Carlos Fuentes tuvo un insaciable apetito de eternidad. Desde sus primeras letras prefiguró su destino como estrella en ascenso: un gran autor cosmopolita, el nombre infaltable en la constelación americana… Trabajaba con ahínco con la posteridad en mente y daba la impresión de que no discurría acto, página, contacto o palabra sin la aspiración de perdurar y ser reconocido en la frágil y dudosa memoria por venir. Para nuestra gracia o desgracia, destino, anhelo y voluntad no son sinónimos. La letra no tiene la resistencia del bronce y aun el puñado de grandes monumentos que burlan al tiempo son indicios ruinosos de la batalla contra la inevitable fugacidad.
En la edad digital todo lo nombrado se encapsula en un lenguaje de códigos que, de menos, inspira descabelladas fantasías futuristas sobre lo inextinguible: la presencia perpetua. Hay cierta idea de infinitud en la “memoria” que vaga en “la nube” como meteorito fantasmagórico. Ni los logros de la tecnología, sin embargo, aseguran que “la pequeña eternidad personal” aludida por Borges sea siquiera posibilidad en la memoria de todos.
Si el gusto literario “es ondulante y caprichoso” -como dijera Schücking-, más aleatorio es el rumbo de una obra cuando muere el autor. Amañados, ni los intereses editoriales garantizan una posteridad, cualquier posteridad, porque por donde menos se espera se infiltra la determinación del destino. Lo contrario, paradójicamente, puede suceder y así resulta, como el caso de los fallecidos de manera temprana Roberto Bolaño, Pessoa o Kafka, que sin buscarlo ni imaginarlo ascenderían póstumamente, con su baúl cargado de inéditos, hasta las primeras filas del canon universal.
Fortuna ondea por encima de nuestras cabezas. Por más que se empuje o se tuerza, el destino decide, lo que no significa conformidad. La dinámica de aceptación y rechazo caracteriza la lucha del ser, su rebeldía creadora y creativa; de eso se trata la tensión existencial. No por nada los griegos asociaban la ananké a lo imponderable porque en sus carnes probaban la supremacía de lo incontrolable, lo que no se prevé aunque nos incita a luchar. Supieron que el de las tres Moiras (la que hila, la que mide y la que corta la hebra) es el único poder superior al de los dioses. Sin embargo y acaso con la ingenua intención de perdurar o distraer a la muerte, batallamos contra contrincantes reales o imaginarios, desafiamos al azar y sobrevaloramos los pequeños triunfos.
Roberto Bolaño, en contrapunto de Fuentes, descreyó de la posteridad y la fama. Aunque durante lo más avanzado de su enfermedad fue reconocido, nunca dudó de que el escritor, cualquier escritor, pelea contra un monstruo interior a sabiendas de que “está condenado a la derrota”. No imaginó la fama que le aguardaba de manera póstuma y como suele suceder, dejó al garete su legado; con él, un sinfín de conflictos administrativos, judiciales y editoriales, encabezados por la viuda. (¡ay, las viudas…!) Así las bromas del destino: dejar el trabajo de su vida en manos de la madre de sus hijos, de quien no se divorció aun estando separados. Por descuido, carácter o falta de previsión, a pesar de arrastrar durante años el cáncer de hígado que lo mató en 2003, a sus cincuenta años de edad, dejó al garete sus papeles, su archivo, lo que más amaba... Heredar una obra no testada es un berenjenal que con frecuencia llega a los tribunales. Aún está por escribirse el tema de las viudas y beneficiarios: personajes de la antinovela salvaje poblada de demonios.
