Es cosa sabida que en eso de inventar términos que dicen sin decir lo que se quiere decir, los mexicanos se pintan solos. José Moreno Villa tuvo que reaprender español para entendernos y darse a entender aquí, en su tierra de acogida. Como al resto de exiliados, le pareció inconcebible que alguien fuera medio ladrón, estuviera medio enfermo o medio embarazada. Entre el lenguaje de señas y la profusión de diminutivos e imprecisiones, se sintió perdido, hasta dar con el hilo negro: “no es que no hablen castellano, es que encubren la verdad de todos los modos posibles”.
Si el habla común es rica en giros incomprensibles, la clase política no tiene rival a la hora de hacer del idioma un complemento de su costal de mañas. Cuesta aceptarlo, pero es cierto: es ancestral la incapacidad del mexicano para decir las cosas por su nombre. Moreno Villa se dio cuenta de que nadie dice NO en México, aunque da vueltas y revueltas para evitar comprometerse. Tuvo que afinar sus sentidos para adivinar evasivas y fórmulas retorcidas. Le asombraban los barroquismos, inclusive al ordenar un simple vaso con agua. ¿A qué tanto enredo? -se preguntaba-, si nada más se requieren dos palabras: “Mesero, agua”. Yo le hablo, le decían a modo de despedida; y él lo creía, pero se quedaba esperando. No se preocupe, y resulta que tenía todo de qué preocuparse. Tanto se preguntó si españoles y mexicanos compartíamos idioma que acabó escribiendo Cornucopia mexicana. De haber reparado en las complicaciones lingüísticas de los políticos, nos habría legado un tesoro.
Eso, sin desdeñar el principio de eternidad en voces como al ratito o la semana que entra, que lo mismo sirven para quitarse de encima a un cobrador que para dejar colgada una acción o un compromiso. Los laberintos verbales nos impiden saber con quién estamos tratado. Que todo empieza y acaba en el vicio de mentir, me espetaba una airada Ikram Antaki, convencida de que el mexicano miente como respira. Lo proclamaba en público y en privado, y aun añadía que solo en este país la gente repite sin cesar no es cierto, no es cierto… Con la historia de su Siria natal en mente, yo la escuchaba sin ánimo de polemizar, pero su agresividad empeoraba.
Que priva un carácter evasivo en nuestra cultura, ya lo sabemos. Que las máscaras están en el mapa genético, también. Fray Diego Durán fue de los primeros en advertir que los mexicanos se ocultan, son taimados. Quizá porque suponen que serán rechazados tal como son. Sea cual sea la causa, lo cierto es que es obvio el deseo de ser otro. De ahí se desprenden actitudes como encubrir, simular, aparentar, disimular, engañar y, en síntesis, mentir y abusar del otro. En tal aspecto nuestra herencia no solo sigue siendo una red de agujeros, como se lamentara el anónimo de Tlatelolco, también ha producido frutos lingüísticos invaluables, al menos en política y a partir del revelador madruguete que, consignado por Martín Luis Guzmán, daría pie al socorrido y metafórico verbo madrugar: adelantarse, chingar al contrincante, timarlo y, a fin de cuentas, sorprenderlo con lo inesperado.
A partir de que Porfirio Díaz comenzó a referirse al Sistema, se creó la imagen de una estructura sólida que le vino como anillo al dedo a la familia revolucionaria. El PRI y El sistema formarían una estructura de poder tan cerrada que de ella derivarían las condiciones implícitas para ser, parecer, conducirse y ser reconocido como un hombre del sistema. Es una lástima que, no obstante su riqueza, el vocabulario de la grilla y su correlativa tranza no hayan trascendido el coto coloquial. Vivimos rodeados de grillos: confunden, no son de fiar y su discurso aturrulla; sin embargo, se reproducen en libertad en las curules, en las calles, en la burocracia y en los partidos políticos. Demagogos en lo esencial, alardean triunfos inexistentes y, como pocos, saben que el que no tranza no avanza. Hábiles al pendejear, dar largas y esquivar sin mojarse, viven enchufados a cualquier facción partidista o sindical. Todo lo contrario de la chucha cuerera, que se sabe de todas, todas, empezando por los tiempos y los tejemanejes.
