Tuvieron que estallar los escándalos sexuales del clero para ventilar el pudridero de la Iglesia católica. El efecto financiero, ético y político de éste, el mayor fracaso de la confiabilidad sacerdotal, superó sacudidas milenaristas. La gravedad de obispos involucrados no fue asunto menor. Peor si tenemos en cuenta que en vez de contribuir a la causa de la justicia, los jerarcas difamaron a las víctimas para proteger a los delincuentes mediante fórmulas abominables, como cambiar de sede a los acusados. El golpe mediático que desenmascaró tanto a Marcial Maciel como la red de complicidades que lo encubrió desde el papado de Pablo VI hasta su propia muerte, con la venia de Juan Pablo II, no solo fue demoledor para una Iglesia en crisis, sino determinante para su descrédito al vulnerar gravemente la autoridad moral del Vaticano.
Una tras otra y desde varios países a partir de entonces, se multiplicaron las denuncias judiciales hasta mermar las arcas sagradas y poner en grave riesgo la situación judicial, religiosa y económica de una Iglesia que, desde la segunda mitad del siglo pasado, arrojó síntomas del cáncer letal que se pretendió disfrazar con la “falta de vocaciones” y el ascenso del materialismo en la sociedad. Rebasado por la hondura y complejidad de conflictos relacionados con el controversial celibato, un fatigado, senil y archiconservador Benedicto XVI optó por la graciosa huida dejando tras de si uno de los mayores cochineros de que se tenga noticia en la Santa Sede.
Hay que insistir en que ni la añosa corrupción teñida de intriga del Banco Ambrosiano, ni sus alianzas con la Mafia ni la publicación de una vergonzosa lista de negocios sucios y sangrientos –incluidos los inmobiliarios- empujaron a la institución al borde del abismo como lo han hecho los delitos sexuales. Faltaba, sin embargo, la intervención sin precedentes del gobierno irlandés para investigar los centros católicos donde, durante décadas de actuar en completa impunidad, recluían a las madres solteras y a sus hijos bajo condiciones de esclavitud violatorias de todos los derechos. Solo en uno de esos recintos, regentados por religiosas, murieron y fueron enterrados en una fosa común unos 800 niños en 35 años. Lo sucedido en el resto de los demás no es menos desalentador.
De no ser por la estremecedora revelación de la película estrenada en 2002, el mundo no se habría enterado de lo que ocurría en el terrorífico Asilo de las Magdalenas, dedicado a explotar a “mujeres caídas”: prostitutas rehabilitadas, jóvenes violadas o simplemente “coquetas”, así como a madres solteras y muchachas que “representaban un peligro para la sociedad”. El sadismo del grupo de monjas que castigaban física y psicológicamente a las infelices cautivas, condenadas a lavar de sol a sol sábanas y todo tipo prendas sin paga alguna y en medio de un tremendo ostracismo, de menos nos deja sin aliento. Muchas de ellas tenían además que atender, incluida la vía oral, los delirios sexuales del cura local, como consta en los archivos el caso de Elieen Walsh, la joven con retraso mental cuyo hijo, producto de tales abusos, le fue arrebatado desde el momento de su nacimiento.
En un acto sin precedentes en la Irlanda reconocida por su catolicismo recalcitrante, Charlie Flannagan, Ministro de Infancia y Juventud, informó hace unos días a la prensa que era “absolutamente esencial” revelar la verdad oculta en tales establecimientos de la Iglesia conocidos como Mother and Baby Homes. Cuando los niños no eran dados en adopción bajo engaño o de manera forzada (como se ilustra en la reciente película Philomena, candidata a varios Óscar), se utilizaban para ensayos clínicos o simplemente se les dejaba morir por hambre y falta de atención. El historial de crueldades cometidas en el mundo en nombre de Dios es inabarcable…
Temblores hubo y de varios decibeles en épocas distintas, pero invariablemente triunfó la presunción de que si el Papa era infalible, la Iglesia un bloque infranqueable por los poderes civiles. De pontífices infames y hasta criminales, como Alejandro VI, está llena la historia. Emperatriz de la intriga, maestra de la confabulación, del secretismo y los ardides, la Iglesia refinó estratagemas de dominio “espiritual” durante siglos de ejercer el poder absoluto. Aplicada a tretas cardenalicias desde los días de los Medici, la metáfora “daga florentina” se convirtió en emblema del sigilo, la conspiración y la insidia consagrados como “arte política” entre los oficios eclesiales que perduraron hasta la elección de un valiente y reformista Papa Francisco quien, en pocos meses, no ha dudado en limpiar, hasta lo posible, el sumidero que deformó la esencia del cristianismo sostenido, a pesar de todo, por la buena fe de millones de creyentes que, por desgracia, en mayoría ignoran e incluso niegan la verdad verdadera que subyace velada por los pregones de la ortodoxia. Falta por ver el destino que le aguarda…
Entre burlas, veras y no pocas intimidaciones, los autoproclamados legítimos representantes de Dios en la Tierra hicieron uso discrecional del supuesto amparo divino al grado de que ni las simpatías fascistas de Pío XII obligaron al Vaticano a enfrentar el dilema de renovarse o morir. No obstante y sabiendas de lo que era capaz el ultraconservadurismo dominante, su sucesor Juan XXIII se aventuró en 1962 con el Concilio Vaticano II, cuyas propuestas liberadoras, en mayoría, permanecerían en la más santa y paciente espera durante décadas concentradas en las aún vigentes batallas ideológicas y materiales alrededor de la Santa Sede.