Lector formidable y consciente de su valía, en sus páginas consta cómo nutrió el mito del escritor “salvaje”, subversivo y de vocación tan férrea que abandonó la universidad porque no soportaba la ignorancia de los profesores. Antes de sus veinte de edad escribía y acumulaba textos terminados y sin terminar. En tránsito de Chile a México y finalmente a España, se asimiló a la figura del transgresor vanguardista que hambrea con poemas y prosas en mano en busca de pagas alimentarias. Un escritor total: sufridor, contestatario y rebelde, como en sus Detectives salvajes. Era delgada la hebra que, entre realidad y ficción, sostenía la precariedad de la vida. Y él, con su admirado Nicanor Parra en la punta de la lengua y de la pluma, repetía que la primera condición de toda obra maestra era pasar desapercibida. Hasta en las últimas entrevistas, a sabiendas de que llegaría antes la muerte que el trasplante esperado, sostuvo entre ironías la misma postura que leemos en sus publicaciones póstumas.
A diferencia de los desesperados que andan como perro bailarín en busca de aplauso, los desatendidos de la posteridad no persiguen la fama ni atosigan a los demás con su urgencia de ser reconocidos. Más de un vez dijo en tono de burla que solo los tontos creen que la del escritor es una profesión maravillosa y trascendental. Ni Kafka ni Pessoa; tampoco Parra ni Bolaño pretendieron convertirse en “vacas sagradas” porque sabían que estamos tocados por la transitoriedad. Todo está condenado a desaparecer, aunque para unos la fugacidad sea poco más duradera que para otros. Lo curioso que estos autores, tan poco interesados en la fama y la posteridad, se hayan convertido en autores de culto después de sus funerales, en tanto y la llama de Fuentes se ha ido apagando, al grado de que sus libros se leen con desgana y ya escasean en las librerías.
La quimera de la inmortalidad hizo sonreír a Borges. Conmueve o mueve a risa ”el duro deseo de durar”, pues la fugacidad triunfa de manera inexorable. Concentrada en descubrirlo más allá de sus páginas me atrae la inteligente versión de Ignacio Echevarría, crítico y reconocido editor independiente, que en algunas revistas ha publicado sobre sobre el Bolaño que él conoció y publicó, inclusive mejor que sus parientes cercanos. Uno de los nombres que hay que conocer para entender los contrastes literario-biográficos del autor de 2666, Echevarría se refiere, por ejemplo, a la doble figura de combatiente que, tocado por la enfermedad, insiste en salir y dar la pelea de la mejor forma posible: “de cara y limpiamente, sin pedir cuartel (porque además no te lo darán) e intentar caer como un valiente, y que esa sea nuestra victoria”.
En Página 12, Echevarría publicó en 2011 un interesante ensayo sobre la obra póstuma de Bolaño en el que trata su idea del combate desigual contra el tiempo, la muerte, el mal o “contra cualquier otro monstruo invencible que lo obsesionaba”. Allí, ante una situación trágica, el crítico español aborda los dos lados que aún sobre el descreimiento de la permanencia con más o menos intensidad experimentamos algunos: por un lado, la recurrencia del mito del escritor fugitivo, oculto, perdido, “cuyo rastro persiguen lectores, críticos, admiradores; un mito complementario del mito de los escritores olvidados que a Bolaño tanto le gusta inventariar”. “Por el otro -agrega- esa poética de la inconclusión que permite dar por válidas piezas cuyo desarrollo permanece suspendido en la nada o en la pura inminencia de lo desconocido, y de las que resulta difícil, en consecuencia, no solo decidir si el autor las daba por terminadas sino especular siquiera acerca de cuál es el género al que se adscriben.”
Cuanto más me zambullo en la obra de Bolaño y en las observaciones de críticos como Echevarría más enredado se pone mi laberinto de dudas. Por lo pronto, entiendo que mientras que en alguien aferrado a la posteridad como Fuentes no hay enigmas a resolver porque todo parece planteado y aclarado de antemano, sitúo a Bolaño con quienes me atraen por su caudal de incógnitas, por su ausencia de certidumbre, por su inacabada y sugestiva tendencia a incrementar mi de por si abultado pozo de preguntas sin respuesta.