Sabemos qué es el Mal. Conocemos sus dos lados: el estallido y su impacto; el corto y su largo plazo; la obviedad y su disimulo; el doliente de la víctima y el agresivo del victimario. Lo reconocemos de golpe, como el dolor y el sufrimiento que causa. Nada se iguala a su irracionalidad implícita. Mientras que para Moisés y el pueblo elegido un primer enlistado –por oposición- quedó inscrito en los Diez Mandamientos, Platón fue más impreciso al indicar que el Mal es lo contrario de lo bueno y el Bien y, por consiguiente, lo que debe evitarse. Pese a la complejidad actual del saber y de obras literarias que lo ilustran con brillantez, no hay diccionario que lo defina de manera satisfactoria, a pesar de que en la práctica la sociedad lo percibe y, de acuerdo a lo establecido en cada régimen de derecho, también lo sanciona.
No obstante su potencial para causar daños materiales e inmateriales y de lastimar de manera simultánea a un número indeterminado de seres vivos, tampoco hay palabras para nombrar la realidad en sí de la Maldad. Ni siquiera se sabe cuál es su raíz ni su móvil esencial. En todos los casos el malvado reduce al otro, lo humilla, lo veja y, con o sin placer de por medio, no reconoce límites porque solo obedece a su propia dinámica. Tan extraña imposibilidad lingüística se debe a que, desde la noche de los tiempos, cualquier manifestación de esta peculiar negatividad se atribuyó a lo sobrenatural porque el poder del Mal rebasa el entendimiento y reduce a sus víctimas a un cabal estado de indefensión.
Su veneno se disipa de adentro afuera y, como el poder de la carcoma, puede destruir por completo la conciencia sin alterar la apariencia externa del malvado. Engañosos en sus expresiones mejor logradas, los perversos pueden inclusive ser seductores y parecer confiables, por lo que es difícil prevenirse y más difícil sortear su embestida. Desde el imperio del pensamiento mítico, el Mal, lo malo, lo depravado y lo execrable se han considerado agentes directos de los poderes oscuros. Monstruos, escorpiones y culebras son sus símbolos más frecuentados. Y por suponerse invencible y tremendo, solo a los héroes correspondía, por su condición superior, enfrentarse, como Hércules o Perseo, a esas horribles criaturas tenebrosas que nos hacen creer que lo sucio, la fealdad, la corrupción, la ponzoña, el desenfreno y los vicios son inseparables de lo malo, ruin y bajuno por excelencia; es decir, lo intocado por el Bien, la grandeza, la armonía, lo bello y la condición moral que encarece a la humanidad.
Estamos, por consiguiente, ante algo categórico y emparentado a la antigua figura del demonio por su depravación concentrada y en permanente proceso de evolución. Por más que la mancuerna maldad/infierno sea un binomio infaltable en las doctrinas religiosas, debemos insistir en que se trata de una singularidad estrictamente humana y no sobrenatural, como se atribuye a la invención del diablo y de su recinto infernal. A la falta primera, estrictamente humana, se llamó pecado original en el Génesis, aunque ceder a la tentación y la consecuente caída y pérdida del Edén no revela la intensidad del Mal que cobra hondura y sentido hasta que Caín asesina a su hermano Abel. En realidad este crimen, con su reacción subsecuente, es el primer registro de lo que es capaz de causar, en términos negativos, la humana criatura.
Sean o no creyentes y al margen de la concepción del pecado como indicador religioso de las faltas maliciosas, todos los hombres son susceptibles de cometer actos tan siniestros, execrables y difamatorios como los que por miles consigna la historia y, en la actualidad, también nuestra vida diaria. Por menos civilizadas y proclives a fomentar situaciones caóticas, en las sociedades con mayores índices de ignorancia y miseria y peores gobiernos se combinan con facilidad la impunidad, los actos criminales y los enredos de odio, crueldad y descomposición general de la población que encumbran al Mal. El fenómeno del narcotráfico es el ejemplo más acabado de lo que es capaz la perversidad organizada, inclusive para corromper eficazmente a las instancias diseñadas para prevenirla, contenerla y sancionarla.
