Hannah Arendt conoció el precio de ser pensante, judía, migrante e indocumentada: estigmas visibles al pensar la desobediencia civil y abominar del historicismo. Supo que la autobiografía no es privativa de las letras porque, desde el principio experiencia, cifró sus razonamientos políticos, genéricos y sociales. Durante el fatídico 1933 culminó su único libro vinculado a temas femeninos. Concentrada en sus intereses fundamentales, incluso conservó una clara incomodidad ante las reivindicaciones femeninas y evitó el tema hasta lo posible. Sin embargo, en su correspondencia con Mary McCarthy no se privó de opinar, aunque sin simpatía por el feminismo de los agitados años sesenta.
Es probable que al concluir su formación académica sintiera una identificación inconsciente con el destino de la legendaria Rachel Varnhagen. De ella le atrajo el drama del talento castigado, el problema de género y la cuestión étnica, más allá del alegato religioso. Por ella pensó los obstáculos interpuestos a mujeres talentosas en general y judías en particular, ensombrecidas por la supremacía masculina. Por Varnhagen dedujo que el antisemitismo alemán ya era una ideología manifiesta desde el siglo XVIII, por no decir que desde antes. No obstante, sus conclusiones no la llevaron a simpatizar con el feminismo sino a reforzar el núcleo de su pensamiento filosófico/político: antisemitismo y sistema totalitario.
Como toda situación vigente aunque no se nombre de manera consciente en una sociedad, supuso que el odio histórico a los judíos estuvo inspirado por el antagonismo recíprocamente hostil de dos credos en pugna. Esta batalla no se limitó a extender una compleja red de discriminación cultural desde la Alemania de la escisión provocada por Martín Lutero porque, en lo esencial, estuvo enredada a rivalidades económicas, territoriales y tribales. La carga emocional del aborrecimiento entre grupos no se resolvió por la vía religiosa ni abandonó los prejuicios étnicos, más bien derivó a las consabidas presiones de la alta burguesía. Lejos de aligerarse, la intolerancia se complicó con la ininterrumpida sucesión de persecuciones, matanzas y expulsiones específicamente ensañadas contra herejes y judíos: un fenómeno relacionado con la furia cristiana, dirigida contra lo distinto y ajeno. Para Hannah, éste y cualquier ejemplo de intolerancia surge del odio encarnizado durante períodos de violencia cambiante, cuya primera etapa, clara y visible en gobiernos organizados, podría fecharse desde los días del fin del Imperio Romano hasta la Edad Media.
En la segunda etapa de agresiones declaradas, el fenómeno antisemita antecede al furor de la era moderna con las persecuciones desencadenadas durante la Contrarreforma europea. España no se quedó a la saga de la intolerancia consumada a hierro y fuego por la Inquisición. Su hoguera emblemática haría del Tribunal del Santo Oficio un brazo anterior, consagrado y complementario de los hornos de Hitler. Aunque abunden estudios sobre la discriminación, el expolio y el registro de crueldades, los archivos siempre sorprenden con nuevas y atroces revelaciones sobre lo que, “en nombre de la fe”, han discurrido los credos y los poderes civiles, militares y/o monárquicos. Como ahora ocurre respecto del fundamentalismo islamista, durante siglos encaramados a la ortodoxia las Iglesias cristianas inocularon en los creyentes un fanatismo tan perverso y eficaz que la doctrina trasmutó en predisposición cultural y vengadora de una feligresía que ha asociado la crucifixión de Jesús a vicios remotos e interesados del pueblo judío.
Tal irracionalidad agrava su carga de realidad: la superstición funciona tan eficazmente como la mentira asimilada en el inconsciente colectivo. Göbbels lo supo al asegurar el triunfo de su técnica propagandística: “Una mentira repetida mil veces se convierte en la verdad”. Y por anticiparse al examen de la mentira en política Hannah incluyó este capítulo entre lo fundamental de su interés por el poder. Insistió en que la sinrazón es un factor inseparable de los más atroces episodios de sujeción y dominio. Sin la mezcla de fe y arbitrariedad no habría sido tan dramático y expansivo el ascenso absolutista del cristianismo. Perduraron su ortodoxia y la supremacía del Papa a pesar de los cismas que derivaron tanto en el luteranismo como en el calvinismo, doctrinas que consolidaron los fundamentos capitalistas de los nuevos poderes. Credo y economía, así, se fusionaron al signo imperial que elevó a la jerarquía católica a poder omnipresente, encabezado por la política colonial de la corona española.
