Uno de los libros más perturbadores y perfectos que me ha acompañado es La enciclopedia de los muertos, de Danilo Kîs. Cada uno de sus relatos confirma que cada persona es intransferible. Este extraño pariente literario de Borges describía las peores aberraciones con un estilo tan refinado que provocaba la rabia comunista sin que identificaran por qué: genialidad que habría fascinado a Kafka. Y él, serbio cirílico que tuvo que huir tanto de la Hungría paterna como de su Yugoslavia natal para evadir las acusaciones que pretendían anularlo, respondió a distancia como mejor sabía: con una extraordinaria Lección de anatomía. Llevaba en la punta de los dedos historias de judíos aniquilados por los nazis en distintos campos de concentración, empezando por su padre y un montón de familiares y amigos húngaros. Sabía, pues, de lo que se tratan las guerras, las invasiones militares, las persecuciones, los infundios, la soledad y las ideologías; sobre todo las ideologías que, impuestas como dogmas de fe, condenan por herejes a los distintos y rebeldes.
Era tan feo como genial. Sabía dónde y cómo poner cada palabra para que, con apariencia de fábula, atinara con el realismo en la página. Libro a libro, su complejidad me ha cautivado: conoció la vida, el dolor, el acoso, las guerras, las pérdidas y más allá de la muerte, de tantos muertos, daba con el signo luminoso del Hombre y su conciencia; del Hombre y los secretos de su inconsciente. Cuando recorrí su geografía antes del pavoroso estallido bélico en la antigua Yugoslavia, caminaba despacio por donde suponía que el destino lo pondría frente a mi. Por más que lo imaginé, eso no ocurrió allí ni en el París de sus últimos años ni en ninguna otra parte. Cuando se lo llevó el cáncer de pulmón, en 1989, sentí que la literatura quedaba algo coja, algo opaca. Entonces mi memoria lo agregó a los imprescindibles con quienes dialogo en mis diarios.
Tuvo el don de ver cómo se imponen mentiras y cómo, en su nombre, se crean infiernos a excusa de “la decencia política”: nada que no sepamos, salvo que su mirada trasmutaba en tinta, en tanto y los “iluminados” se parapetaban tras el fascismo, el comunismo o la ideología que fuera surgiendo en la atormentada Europa del siglo XX. Describía la verdad como literatura fantástica. A veces sueño con Kîs; a veces lo invento: traspasamos juntos el muro de los engaños. Quitamos trapos, discursos y máscaras a los embusteros y los dejamos como el rey desnudo.
El quehacer de las ideologías es repugnante, antinatural por donde se le busque. Las he visto pasar como promesas de gloria y justicia divina y caer de modos grotescos. Fábrica de fanáticos y tontos, hay que carecer de curiosidad o de juicio para convertirse en cruzado de falsificaciones libertarias. Narrarlo con arte, en cambio, convierte la parte oscura de lo humano en gran literatura. Releyendo el relato que da título al libro, recordé el drama de una de mis amigas más queridas, hija de un enardecido republicano o anarquista español que nunca bajó la guardia. Conociendo la intolerancia del padre, no me extrañó que siguiera a un idiota a la guerrilla de Nicaragua. Fue víctima de una violación multitudinaria, y cayó asesinada de manera tan cruel que aún me hierve la sangre al corroborar la historia del día después: la comandada por el fantoche Daniel Ortega y su impúdica cónyuge, artífices de la revolución/contrarrevolución que merecerían el final de los rumanos Nicolae y Elena Ceaucescu.
Conservado en Suecia para registrar las concisas no obstante elocuentes biografías de quienes carecieron de fama o cualquier reconocimiento, este único y peculiar documento secreto fue elaborado por sabe dios cuál secta de creyentes en la resurrección bíblica. Kîs, en voz de la narradora, describe la biblioteca insólita cuyas salas, alineadas e idénticas, correspondían a cada letra del alfabeto. La penumbra polvorienta apenas iluminaba el estrecho corredor desde dónde se vislumbraban los gruesos tomos de tan singular Enciclopedia. Si una afanosa señora Johanson no se hubiera empeñado en enseñar a la protagonista “todo lo que como mujer podía interesarle”, ignoraríamos que existe un registro de gestos, encuentros, vestimentas de un día y pormenores que “recrean” la vida de los muertos. Muertos que, por descontado, vuelven a latir por el prodigio de la letra impresa.
No es descabellado suponer que la amiga, que desde la cuna absorbía las alharacas de su padre transterrado, podría ser rescatada del olvido en una indispensable “enciclopedia de los muertos” correspondiente a este feroz lado del mundo, donde ni siquiera los difuntos valen ni son tomados en cuenta. Al centro de la página pondría su mejor fotografía: la simpática universitaria de cabellos cortos y ojillos vivísimos que sonreía con gracia contagiosa. La reconocería a ella como complejo y ejemplar producto del tránsito de los años sesenta a los setenta. Indicaría sus ideales, sus relaciones, sus cigarrillos, los paisajes que le atraían, los chocolates que le encantaban, el cochecito que conducía por toda la ciudad para brincar de un trabajo a otro, para llevar a sus hermanos a donde tuvieran que ir, para pasear con las amigas o sacar de vez en vez a la calle a su madre, deprimida vitalicia… Aquí nada podría omitirse, ninguna edad, ninguna de sus lecturas, sus canciones favoritas o las flores que gustaba guardar entre páginas. Hallaría los sueños que no nos contó, los secretos que se llevó a la tumba y el llanto infinito que derramó cuando tuvo que renunciar, por no ser judía, al amor del Isaac que adoraba. En suma, leería con especial interés el episodio nefasto de Nicaragua y el sinfín de detalles que constituyeron su corta vida: si acaso se hizo de armas, si disparó y a quién, si el Fulano que la arrastró a su desgracia sigue por ahí, entre las huestes de Ortega…
Recobrar la memoria de las vidas “borradas”: ¿qué más pedir? Enterarnos de las pequeñas anécdotas del cura de la parroquia de san Juan de los Palos, las de la meretriz que lloraba sobre una tumba sin nombre, las fantasías de la empleadita de medias rotas, alfiler en la falda y gesto ausente que viajaba en toda la ruta del “Sonora-Peñón”. Más que la muchedumbre fantasmal que ha pululado por estas regiones estigmatizadas por su afición a los sacrificios humanos, una hipotética enciclopedia mexicana de los muertos contendría el registro biográfico de miles y miles de mujeres violadas, asesinadas, descuartizadas, “desaparecidas” y humilladas al grado de que sus restos anónimos han acabado en cloacas o basureros…
Con tanta calamidad ensangrentada, hemos llegado al extremo de tener que elaborar un registro depurado de la violencia, de la crueldad y la perversidad extremos y no por el gusto literario, no, sino por una cuestión de decencia para mirar lo que somos, cómo somos y de lo que hemos sido capaces. Los datos podrían competir con una detallada “Historia universal de la infamia”, que Borges apenas dejó en leve traza. Ir al fondo de la que se presume ficción para desvelar la verdad del Mal anidado en nuestro territorio quizá maldito, quizá condenado a no superar una derrota ancestral: la del que no sabe ni nunca supo quién es. Me refiero al Mal en sí, al encumbrado en la normalidad simulada. El Mal que, con máscaras o sin ellas, nadie puede negar.