A la filosofía debemos la reflexión de la moral como reacción ordenadora de la conducta, y al derecho su aplicación en bien de los pueblos y contra el dominio expansivo del Mal. Ha sido el descubrimiento del psicoanálisis, sin embargo, el que daría al traste con reconvenciones y prejuicios mítico/religiosos al vincularlo con patologías específicas. Tan revolucionaria concepción de los entresijos negativos de nuestra naturaleza no solamente no contradicen sino que, al examinarlas desde la perspectiva del inconsciente, esclarecen la función moralizante de las monstruosidades que pueblan las mitologías. De esta manera y ante la dicha imposibilidad de definir la Maldad, podemos imaginarla indistintamente como la Medusa con la cabellera de serpientes o la Hidra guardiana de una de las puertas del inframundo, caracterizada por sus numerosas cabezas. Afamada por haber sido uno de los 12 trabajos de Hércules, la indestructible hidra de Lerna poseía el poder de hacer brotar dos cabezas donde el héroe cortara una: exactamente como el proceso reproductor del narcotráfico, salvo que el Hércules vencedor de nuestra hidra no puede ser otro que un saneamiento total y transformador de las instituciones y la forma de gobernar.
Más cercanos a las civilizaciones modernas, los monoteísmos aún interpretan y condenan el Mal mediante símbolos y amenazas intimidatorias. Así la idea del pecado y el castigo eterno, para que los creyentes se le resistan con el favor de su fe y el amor a Dios por encima de todo. Para la ética y por oposición al Bien y lo bueno, el Mal es lo reprobable sin más: afirmación colmada de vaguedad porque, de antemano, no abarca situaciones tan extremas y de reacción múltiple en la percepción y las conductas del hombre contra el hombre como el Holocausto nazi, las purgas estalinistas, la bomba atómica, la amenaza nuclear, el terrorismo o el reciente ataque con armas químicas contra la localidad siria de Jan Sheijun, en la provincia de Idlib, que causó daños y muertes tan terribles que nos erizan la piel y nos hacen sentir vergüenza de ser hombres.
De suyo, el Mal complica un carácter, una situación y una acción aberrante, sea individual o social. Por eso los antepasados clamaban piedad y misericordia a los dioses: únicos capaces de controlar lo monstruoso y más bajo y ruin que existe en el universo. Al decir de las ocurrencias dañinas que sobrepasan las posibilidades de la razón, ciertamente no es difícil suponerque solo Belcebú y figuras equivalentes pueden mover los hilos de la voluntad para ofuscarla y entregarla a la tentación perversa. La evidencia de crueldades pavorosas y estrictamente humanas se contrarresta con los logros alentadores de la moral, que también es humana, pero de sentido y valor inverso. Gracias a ella y de acuerdo a las peculiaridades de cada época, es posible establecer, en nombre de una convivencia social ordenada, lo prohibido y lo permitido, lo conveniente y lo abominable, lo correcto y lo incorrecto o lo bueno y lo malo para combatir, hasta lo posible, a la bestia que llevamos dentro, pues los defectos humanos son terribles. De hecho, mientras que el Bien tiende a ser limitado, al Mal lo caracteriza una desproporción indiscriminada casi inaudita, pues un solo acto execrable como el genocidio, el narcotráfico, la violación sexual, la tortura, un crimen o cualquier acto de crueldad rebota con consecuencias múltiples y sin atenuantes.
La maldad, pues, ha estado en todos partes y en cualquier tiempo, raza y geografía. Se impone en nombre de Dios o contra Él. Se manifiesta en situaciones inesperadas y “no tiene carta aborrecida”. De ahí que sea perceptible en las sotanas del Santo Oficio, en las mazmorras donde se consumían las víctimas de la injusticia, en las infamias terroristas, en las cárceles actuales, en la política torcida, en las manos que envenenan el agua, en los comerciantes que se benefician de la miseria, en los violadores, en los criminales, los mezquinos y codiciosos…
El Mal es la mayor causa del sufrimiento evitable y su producto perdura en el inacabable dolor de los demás. Por tanto, cabe suponer que su verdadero triunfo será la destrucción del hombre por el hombre.