Más allá de la crisis global, del fracaso neoliberal y de los signos compartidos de nuestro tiempo, hay un punto de primera importancia en el descenso de nuestra realidad que debemos tomar en cuenta: el abandono del modelo social derivado del levantamiento armado de 1910.
Sin duda el punto más sensible de nuestra historia contemporánea, durante décadas fue intocable el compromiso de la Revolución, sintetizado en cuando menos tres artículos de la Constitución de 1917 que se tuvieron por sagrados: el Tercero, el 27 y el 123; es decir, los relativos a la educación, los bienes de la nación y los principios laborales. No que los demás, como el 1º, el 4º o el 130, por citar ejemplos, fueran secundarios, es que la doctrina social que dotó de sentido y compromiso al moderno Estado mexicano estuvo ceñida a estas normas conquistadas con sangre y pensadas para sustentar una república educada, justa, libre y dispuesta para el bienestar.
Al margen del estilo personal de mandatarios y dirigentes “de peso”, la doctrina social de la revolución no sólo marcaba el rumbo político-social y diplomático del país, también y ante todo, cumplía una función esencial: delimitar lo prohibido y lo permitido a la hora de gobernar, si es que se pretendía evitar problemas trascendentales. El ejercicio del poder, adaptado al pragmático “eje móvil” del presidencialismo, podía inclinarse más a la derecha o a la izquierda, según presiones dominantes, amenazas visibles o signos de conveniencia o peligro, pero la sagacidad de un mandatario consistía en no rebasar el límite del riesgo en cualesquiera de sendos extremos.
Con los Estados Unidos encima, deudas sin cuento, pésimas administraciones y la dependencia histórica, había que sortear obstáculos para ejercer el arte del no y, a como se pudiera, defender la soberanía nacional hasta lo posible. En este péndulo siempre agitado, unos regímenes favorecían más a banqueros, capitales extranjeros y empresarios; otros a campesinos, clases medias o trabajadores, en atención al valorado equilibrio (u orden en medio del desorden) que afianzó la permanencia del PRI en el poder durante siete décadas. Por su parte el unipartidismo, sustento del sistema, engrasaba su maquinaria política mediante las infaltables alianzas y componendas que lo aseguraban como cabeza de la sociedad y del desarrollo agrario, sin que discrepantes ni opositores lo despeinaran, por una causa principal: su supuesto compromiso con los principios del Constituyente de 1917.
Lo fundamental de tales oscilaciones entre lo “revolucionario” y lo “contrarrevolucionario” pudo fusionar poder y sistema en un país relativamente pacífico mientras se cumplió lo indiscutible: no violentar el espíritu de la Carta Magna, tanto respecto del desarrollo del campo como de las luchas laborales y de la obligación de educar gratuitamente a la población. El caos se manifestó a partir de que, picados por el capitalismo salvaje y cada vez más ineptos para enfrentar situaciones propias del nuevo modelo económico imperante, a partir de los últimos sexenios del siglo XX a los gobiernos les aquejó la fiebre de parchar, agregar, borrar y alterar a su antojo la pobre Constitución, hasta reducirla a sabe Dios qué documento inútil.
Alterada, inhabilitada, improvisada o transformada a discreción para favorecer al neoliberalismo, la Carta Magna quedó como picada de viruela, inútil para el mundo de atrás y fuera de lugar respecto del feroz capitalismo actual. Reflejo de la ineptitud sucesiva de legisladores que nos ponen la cara roja de vergüenza, esta Constitución dejó al país sin guía, sin congruencia ni doctrina social; sin normativas favorables a la justicia ni alternativas para elevar a la gran población a la altura de una clase media digna, productiva, participante y consciente de sus derechos y libertades. Nos quedamos sin patrimonio y con deudas, en banca rota.
Si bien en el pasado la Constitución era una defensa contra la improvisación, el abuso, la ignorancia, las ocurrencias nefastas y la ineptitud de los gobernantes, hoy, para nuestra desgracia, carece de fundamento moral. Limitado o no, bueno o regular que fuera, lo que hay es peor porque nos quedamos sin aquel recurso legal de contención, por lo que es mucho más gravosa y de consecuencias eslabonadas la conducta errática de los dirigentes que por primera vez en la historia, hacen lo que se les ocurre sin limitantes. ¡Y lo que se les ocurre es monstruoso!
La torpeza de los pésimos presidentes que nos han tocado en suerte durante varios sexenios ha sido más visible y nociva para el país, precisamente por estas deficiencias y parches constitucionales: no hay nada que los detenga ni normas racionales que impidan la ejecución de errores tan garrafales como los que nos tienen al borde de la disolución social, con la complementaria amenaza del estallido armado. Sujetos improvisados en secretarías tan estratégicas como las de Energía, Educación o Relaciones Exteriores aceptan lo que sea con tal de estar en las nóminas, aunque no tengan idea de lo que hacen ni de lo que provoca su ignorancia. Luis Videgaray tiene la cachiza, el cinismo y la desvergüenza de confesar que no sabe nada de diplomacia. Desde luego, tampoco de política y ni qué decir de la historia, indispensable por cierto en estos días de oscuridad. Que “va a aprender” (¿en el Matías Romero, quizá?), para que en su curso intensivo de improvisación y estupidez moral ponga a México en una situación todavía más humillada y vergonzosa frente al nuevo gobierno de Trump.
De veras, hay que gritarlo: ¡no merecemos tantas humillaciones!
Si algo nos debe quitar el aliento es eso, precisamente: la nula sensibilidad política de los que nos están gobernando de manera tan, pero tan errática. Nula política, peor conciencia social y ni idea de lo que significa cultura en un país amenazado interna y externamente. El lobo está afuera para todos, pero es peor el lobo que nos destruye por dentro.
La estructura política de México es un verdadero dislate. No hay solución confiable a la vista: no tenemos una verdadera democracia, ni los poderes de la República dan señas de madurez ni responsabilidad moral. Los partidos políticos no asumen una actitud a la altura de los problemas que nos aquejan. Tampoco la población mayoritaria razona. No enfrenta la circunstancia ni participa con mínimos sedimentos educativos. Todo parece podrido, incluida la maquinaria electoral, diseñada y amarrada para afianzar la corrupción en complicidad.
Entre narcos y bribones, entre instituciones degradadas y pésimos gobernantes, con un sistema educativo de horror y no se diga de la situación de campesinos y trabajadores, no hay nada que esperar ante esta amenaza social que se cierne sobre nosotros. El régimen de poder quedó supeditado a la inexperiencia, la ineptitud y el cúmulo de errores, desaciertos y nula inteligencia sociopolítica.
Bastó quebrantar, parchar y hacer trizas la Constitución para que el sistema cayera. Dicho de otro modo: cuando se traicionó la doctrina social de la Revolución, se impuso lo más temido: que todo estuviera permitido y que, sin guía ni compromisos, México se quedara como vacío, como sin huesos ni espíritu, expuesto a los buenos o malos vientos que, como los que nos están asolando para hacernos títeres de un gobierno estadounidense ultrarracista y reaccionario que no se mide al declarar, a grito en pecho, su desprecio por los mexicanos.
Hay que decirlo bien alto: quedamos algunos mexicanos que no aceptamos humillaciones internas o externas. Aunque seamos minoría, es hora, de una vez por todas, de actuar y singularizarnos como pensantes y demócratas.