En el lado contrario y desde la visión del perseguido, Arendt contempló la diversidad implícita en una larga e intrincada historia de odio en las relaciones entre judíos y los llamados gentiles: confrontación que afectó el desarrollo continuado de su historiografía. Inclusive señaló que el estudio organizado de este antiguo y vigente problema, apenas se inició con rigor en el siglo XIX: una tardanza explicable por la furiosa reacción popular contra la judería que, en pequeñas comunidades, se avecindaba en diversas urbes europeas. Aclaró que todo debe estudiarse desde su trasfondo político y en su contexto cultural, no solamente los hechos ni los testimonios documentales sino con especial énfasis en los irritantes estereotipos historiográficos que los prejuicios han inventado sobre el pueblo judío. Debe estudiarse la verdad aun en los excesos y contradicciones que indistintamente atribuyen defectos de índole étnico o religioso o que ponderan la tolerancia secular de este pueblo perseguido. Centrada en alegatos fundados en hechos, se plegó a las enseñanzas de Spinoza; tanto, que hizo suya la expresión “no reír, no llorar sino comprender”. Esta máxima templó su ánimo, pues se dio cuenta, sin ceder a los prejuicios, de que subyacen propósitos interesados inclusive en la superioridad que se atribuye a las conquistas culturales de la inteligencia judía. Al ponderar el apego a “la patria del libro” o al “libro que hay detrás del libro” –como dijera Edmund Jabès- se impide entender los verdaderos propósitos de la acción, sobre todo cuando solo se los ve desde la perspectiva racional. Así que, para entender, hay que deslindar lo fundamental de lo secundario y llegar a la raíz de la acción.
Por consiguiente, al estar asentado en antiguas manifestaciones de intolerancia arraigadas en la población, el fascismo alemán no hizo sino consumar a plenitud y con saña jamás practicada, los furores antisemitas latentes en el inconsciente colectivo. No obstante el estrépito mundial que provocó la derrota bélica de Hitler, perduró en aquella cultura la tentación de discriminar: tendencia que no ha desaparecido a pesar de los progresos en los derechos humanos. Basta citar el repudio a los inmigrantes, compartido por numerosos países. Un fanatismo feroz se respira también en orillas religiosas, territoriales y/o culturales opuestas: las de los menospreciados de ayer y los repudiados de hoy. Respecto del pueblo de Israel, cabe pensar que el perseguido se transforma en feroz perseguidor. Arendt no vivió lo suficiente para darse cuenta de que, en pleno siglo XXI, xenofobia, discriminación, terrorismo y odio son expresiones tan cotidianas que quizá, por su intensa diversidad, habría modificado sus tesis sobre “la banalidad del mal”. Ejemplos de intolerancia sobran en el mundo actual, empezando por los fundamentalistas islámicos y sin descontar el furor xenofóbico desatado en Europa, los Estados Unidos, pueblos asiáticos y aun en regiones latinoamericanas.
De tan cíclicos y puntuales, los eventos racistas, según Arendt, parecen indivisibles de la condición humana. Sea cual fuere su raíz, es una de las peores expresiones de que son capaces los individuos, el Estado y las comunidades. Sea por peculiaridades culturales, por creencias excluyentes, movimientos migratorios, reminiscencias tribales, móviles de riqueza o pobreza, cuestiones étnicas o por la imperturbable excusa ideológica, las conductas discriminatorias avanzan con políticas vinculadas al terrorismo, aunque la consolidación internacional de los derechos humanos, incompleta y aún incapaz de contener la violencia, aparezca entre las mayores conquistas de nuestro siglo.
No obstante ostentar los mayores logros democráticos de la historia, nuestro tiempo arrastra el estigma del “aborrecimiento del otro”, y no nada más contra el pueblo judío. Africanos, asiáticos, árabes, musulmanes y latinoamericanos, búlgaros, gitanos o rusos: da igual de dónde provengan. Basta unirse a los movimientos migratorios del sur al norte o del este al oeste para experimentar el desprecio. El fenómeno de la pobreza y en particular de la miseria con ignorancia, arroja por miles a “los condenados de la tierra” que huyen de su patria en pos de oportunidades vitales en las tierras de promisión.
El mercantilismo global, con su individualismo característico, es otro factor vislumbrado por Arendt en La condición humana que contribuye a fomentar el odio. Con excepción del Islam, cuya peculiaridad teocrática requiere un análisis independiente en el estudio del totalitarismo, el tema religioso ya no es prioritario en las actitudes intolerantes contra pueblos enteros, a pesar de que, a partir del atentado del 11 de septiembre del 2001 a las torres gemelas de Nueva York, se concentró el furor internacional en contra del activismo, fundamentalismo y/o terrorismo islamista. Si las ajustamos a la circunstancia actual, sin duda las tesis de Arendt sobre el totalitarismo y la democracia son completamente vigentes. Como política de Estado destaca, además, el sufrimiento del pueblo checheno, el Timor oriental, la destrucción de Siria o la política de extinción aplicada indistintamente por turcos o iraquíes contra los kurdos: problema intrincado que, siempre sin resolver, se ha menospreciado ante la invasión militar Norteamericana a esa región. Sería difícil encontrar un solo país, en cualquier continente, en el que no estén ocurriendo enfrentamientos excluyentes contra minorías.
[*] Fragmento de mi ensayo inédito Hannah Arendt, una mujer de razón.