Indispensables en los engranajes del poder, las chuchas cuereras han sido pocas, pero invaluables en la estructura institucional. Podría decirse que si el sistema es un cuerpo, como pensaba Porfirio Díaz, ellos serían el cerebro. Desgraciadamente, esta es una de las especies en extinción en los nuevos estilos de gobernar: Fidel Velázquez, Carlos Madrazo, Jesús Reyes Heroles, Porfirio Muñoz Ledo… Pragmáticos o ideólogos, al saber de experiencia agregaban una singular intuición para “dar en el blanco”. Además de conocer al dedillo tiempos y signos del sistema, dominaban el arte de hablar, sugerir, adelantarse, retroceder o callar a discreción. En sus cotos se cocinaban propuestas, ajustes y soluciones en horas críticas. Mejor que los demás conocían lo prohibido y lo permitido, lo conveniente y lo inconveniente. Que pescaban los mensajes al vuelo y no se les iba una. Al menos el líder vitalicio de la CTM y el singular Reyes Heroles sabían todo lo que había que saber respecto de nombres, categorías, propuestas, consensos, arreglos, amistades y enemigos peligrosos. Nada qué ver con los petimetres encumbrados en este torneo de reformas constitucionales y acomodos en lo oscurito. No hay que olvidar que, cuando el nacionalismo no era uno de los males a erradicar, hubo hombres que antepusieron el destino de México al interés personal. O al menos ese era el discurso regente.
De palabras/baúl está llena la política mexicana. Hay un sin fin de sanciones entre las técnicas de congelamiento y la temida muerte civil. Quien se atreva a explorar la historia del poder, siquiera en nuestro siglo XX, debe empezar por lo que el zorro de Reyes Heroles sintetizó en esta indiscutible fórmula: En política, la forma es fondo. Así pues, hay que reparar en el significado de los acarreos, movimientos de masas, componendas, complicidades, alianzas, ajustes sindicales…, para rematar con la corona del esfuerzo, la obediencia, la disciplina y la discreción: el tapadismo.
El presidencialismo no sería lo que ha sido sin la cohorte de oportunistas, escaladores, arribistas, operadores y trepadores. Hay oro molido en el habla de la grilla. Pocos son, sin embargo, los que desde dentro han hincado el diente a vocabulario tan sugestivo. Emilio Portes Gil, es una de las excepciones. Al describir su colaboración con el general Abelardo L. Rodríguez en el capítulo 10 de Autobiografía de la Revolución Mexicana, dejó esta perla invaluable:
Defino el agachismo como el arte de aceptar, cual si fuera un honor, la humillación que el superior impone, cuando el inferior se ha salido del carril que aquél le fijó, de acuerdo con sus intereses personales, o su capricho. El agachismo –que no es palabra castiza, pero que en nuestro medio significa el sistema o la costumbre de agacharse cuando viene el golpe- ha fomentado tal hábito entre nuestros políticos que muchos de ellos, con la mayor frescura, aceptan bien un puesto, bien una canonjía, y a veces hasta un regaño cariñoso, cuando ven que el jefe se ha sentido lastimado con alguna actitud digna de su parte.
“El agachismo está íntimamente ligado con la mala costumbre que –según los agachistas- siguen algunos funcionarios en México, de no renunciar a los puestos públicos que les confieren. En nuestro país son pocos los que renuncian a un puesto, a pesar de que el superior les cause humillaciones. Generalmente esperan hasta que se les despida ignominiosamente como a cualquier barrendero.”
En este mundo de secretos y nudos gordianos, el aprendizaje es cosa seria. No son los libros la guía, ni la ciencia política; mucho menos la moral, el patriotismo ni cualquier conciencia cívica. Es el ojo en alerta, el oído pronto y la suerte de estar a la hora, en el lugar y a la sombra del indicado lo que habrá de determinar el destino no ya del trepador de los años pasados, sino de los saltimbanquis y chapulines quienes, a partir del declive priísta, de las formación de las tribus y de la movida interfacciosa, engendraron una especie de oportunistas en pos de hueso que viajan sin escrúpulos entre curules, partidos e ideologías.
Si antes de la rueda de la fortuna en que se ha convertido el juego político transgredir normas no declaradas conducía a la marginación, a una indistinta caída pa´arriba o pa´abajo o en casos extremos, al congelamiento temporal o la muerte civil, ahora, gracias al pragmatismo acomodaticio que todo permite, cualquiera puede hacer lo que sea sin que el sistema lo resienta ni el poder se despeine.
Son otros tiempos, podríamos decir. También el país es distinto; digo, lo que queda de él, pues con tanta alharaca nacionalista y tanto do de pecho de la familia revolucionaria, hace rato nos quedamos con las manos vacías. Lo interesante es que los usos verbales siguen vigentes. Todavía lo que resiste apoya, como también observara Reyes Heroles. Igual que ayer, hoy un saludo dado es un voto ganado. Y como siempre, entre tantos tejemanejes, nos siguen dando atole con el dedo.