El resentimiento social también es un estilo de gobernar. Más aún cuando, aclamados por las masas, los representantes de los poderes comparten filias y fobias con “el pueblo bueno”, al que el “buen gobierno” paga para que “no robe y se porte bien”. Unidos contra “la mafia del poder” (tribu en fuga, ahora sustituida por el poder contra la ley), su vocabulario desafiante ya no es máscara del taimado histórico, sino escalpelo del vengador agreste que “va a chingar a todos esos cabrones y corruptos, ratas…”
Con impudicia, con agresividad chistosita que no consigue ocultar su intolerancia, sin Ley y armados de cinismo sembrado de chabacanería, el escenario del poder está más cerca de los palenques, del caudillismo que creímos abolido y del autoritarismo, que de la tarea de elevar a la población. Como la justicia, es indispensable respetar y hacer respetar a todas las personas. Pero eso se pasa por alto. Los miembros del gobierno ignoran hasta dónde su sola presencia espejea el estado que guarda nuestro país.
Entre que si se las meten doblada o si los periodistas son retrasados mentales; que si fifís, antiintelectuales, intelectualoides, conservadores, falsos historiadores, rateros, corruptos y un sinfín de lindezas a cual más de ofensivas, reprobables y sin fundamento, el habla de los morenistas indica cuán elemental y paupérrima es la democracia mexicana. No deseamos al filósofo-rey ni hay nada que añorar del pasado. El drama es que llevamos a cuestas una historia de fracasos, tentativas y algunos logros, cuya fragilidad es tan obvia como baja la calidad de “los representantes del pueblo”. Quizá es demasiado pedir una mejor cultura, pero despreciarla es propio de la animosidad que quiere “barrerlo todo y barrerlo bien”. ¿A cambio de qué es esta urgencia de arrasar hasta con simientes que podrían alimentarnos? Quizá la tolerancia es, desde los tenochcas, desde la Colonia y a partir de la Independencia, un bien inalcanzable. Quizá llevamos lo tremendo en la sangre y, como creyera Vasconcelos cuando más decepcionado estuvo de sus empeños civilizadores, somos un pueblo “que no tiene remedio”. Me niego a creerlo. Me niego a aceptar que la horda de la CNTE, la tal Elba Esther y sus pandillas, Romero Deschamps, Napoleón Gómez Urrutia, el montón de chapulines de negro pasado y ahora encumbrados, o cualquiera de tantos cuya biografía e impunidad nos ponen la cara roja de vergüenza, merezcan ser referentes de la historia política y social del México.
Pienso en Gómez Farías, Ignacio Ramírez, Vallarta, Ponciano Arriaga, Guillermo Prieto, Lerdo de Tejada… En los ideales liberales y de la República. Más acá, pienso en mi abuelo y en algunos de sus coetáneos, en su rectitud esencial, en su dignidad, en su devoción por la inteligencia, en su decencia que no dejaba lugar a duda, en su manera de hablar y consagrar la palabra, en cómo siendo aún muy niña, observaba a aquellos hombres, como si fueran la historia viva… Y al mirarlos reunidos en la notaría de mi abuelo Emiliano con Julio de la Peña, Luis Barragán, Enrique de la Mora y hasta con Gómez Morín y Vasconcelos, en algunas tardes de 1959, jamás sospeché que algo de ellos quedaría en mi y que, muchos años después, los estudiaría como parte de nuestra cultura.
Me niego a aceptar que el descenso y la manipulación populista que nos invade sea considerado logro. Protesto por el combate a las ideas, por el encono contra la razón educada, contra la crítica y el derecho a discernir, a oponerse, a discrepar. Esto no es avanzar, sino retroceder: no confundirse. De un plumazo se ha inhabilitado la defensa del ciudadano. La tormenta desatada por la vicecoordinadora de la bancada de Morena en San Lázaro, Tatiana Clouthier, en contra del escritor Enrique Krauze, no es incidente menor. Se ha puesto en riesgo la libertad de expresión y, con ella, la de defender las propias ideas aun en contra del poder, o por eso mismo: de eso se trata la democracia, de luchar contra tiranías, dictaduras, abusos, mordazas y de defender lo distinto, como enseñara Voltaire al defender el valor de la tolerancia.
Se han tergiversado los principios republicanos. En el mejor estilo latinoamericano, el Mandatario ordena: “quiten esto de aquí, desaparezcan tales organismos. Hágase un tren. Suspendan esta obra de miles y miles de millones a costa del Estado. Acaben con la selva, inventen un trenecito maya de la alegría. Acábese con ésta y aquélla institución. Cierren aquí, pongan allá… Porque lo digo yo: “Vamos a acabar con los corruptos”, “Ya acabé con el neoliberalismo…” Y lo demás: no más fundaciones. Fuera subsidios. Nada de apoyos a la cultura. ¿Bibliotecas, para qué? La investigación científica no sirve de nada. ¿Becas al extranjero? ¡Suspéndalas!... Que los intelectuales son unos vagos… Hagan mis universidades…
Cuando aspiramos a un país digno, que nos honre y no nos avergüence, pensamos en elevar la calidad de las instituciones y de las personas, en la separación de los tres poderes, en un régimen de derecho respetable, en clases sociales conscientes; es decir, en un país civilizado, con respeto entre gobernantes y gobernados y una población satisfactoriamente formada, con hombres y mujeres de ideas y palabra. Pero esa no es la realidad que la fábula popular trazó desde las urnas. No importa si se trata del director de la más importante empresa editorial del Estado, una curul, una senaduría o una candidatura, porque el modo de gobernar tiene un solo dictado: igualarse hacia abajo. Humillar, zaherir, degradar, despojar al otro de defensa e inclusive llamarlo traidor por oponerse “al mero padre de la oposición” (Fernández Noroña dixit) quien, además de Presidente, es todólogo y jefe de relaciones públicas. ¡Qué triste destino el nuestro!
Cuando un funcionario del Estado presume a los cuatro vientos que nos la metió doblada, hay poca decencia a esperar. Una senadora que era nadie ayer y Morena hizo “alguien”, aunque careza de todo, califica a los periodistas de “retrasados mentales”. Un controversial candidato a la gubernatura de Puebla, se escuda en AMLO, ”su padre” y aval de su honorabilidad, y así sucesivamente. Si aceptamos que forma es fondo, tanto el lenguaje en boga como los sucesos cotidianos, indican una verdad peligrosa: elevado a modelo de gobierno, sin cauce civilizador y entronizado, el poder del resentimiento social es la puntilla que faltaba para acabar con los ideales incumplidos de nuestro mayores.
Según datos del OCDE, “es preocupante el nivel educativo en México”. En una democracia pobre, apenas en ciernes y ya fanatizada, la educación es tan prioritaria como la alimentación, la salud, la vivienda o la productividad. Cuando nuestros niños estén formados en la música, en las artes, en las ciencias, el civismo, el cuidado del medio ambiente y las humanidades creeré que la justicia, aquí, es posible. Ideas y conocimiento obran milagros. El primero, cultivar la razón. Si así fuera, no encabezaríamos uno de los peores índices delictivos del mundo. Tampoco nuestra sociedad acusaría tal desestructuración ni más de 125 millones de habitantes seguirían demostrando que no pueden ni quieren emprender la formidable tarea de construir un país a la altura de los mejores.