionado con remontar al México cerrado del medio siglo o, con suerte, de los años sesenta. Salvar al pueblo del mal enquistado en el poder, de los grupos privilegiados y de los intereses extranjeros; aliviar el desaliento popular mediante sabe Dios cuál milagro justiciero; capitalizar la ignorancia de los inconformes con retahílas e infundios y prometer lo que sea a diestra y siniestra son nutrientes de su populismo mesiánico. ¡Pobre México!, dirían Vasconcelos y Gómez Morín.
La cuestión es que, en tan grave crisis, el batallón de hombres y mujeres que a empujones y codazos salta al ruedo en pos del pedestal popular no tiene, ni por asomo, la calidad moral, intelectual, profesional, política ni cultural, siquiera básica, para discurrir condiciones de saneamiento indispensables no digamos para gobernar, sino para salvar del crimen y de la pudrición a las instituciones y a los poderes de la República. El pesimismo, por tanto, es correlativo a la decadencia mexicana que tan alegremente encumbra la mediocridad.
No que el pasado fuera mejor –lo cual refleja la pobre cultura política-. Tampoco que mi generación hubiera crecido en estado de esperanza. Como decir “no tenemos remedio”, crisis fue voz infaltable en mi vocabulario infantil. Miseria, discriminación racial, superstición y analfabetismo campeaban en una sociedad cerrada, sin libertades ni derechos hasta el cambio de siglo. La corrupta y vergonzosa “reforma agraria” se explotaba como una de las banderas mejor ondeadas de “los gobiernos de la Revolución”. La deuda exterior era un clavo ardiente. Si la Lotería Nacional era cartera de la Presidencia, PEMEX la caja grande del gobierno federal. Al tiempo se destapó la ruina de la economía mixta, se exhibió el fracaso de las empresas del Estado, el campo demostró su gran mentira y todo explotó: Telmex, la luz, los ferrocarriles, los sindicatos… Vaya, todo lo que estaba en manos del gobierno. Llegó la hora en que PEMEX ya no pudo ocultar su quiebra ni el país la verdad más dolorosa: su incapacidad de tener gobiernos y dirigentes de calidad.
El otro brazo de nuestra imposibilidad de construir un país digno es la enfermedad del futuro, la que proviene de la dependencia de lo que se desea, se anuncia o se promete. Me refiero a la enfermedad del poder, al capitalismo salvaje, a la amnesia, la ignorancia y la confusión que acentúan la conformidad con la derrota y el mal vivir. Hacerse del lenguaje del porvenir parece ingenuo, pero ha sido el mazo más frecuentado y efectivo de tiranos, demagogos y populistas para imponer su voluntad y contribuir a la condena de los vencidos.
Pretender administrar el porvenir o prometer algo en su nombre es arriesgado. Peor ignorantes y corruptos con mando lo hacen al gobernar, someter o discurrir sueños teñidos de realidad. Sin embargo, la profecía ha determinado aspiraciones de individuos y masas desde la noche de los tiempos. Con ella pueden saciarse desde una vulgar avidez de modernidad hasta la más abyecta y criminal aventura populista. Todo se complica cuando un sujeto, un pueblo o cualquier feligresía se abandona al mensaje delirante de quienes dicen ver o esperar lo que aún no es. Y en eso estamos.
Son inútiles las advertencias. Si la ceguera individual conduce al desastre, la colectiva es capaz de cualquier monstruosidad: desde consagrar al “pueblo elegido” y la “raza superior” hasta discriminar, perseguir o asesinar por cuestiones raciales, ideológicas o religiosas. El tema del porvenir, sin embargo, está pegado al populismo porque ambos se nutren del miedo: justo el filón donde la criminalidad, la violencia, la injusticia, la estupidez, la sociedad desintegrada y los malos gobiernos se juntan. Lo único que puedo repetir, con obvia tristeza, es la pregunta de todos los días: ¿cómo llegamos a esto? ¿Cómo caímos tan bajo?