Indignante: así debe calificarse el espectáculo de masas montado sobre un criminal mediático, cínico y avezado operador de una realidad creada desde y para beneficio de la corrupción y la demagogia. Los tres capítulos estelares de tan costosa y publicitada telenovela mantienen a la feliz audiencia relamiéndose los bigotes. Chismes sobre la fuga, la huida, el palabrerío y la reciente recaptura del topo narcotraficante continúan arrojando memes y cuentos sobre yerros, gestecillos y desafíos de los protagonistas. Detrás de todo, la verdad sin máscaras: el país que somos, la sociedad que nos define y el gobierno que nos representa.
Esto no es broma. Es la medida de la dizque democracia que pagamos, literalmente, con sangre, sudor y lágrimas; mucha sangre, muchas lágrimas, mucho atraso y más y peor injusticia.
Rico entre los ricos, la fortuna del ranchero sanguinario y con visos de analfabeto, calculada hace años en más de mil millones de dólares, se expandió sin freno gracias la habilidad de duchos que, sin ser notados o justamente por darse a notar, saben lo que hay que saber sobre multiplicar, ocultar, enmascarar, lavar y mover dónde, cuándo y con quién. Colombia, Panamá, Belice, Estados Unidos, México y Ecuador son países cercanos e idóneos para estos menesteres, aunque ya se sabe cuán ligeras son las puertas cuando movidas a billetazos, pues nada ha sido y sigue siendo más cierto que “con dinero baila el perro; y sin dinero se baila como perro.”
De ahí que debamos tener en cuenta lo eficientes, numerosos, discretos y útiles que son los “paraísos fiscales”. Repartidos en los cinco continentes, son frecuentados, con idéntica garantía y asiduidad, por catrines de doble cara, malandros de bota, pistola y aspecto de padrotes, dictadores, esclavistas, tratantes de armas, gobernantes, políticos y sus parientes, tiranuelos, mochos de larga tradición como la familia Pujol, tan apegada al Opus Dei como a los beneficios del tanto por ciento en su natal Cataluña; y, desde luego, por el inabarcable desfile de delincuentes, encabezados por narcotraficantes y asesinos, cuyas patologías ya han creado, en varios tomos, una “Nueva historia universal de la infamia”.
En México en este caso, la cuestión es que, a la vista o en cubierto, se pueden amasar fortunas tan intactas, límpidas y seguras como teñidas de sangre sin que norma, fisco, juez, mago, poder o gobierno se atreva -durante años de ver y ver, de dejar y dejar, de dizque hacer sin hacer lo que se debe hacer y de hablar, hablar y alardear- a incautar no migajas como se ha hecho con casitas, vehículos o ranchos por aquí o por allá, sino el verdadero tesoro de Alí Baba que luce, reluce y viaja de país en país, de rechimal en rechimal a cielo abierto y de padres a hijos o entre manos aliadas, sin la incómoda intervención del control estatal.
Lo fundamental de lo mal habido a costa de miles de asesinatos y daños gravísimos a la sociedad por el tal Chapo y los de su clase no está estéril en una cueva ni en cajas de seguridad bancarias, sino en plena actividad en inmobiliarias, líneas aéreas, empresas farmacéuticas, ranchos, submarinos –según dijera él mismo-, criaderos e inclusive en fundaciones filantrópicas; esto significa, por consiguiente, que al amparo del neoliberalismo global, el crimen organizado, a pesar de cíclicas estancias carcelarias, puede hacer con los caudales exactamente lo mismo que cualquier persona que se ostenta honorable, contribuyente y hábil negociante, “admirado y aplaudido por su destreza”. Esto significa, en los hechos, que no hay diferencias sustanciales entre lo prohibido y lo permitido porque en ambos casos el producto está a resguardo de sombras amenazantes.
Tras la cuestión anecdótica y sin espejismos ni distorsión, el fenómeno “Chapo” refleja tanto la pobreza cívica y moral de la sociedad como la charlatanería del sistema político y judicial. No recuerdo referencias históricas, al menos desde nuestro siglo XX, sobre ejemplos del discreto deber cumplido por los funcionarios. Nada que indique el respeto a la responsabilidad contraída y el desempeño de la función sin ruido, sin discursos farragosos ni alardes y menos aún justificaciones. En cambio abruman ejemplos de megalomanía, demagogia y desmesura, como si hacer bien, regular o mal la tarea y sus obligaciones fuera una hazaña extraordinaria que debemos aplaudir y hasta conmovernos por tener encima a “tan buena gente”.
Salir a gritar a voz en pecho que por una ocasión, sobre un montón de errores, pendientes y suspicacias y a causa de innúmeras presiones internas y externas, se cumple –con toda esta historia de horrores encima- con el deber, es propio de pueblos atrasados y gobernantes espurios. El circo creado alrededor de este sujeto que tiene por costumbre burlar a la justicia y corromper a su antojo, pone en evidencia cuán previsible, fragmentado y maleable es el Estado mexicano.
En medio de tan tremendas desigualdades económicas y sociales y sin que nadie ignore cuán dañadas están nuestras instituciones, el poder del narcotráfico nos da una lección tremenda: el tejido social está lleno de agujeros, por lo que es posible trasminar entre la población cualquier clase de porquerías. Sin dificultad y sin temor, jóvenes marginados, por cientos, se unen a la delincuencia a la voz de que “mejor muerto joven y bien vivido, que viejo y jodido”. Instituciones, organismos y conglomerados de todo tipo participan de la misma ambigüedad entre el deseo de ser distintos y la imposibilidad de ser lo que se es; y con las instituciones, cada vez más vulneradas e incapaces de elevarse a la altura de una democracia aceptable.
“Pan y circo” se gritaba en la Roma imperial para apaciguar a las masas. Aquí, el pan ácimo, el trago amargo y las mascaradas que nos sofocan alimentan una realidad sembrada de incoherencias e inconformidad. El conjunto de horrores, pendientes sin resolver y carencias morales y materiales exacerban la soledad radical de la población, empeorada por la suma de engaños, inseguridad y desamparo del régimen de poder que, a todas luces, ha estado y está por debajo del país que debería representarnos, honrarnos y si no enorgullecernos, al menos no avergonzarnos.