De entonces proceden las primeras posturas discrepantes que entre el extremo intolerante e integrista de Marcel Lefevbre, líder del movimiento Ultramontano europeo, el origen latinoamericano de la Teología de la Liberación y las denuncias sobre la represión sexual de los sacerdotes, la consiguiente neurosis y las inconveniencias del celibato encabezadas por Joseph Lemercier, prior y fundador (1955, tres años después de la consagración de don Sergio Méndez Arceo como obispo) del Monasterio de Santa María de la Resurrección de Ahuacatlán. Defensor y practicante del psicoanálisis en la vida monástica, quedaría en claro que ante un “dogma anticuado”, como dijera, la Iglesia solo podía salvarse ajustando su visión a las exigencias inaplazables de la realidad. Y, para empezar, lo real consistía en la represión sexual extremada por la intolerancia religiosa desde el interior de conventos, seminarios y monasterios.
La controversia suscitada desde el corazón morelense del vanguardista benedictino que finalmente abandonó la vida monacal, medio siglo antes de conocerse públicamente el caso Maciel, culminó con la clausura del monasterio, el subsecuente repudio de sus propuestas apoyadas, como se sabe, por dos inteligencias críticas de excepción: un asimismo acosado Iván Ilich –fundador del CIDOC- y el Obispo de Cuernavaca Sergio Méndez Arceo, también impugnado desde que, en 1959, osó pedir la intervención disciplinaria del Vaticano a los abusos contra menores cometidos por el “Legionario de Cristo”. Sellada como secreto de Estado, su carta dirigida a Arcadio Larraona, a cargo de la Congregación de Religiosos de la Santa Sede, es un testimonio invaluable para demostrar que si “las cosas del palacio van despacio”, peor se complican cuando comprometen el supuesto prestigio de un psicópata religioso apreciado no por sus virtudes, sino por sus negocios lucrativos disfrazados de escuelas y seminarios “al servicio del Señor”.
Muchos valoramos en su momento la invaluable contribución del belga Lemercier –egresado de la Universidad de Lovaina-, Ilich (políglota austro-croata-sefaradita-americano) y Méndez Arceo, a quienes conocí personalmente cuando durante los setenta me escapaba de la atribulada UNAM para recibir sus maravillosas lecciones vivas. Su herencia no se limitó a poner el dedo en la llaga eclesial. En CIDOC, por cuya amplitud de miras comencé a estudiar el mejor legado de la Residencia de Estudiantes de Madrid, aprendí a valorar otras líneas de pensamiento. De McLuhan a Paolo Freire, las conferencias regulares atraían a las mentes más connotadas: nada qué ver con lo que podía aprender entonces en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, donde también los maestros se entretenían acosando alumnas. Allí descubrí el yoga y el valor de la meditación. También, el salto revolucionario de las ideas al diseño gráfico, a la concepción arquitectónica desde un minimalismo que se anticipó décadas a su reconocimiento y a otras maneras de vivir la espiritualidad, cuyo mejor testimonio quedaría en la renovación de la hermosa catedral de Cuernavaca, a cargo de un Méndez Arceo a quien no arredraron las críticas airadas por su postura social a favor de los pobres y los indios ni las amenazas de los conservacionistas.
Si la Iglesia llegara a salvarse no será, por consiguiente, por los defensores del pudridero, sino por teólogos como Leonard Boff o Helder Câmara; por papas como Francisco y, por supuesto, por mentes tan avanzadas como las congregadas entonces en un estado de Morelos que brilló con la luz de lo posible y deseable hasta que el hachazo de la intolerancia convirtió a la región en sede de secuestradores, narcotraficantes y criminales en vez de haber apostado por la continuidad de sus invaluables y aún insuperadas propuestas educativas, estéticas y de investigación.