Ya nadie escribe cartas, y es una pena. Disfruté recibirlas tanto como escribirlas. Fueron años deliciosos. Rellenábamos ausencias con envíos. Intercambiábamos rituales y secretos, y yo aguardaba el silbato del cartero como a alguien querido. Inclusive mandaba quejas al servicio postal por su pésimo servicio, pero mis querellas caían en la omisión o el olvido. No obstante y aunque retrasados, sobres y paquetes, con timbres sellados, me traían buenas noticias y libros del extranjero. Ahora los buzones, también en extinción, son basureros para cuentas del predial, de la luz, del agua o del teléfono; y a veces ni eso, pues ya todo está domiciliado. No faltan anuncios ni pedigüeños de Navidad, Año Nuevo, Reyes, Guadalupana y “el día de”: esa penosa “gorra” del mexicano que se entromete con la insolencia del invasor.
Practiqué la escritura de ida y vuelta con amigos que amaban la cocina, el arte y las letras. Intercambiábamos autores, recetas y confidencias con la certeza de que lo privado comienza y concluye entre dos que se entienden. Antes de conocer la efímera brevedad del whatsapp, uno tras otro se fueron del mundo y yo me quedé sin la palabra que durante años tuvo respuesta y continuidad. La tristeza por esas pérdidas todavía me acompaña. Revisar catálogos y reseñas bibliográficas completaba el ritual de encargar títulos y clásicos a Oxford, París, Londres, Nueva York o Berkeley, vigente hasta las compras online. Disfruté, sin embargo, el privilegio de esperar noticias y que otros esperaran las mías con idéntico entusiasmo. Durante las pausas discurríamos encuentros tan gratos y literarios que sedimentaron la legítima amistad amorosa que no acepta intromisiones de nada ni de nadie. Ese vínculo vitalicio de afinidades fue obra del ejercicio epistolar que practicamos con tanta naturalidad que nunca imaginé que pudiera tener fin.
No llegué al extremo de la peculiar neoyorquina Helene Hanff de establecer ligas epistolares tan estrechas primero con Frank Doel y, a poco, también con los demás libreros de Marks % Co., -establecimiento londinense de libros antiguos y de segunda mano-, e inclusive con sus familias. Habría olvidado esta hermosa historia de culto al libro de no ser por la nota que recién recibí de un amigo queridísimo. Que estaba leyendo 84, Charing Cross Road –me escribió- y la “yo” aún activa en sus recuerdos le brincaba al paso de títulos y/o ediciones a pedir y recibir. Solo imaginar que alguien puede reconocerme en una obra como ésta, o en otra cualquiera, selló el 2019 con una gran alegría. Al parecer, la memoria de mi amigo asoció mi nombre y sabe cuánto más con la excéntrica autora de esta obrita que reúne su correspondencia londinense, prolongada durante veinte años. Imaginé que al reconstruir a Helene al través de detalles, como ocurre en las mejores lecturas, algo le despertó a él en paralelo, pues de lectores pasamos a ser protagonistas, inclusive al través de figuraciones ajenas. Supuse, además, que entregado a las breves y reveladoras misivas, mi amigo fue construyendo en su mente una historia en la que se cruzaba algo de la mía.
Corrí a la librería por un ejemplar. De haber revisado la contraportada me habría percatado de que había leído 84, Charing Cross Road, pero en otra edición. Desde las primeras páginas caí en cuenta de cuánto me simpatizaba esta original y generosa autora de guiones para la televisión, libros infantiles, ensayos históricos y políticos y colaboraciones en el New Yorker y Harper´s, que persistió sin ser reconocida, hasta que se publicaron sus cartas. Mandaba títulos a buscar y dólares a acumular -a sabiendas de que jamás entendería su conversión a libras-, para hacerse de libros “que se abren por aquella página que su anterior propietario leía más a menudo”.
Autodidacta, solitaria, trabajadora formidable y entregada a la pasión de leer y escribir, jamás consiguió subsistir sin sobresaltos económicos. Decía que “un escritor no puede prever, de un mes para otro, cómo pagar el alquiler”. Sus penurias, sin embargo, no le impidieron enviar regalos a los libreros de Marks & Co., para alegrar a sus familias con carne, huevos, medias de nylon y otros objetos, aún racionados en el Londres de la posguerra. Empezó el contacto epistolar con Frank Doel, en 1949, sin sospechar que 30 años después, en 1987, se convertiría en obra de teatro y película de culto, “la más bella sobre libros que jamás se ha filmado”, con Anne Bancroft y Anthony Hopkins, dirigidos por David Jones.
Desparpajada, encantadora y según ella misma “tan elegante como una mendiga de Broadway”, Helene preguntaba a sus amigos desconocidos lo que deseaba saber de los británicos. A su vez dejaba caer gestos reveladores de su carácter como que vestía jerseys apolillados y pantalones de lana, porque “en el edificio de ladrillo donde vivía no encendían la calefacción durante el día”.
Al recibir el aviso de la muerte de su entrañable Frank Doel, ocurrida el 22 de diciembre de 1968, cambió la historia de Helene. Acumulada en un cajón, la correspondencia se salvó milagrosamente de su costumbre de tirarlo todo. Con permiso de la familia y sin ordenarlas ni definir aún su destino, las confió a un amigo quién, a su vez, las llevó a un editor. “Esa misma tarde –leemos en el Post scriptum- “el editor llama personalmente a Helene Hanff y le anuncia: ‘Publicamos 84, Charing Cross Road.’ Helene, sorprendida, le pregunta.’ ¿Bajo qué forma?? ¡’En forma de libro, por supuesto’!, replica el editor. ‘¡Está usted loco!’, exclama ella.”
De golpe, en unos meses, la Helene que contaba centavos, se convirtió en una autora de éxito y conoció el prodigio de recibir regalías, al menos por unos años. Inclusive el libro se publicó también en Inglaterra y, en 1971, por fin pudo viajar a Londres por primera vez. Allí se lamentó de la muerte de Frank Doel, y de que las puertas de Marks & Co. hubieran cerrado para siempre. Quedaron los familiares y algún propietario de la pequeña y encantadora librería; pero, sin Frank, sin la correspondencia ni el lenguaje construido entre ellos, nada era igual. Este tipo de historias, tan gratas a la mentalidad inglesa, no alteró radicalmente la rutina de esta mujer que continuó viviendo en su pequeño departamento neoyorquino de la calle 72 Este, “donde los tesoros bibliográficos de Marks & Co. cubren toda una pared desde el suelo hasta el techo. El centro de su biblioteca está presidido por el rótulo de la librería, robado para ella por uno de sus admiradores.”
Murió sola y pobre, a los ochenta años de edad, en una casa para ancianos en Manhattan, que pagaba con restos de sus regalías. En su memoria existe una placa de cobre con su nombre en donde estuviera la librería. “Sigo pensando –confesó al final de sus días- que soy una escritora sin cultura ni demasiado talento, pero a pesar de todo ¡me han dedicado una placa en un muro de Londres! Quizá jamás advirtió hasta dónde es cierto que “la belleza está en los detalles”.